Definitivamente,
un periodista logra cumplir su labor cuando consigue dar voz a lo silenciado,
transformar y transformarse. Asimismo, un actor puede sentirse satisfecho
cuando halla que no sólo el público crea su personaje, sino también él mismo,
descreyendo de su propia personalidad.
Quizás por eso debería pensar que
hice un buen trabajo, o que soy, simplemente, muy persuasiva. O ambas. No lo
sé. Lo único que tengo claro es que hoy, tras haber dado su último macabro testimonio,
se puede publicar el perfil de un genocida que nunca fue juzgado, de un
perverso, de un loco, de una lacra humana, y no como pensaba inicialmente que
sería publicado poco antes de asistir a su encuentro -como un recuadro de una
nota de producción que relatara su nueva
huida-, sino como una necrológica extendida de un individuo que en el día de
ayer, sucumbió en el mar.
Josef Rudolf Mengele nació en
Baviera el 16 de marzo de 1911 y falleció ayer por la tarde, en una playa de
Bertioga, Brasil. Sus restos fueron enterrados en el cementerio de Embú, con el
nombre de Wolfgang Gerdhard, y en presencia de su hijo Rolf.
Poco se hablaba de él, por lo menos
hasta la fecha. Quizás en unos años el pueblo semita consiga que esa tumba,
profanada ya por la mentira que enmascara su verdadera identidad, consiga que
la memoria de todo un pueblo descanse en paz.
Tenía el pelo ralo, su cabeza se
había poblado de canas, y su rostro, de arrugas. La perfección de su traje se
opacaba gracias al accionar del viento, que trae hacia su ajuar de terciopelo
una nube de arena blanca, característica de las playas tropicales.
“Siéntese, compañero, me han dicho
que usted también hizo un buen trabajo en Bardufoss” atinó a decir al verme
entrar por el simulacro de puerta que tenía su estival choza de paja. Sabía que
la única forma de lograr que me dijera concretamente algo cercano a la verdad
de sus crímenes, era haciéndome pasar por uno de ellos, hombre, por supuesto.
Del campo de exterminio nazi de Bardufoss hay muchos mitos, pero pocas
certezas, por lo que crear la ilusión de un médico pseudo-exitoso noruego que
viajaba a Brasil como discípulo de un sátrapa peor, no sería de extrañar, y
para la ODESSA resultaría incluso un honor.
El hueco de sus dientes que habían
descripto tanto sus víctimas como sus admiradores, resaltaba en su sonrisa
cansada, y especialmente desagradable. “Lo he citado aquí, porque considero que
es el mejor lugar para exponer y exponerme sin correr riesgos. La familia que
me acoge es de total confianza.” Agregó. Está claro que los nazis que hay en
Brasil son muchos, y filiales como ésta hay en todas partes.
En cuanto a su actividad en los
campos de concentración, simplemente atinaba a decir que fue brillante, y que
cada logro propio podía verse plasmado en su cuaderno de anotaciones. Un
librillo de hojas cuadriculadas, amarillas por el paso del tiempo, que guardaba
en un cajón, el único de la mesa de luz que utiliza como mesada. Una excelente
prueba de su culpabilidad.
“Uno no puede sentirse culpable por
experimentar con animales, y eso son los judíos, bestias. Ratas que, por algún
motivo, Dios puso en nuestro camino, como prueba a superar, a la orden de un
superhombre que nos ayuda a pelear. La guerra terminó, pero eso no quiere decir
que los estudios hayan sido en vano. Si
se nos culpabilizará, será de haberles dado a esos monstruos una utilidad, la
de servir al bien común.”
Mediciones de lenguas, extremidades,
tórax, vientres y cabezas humanas ilustraban su anotador, así como las paredes
de su hogar. Imágenes casi fotográficas de cuerpos exhibidas en pósteres daban
cuenta de la diferencia anatómica entre individuos de raza aria, y humanos de
genes caracterizados inferiores. “Tengo un ojo muy suspicaz, capaz de detectar
una deformidad aún en su estado latente. Estas imágenes las poseo a modo de
machetes. Las razas inferiores se siguen multiplicando, por lo que mi labor
sigue siendo necesaria, pero mi memoria comenzó a tener falencias, al igual que
el resto de mi organismo, gracias al paso del tiempo, por lo que requiero de
vez en cuando, algo que la complemente.”
Quizás fue su mente, aquella que
fallaba de vez en cuando, la que lo instigó a acabar con su vida una vez que
supo de mis verdaderas intenciones. Tal vez tuvo que ver su ojo suspicaz al
notar en mi cuello un dije de una estrella de seis puntas. O también pudo haber
sido aquella vejez que exteriorizaban
sus canas, la que no le dio fuerzas para acabar con una judía más, porque tarde
o temprano, miles de estos, de raza menor, acabarían con él.
Lo cierto es que, luego del
encuentro, se dirigió al mar sin decir siquiera una palabra. El sol quemaba su
disimulada calvicie, mientras el agua iba de a poco apagando su fuego interior.
Quizás no ocurrió nada de lo anterior, y no descubrió nunca quién era yo en
realidad. Tal vez pasó que aquella mente, presa del paso del tiempo del que él
solía hablar, no encontró el machete para aprender a nadar.
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