miércoles, 17 de octubre de 2012

Josef Rudolf Mengele


Definitivamente, un periodista logra cumplir su labor cuando consigue dar voz a lo silenciado, transformar y transformarse. Asimismo, un actor puede sentirse satisfecho cuando halla que no sólo el público crea su personaje, sino también él mismo, descreyendo de su propia personalidad.
            Quizás por eso debería pensar que hice un buen trabajo, o que soy, simplemente, muy persuasiva. O ambas. No lo sé. Lo único que tengo claro es que hoy, tras haber dado su último macabro testimonio, se puede publicar el perfil de un genocida que nunca fue juzgado, de un perverso, de un loco, de una lacra humana, y no como pensaba inicialmente que sería publicado poco antes de asistir a su encuentro -como un recuadro de una nota de producción que relatara  su nueva huida-, sino como una necrológica extendida de un individuo que en el día de ayer, sucumbió en el mar.
            Josef Rudolf Mengele nació en Baviera el 16 de marzo de 1911 y falleció ayer por la tarde, en una playa de Bertioga, Brasil. Sus restos fueron enterrados en el cementerio de Embú, con el nombre de Wolfgang Gerdhard, y en presencia de su hijo Rolf.
            Poco se hablaba de él, por lo menos hasta la fecha. Quizás en unos años el pueblo semita consiga que esa tumba, profanada ya por la mentira que enmascara su verdadera identidad, consiga que la memoria de todo un pueblo descanse en paz.
            Tenía el pelo ralo, su cabeza se había poblado de canas, y su rostro, de arrugas. La perfección de su traje se opacaba gracias al accionar del viento, que trae hacia su ajuar de terciopelo una nube de arena blanca, característica de las playas tropicales.
            “Siéntese, compañero, me han dicho que usted también hizo un buen trabajo en Bardufoss” atinó a decir al verme entrar por el simulacro de puerta que tenía su estival choza de paja. Sabía que la única forma de lograr que me dijera concretamente algo cercano a la verdad de sus crímenes, era haciéndome pasar por uno de ellos, hombre, por supuesto. Del campo de exterminio nazi de Bardufoss hay muchos mitos, pero pocas certezas, por lo que crear la ilusión de un médico pseudo-exitoso noruego que viajaba a Brasil como discípulo de un sátrapa peor, no sería de extrañar, y para la ODESSA resultaría incluso un honor.
            El hueco de sus dientes que habían descripto tanto sus víctimas como sus admiradores, resaltaba en su sonrisa cansada, y especialmente desagradable. “Lo he citado aquí, porque considero que es el mejor lugar para exponer y exponerme sin correr riesgos. La familia que me acoge es de total confianza.” Agregó. Está claro que los nazis que hay en Brasil son muchos, y filiales como ésta hay en todas partes.
            En cuanto a su actividad en los campos de concentración, simplemente atinaba a decir que fue brillante, y que cada logro propio podía verse plasmado en su cuaderno de anotaciones. Un librillo de hojas cuadriculadas, amarillas por el paso del tiempo, que guardaba en un cajón, el único de la mesa de luz que utiliza como mesada. Una excelente prueba de su culpabilidad.
            “Uno no puede sentirse culpable por experimentar con animales, y eso son los judíos, bestias. Ratas que, por algún motivo, Dios puso en nuestro camino, como prueba a superar, a la orden de un superhombre que nos ayuda a pelear. La guerra terminó, pero eso no quiere decir que  los estudios hayan sido en vano. Si se nos culpabilizará, será de haberles dado a esos monstruos una utilidad, la de servir al bien común.”
            Mediciones de lenguas, extremidades, tórax, vientres y cabezas humanas ilustraban su anotador, así como las paredes de su hogar. Imágenes casi fotográficas de cuerpos exhibidas en pósteres daban cuenta de la diferencia anatómica entre individuos de raza aria, y humanos de genes caracterizados inferiores. “Tengo un ojo muy suspicaz, capaz de detectar una deformidad aún en su estado latente. Estas imágenes las poseo a modo de machetes. Las razas inferiores se siguen multiplicando, por lo que mi labor sigue siendo necesaria, pero mi memoria comenzó a tener falencias, al igual que el resto de mi organismo, gracias al paso del tiempo, por lo que requiero de vez en cuando, algo que la complemente.”
            Quizás fue su mente, aquella que fallaba de vez en cuando, la que lo instigó a acabar con su vida una vez que supo de mis verdaderas intenciones. Tal vez tuvo que ver su ojo suspicaz al notar en mi cuello un dije de una estrella de seis puntas. O también pudo haber sido  aquella vejez que exteriorizaban sus canas, la que no le dio fuerzas para acabar con una judía más, porque tarde o temprano, miles de estos, de raza menor, acabarían con él.
            Lo cierto es que, luego del encuentro, se dirigió al mar sin decir siquiera una palabra. El sol quemaba su disimulada calvicie, mientras el agua iba de a poco apagando su fuego interior. Quizás no ocurrió nada de lo anterior, y no descubrió nunca quién era yo en realidad. Tal vez pasó que aquella mente, presa del paso del tiempo del que él solía hablar, no encontró el machete para aprender a nadar.

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