El mundo no está hecho para la gente como yo. Ser sexto
nunca fue fácil. Los dedos no me agradan, no quepo en ninguna mano ni tampoco
en los pies. Sin embargo, me enamoran las estrellas, aunque sus extremidades
sean nuevamente cinco y no seis. Ser cuarto no me molestaría, el cuadrado tiene
su encanto, a todos los niños les fascina. Pero ser sexto y conformar las
detestables esquinas del hexágono sí, me parece intolerante, aburrido y poco
popular.
Puedo parecer grosero, pero no me explico por qué la
gente le busca la quinta pata al gato y no la sexta. Como tampoco comprendo por
qué es el quinto elemento el que salvará la humanidad y no otro. Ni qué hablar
del kilo de helado, conformado una vez más por cinco gustos y no por seis, algo
que “ya sería exagerado”, como dicen los grandes heladeros.
Lo único que me agrada es saber que aún sigue habiendo
personas que se acuerdan de mí. “El mundo es un pañuelo” dicen los abuelos
cuando comprenden que son seis -y no cinco o siete- los grados de separación
que conectan a cualquier persona con otra, en una cadena de conocidos que no
tiene más de cinco intermediarios. Como también me alegra saber que es el sexto
sentido aquel que revoluciona a todos los psicólogos, quienes desde hace años
intentan dar cuenta de que intuir ciertas circunstancias no es un poder
sobrenatural. Y no es cualquier sentido señores, es el sexto.
Por desgracia, a diario tengo que encontrarme con mis
vecinos de la quinta avenida. Se mudaron hace ya cinco años, aunque los conozco
desde salita de cinco, cuando ingresaron en 1985 al colegio Saint Patrick, y compartieron
mi curso hasta quinto grado. Cada vez que caminan por las calles de New York
todos los miran asombrados, caminan en fila, uno al lado del otro, y con los
mismos movimientos. Jamás se despegan, comparten no sólo su hogar sino también
sus novias y sus amigos, que casualmente son ellos mismos.
Nunca les caí bien. Cada vez que jugaban a la mancha me
hacían a un lado a los codazos. Por más que sacara trompa o llorara hasta el
amanecer, jamás me hacían un lugar. Su sillón tiene cinco almohadones, por lo
que cada vez que me invitaba a merendar sólo tenía lugar en el piso y lejos de
ellos, obviamente.
Después de todo, creo que ser sexto
no es tan malo. Al fin y al cabo, me convierte en un ser particular y con
cualidades superiores. A quién no le llamaría la atención ver a una mujer con
seis dedos, o a un hombre que le faltan seis jugadores y no siete. En
definitiva, quién necesita cinco amigos, si puedo encontrar a todos los “sextos”
del mundo y conformar un grupo, a mi manera.