martes, 3 de julio de 2012

Un sexto en el mundo


El mundo no está hecho para la gente como yo. Ser sexto nunca fue fácil. Los dedos no me agradan, no quepo en ninguna mano ni tampoco en los pies. Sin embargo, me enamoran las estrellas, aunque sus extremidades sean nuevamente cinco y no seis. Ser cuarto no me molestaría, el cuadrado tiene su encanto, a todos los niños les fascina. Pero ser sexto y conformar las detestables esquinas del hexágono sí, me parece intolerante, aburrido y poco popular.

Puedo parecer grosero, pero no me explico por qué la gente le busca la quinta pata al gato y no la sexta. Como tampoco comprendo por qué es el quinto elemento el que salvará la humanidad y no otro. Ni qué hablar del kilo de helado, conformado una vez más por cinco gustos y no por seis, algo que “ya sería exagerado”, como dicen los grandes heladeros.

Lo único que me agrada es saber que aún sigue habiendo personas que se acuerdan de mí. “El mundo es un pañuelo” dicen los abuelos cuando comprenden que son seis -y no cinco o siete- los grados de separación que conectan a cualquier persona con otra, en una cadena de conocidos que no tiene más de cinco intermediarios. Como también me alegra saber que es el sexto sentido aquel que revoluciona a todos los psicólogos, quienes desde hace años intentan dar cuenta de que intuir ciertas circunstancias no es un poder sobrenatural. Y no es cualquier sentido señores, es el sexto.

Por desgracia, a diario tengo que encontrarme con mis vecinos de la quinta avenida. Se mudaron hace ya cinco años, aunque los conozco desde salita de cinco, cuando ingresaron en 1985 al colegio Saint Patrick, y compartieron mi curso hasta quinto grado. Cada vez que caminan por las calles de New York todos los miran asombrados, caminan en fila, uno al lado del otro, y con los mismos movimientos. Jamás se despegan, comparten no sólo su hogar sino también sus novias y sus amigos, que casualmente son ellos mismos.

Nunca les caí bien. Cada vez que jugaban a la mancha me hacían a un lado a los codazos. Por más que sacara trompa o llorara hasta el amanecer, jamás me hacían un lugar. Su sillón tiene cinco almohadones, por lo que cada vez que me invitaba a merendar sólo tenía lugar en el piso y lejos de ellos, obviamente.

            Después de todo, creo que ser sexto no es tan malo. Al fin y al cabo, me convierte en un ser particular y con cualidades superiores. A quién no le llamaría la atención ver a una mujer con seis dedos, o a un hombre que le faltan seis jugadores y no siete. En definitiva, quién necesita cinco amigos, si puedo encontrar a todos los “sextos” del mundo y conformar un grupo, a mi manera.     

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