miércoles, 24 de julio de 2013

Un llamado a la soledad

Esta es la noche más triste, porque me marcho y no volveré. Mañana por la mañana, cuando la mujer con la que convivo hace seis años se haya ido a trabajar en su bicicleta, meteré unas cuantas cosas en una maleta, saldré discretamente de casa, esperando que nadie me vea, y tomaré el metro para ir al apartamento de Víctor.
Ayer comprendí todo: odio mi vida. Estaba en el banco, sumergido en las típicas actividades de rutina, odiosas como mi trabajo, cuando vino mi jefe de manera prepotente y altanera a decirme que debía quedarme horas extras. Minutos antes me había llamado Claudia para decirme que debía pasar por el supermercado cuando saliera para comprarle unas cosas, que tratara de llegar lo antes posible porque se moría de hambre. Como si fuera poco, cuando volvía a casa, encontré a mi vecino en el tren, mi vecino el hablador, el insoportable. El viaje fue eterno, el hombre solo hablaba de mis jóvenes treinta y ocho años, que aproveche, me decía, que aproveche porque cuando llegara a su edad las cosas podían llegar a ser muy difíciles: que la jubilación no alcanza, que las mujeres ya no te miran, que los hijos te dejan solo, que esto y lo otro, y lo otro. Cuando llegué a casa y me senté en la cama supe que no podía seguir un minuto más así, con un trabajo despreciable, con una mujer que hacía tiempo desconocía y en una ciudad horriblemente ruidosa.
Por eso, porque desde ayer no paro de pensar en lo que siempre quise hacer, es que hoy me pasé el día recapacitando en todo lo que mi decisión implicaría: tal vez un poco de tristeza o nostalgia al principio, incertidumbre la mayor parte del tiempo y, por supuesto, menos comodidades, pero es lo que necesito para volver a ser feliz. Mañana me voy a ir para siempre.
Recuerdo, ahora más que nunca, aquella conversación en secreto que tuve con mi abuela cuando tenía dieciocho años. Estábamos hablando de mi futuro cuando la abuela me tapó la boca y me dijo que no decidiera nada sin antes hacer una cosa: viajar por el país, o mejor por el mundo, solo con un par de zapatillas, tres mudas de ropa y algunas provisiones. La abuela me había desafiado, me había dicho que si aprendía a arreglármelas con esas pocas cosas y podía ser feliz con lo que me encontrara en el camino, nada de lo que sucediera al regreso podría superar esa experiencia. Por supuesto que la idea me había motivado mucho en aquel momento, pero pasaron los días, las semanas, los meses y la voz de mi papá, alentándome a seguir una vida de trabajo prometedora, se iba acrecentando y me iba convenciendo... Y así estoy ahora.

Pero el momento de terminar con toda esta porquería ha llegado. La noche pasó volando. Claudia se fue a trabajar hace media hora. Me apresuro a guardar unas pocas cosas en el bolso azul. Salgo caminando a paso apurado pero tratando de no llamar la atención de los vecinos. Tomo el metro y en quince minutos llego a lo de Víctor. Me abre la puerta, en pijama y con cara de dormido. Mi hermano nunca fue de madrugar. Sin decirme nada me alcanza lo que le pedí ayer por teléfono. Lo abrazo y le agradezco. –Nos vemos– me dice. Yo digo lo mismo, aunque sé que no vamos a volver a vernos. 

Diagonales

Esta es la noche más triste porque me marcho y no volveré. Mañana por la mañana, cuando la mujer con la que convivo hace seis años se haya ido a trabajar en su bicicleta, meteré unas cuantas cosas en la maleta, saldré discretamente de casa, esperando que nadie me vea, y tomaré el metro para ir a la casa de Víctor.
Siento escurrirse como fina arena entre mis manos el sueño platense que fue mi combustible para venir a instalarme por estos pagos, en compañía de Ana, la única mujer que supo abrirme las puertas de su corazón (o al menos eso me hizo creer).
Ese sueño al que me había aferrado era, hace ya seis años, el anhelo de todo provinciano de vivir de la música en la gran y ruidosa ciudad. La idea había sido venir a La Plata , para convivir con Ana, una dulce joven estudiante de arte que me había iluminado con incontables sonrisas las más oscuras tempestades; que con su magia solía hacerme pasar mil y una noches en vela componiendo las baladas más románticas que pudiera escribir un hombre. Lo único que me inquietaba, lo detestable de todo centro urbano era su falta de calor, esa ausencia de cordialidad vecinal que tan bien nos hace, aquel famoso “nos conocemos todos” que se podía tener en Roque Pérez, mi pueblo natal, sin embargo tal añoranza no detuvo mi arribo a la ciudad de las diagonales. Hasta aquí mi horizonte era difuso, pero sin duda se prometía brillante.
Casi sin mayores sobresaltos fueron pasando las primaveras pero hoy, con 29 abriles en el lomo finalmente comprendo que no todo en la vida es color rosa (o rojo y blanco). Por eso mañana mismo me marcho, naufragando en un mar de dudas a bordo de la única certeza de que vivir así no es vivir. Mañana me iré tratando de borrar todo rastro de mi tiempo en La Plata (aunque jamás me suelten las diagonales), juntando uno a uno los pedazos de un sueño hecho añicos.Toda la culpa de esta desilusión la tendrán ellas; diagonales que se interpusieron entre mi corazón y mis sueños, que a esta altura no se sabe de dónde salieron y me dan la sensación de que sólo se cruzaron en algún punto para complicar las cosas.
No me veo amante ni fanático del deporte, pero en La Plata hay que elegir. Se es tripero o pincharrata. Los lobos o los leones, y yo me incliné por los leones, los más ganadores. En todo este tiempo, no supe granjear demasiadas amistades, tal vez por mi espíritu bohemio y renegado pero la persona con la que más trato tuve fue un vecino, unos cinco años menor que yo, que se hacía llamar “Fierrito”. El loco vive en mi mismo edifico y es hincha de Gimnasia, cada fin de semana se lo puede encontrar con los ojos contentos tomando algo con sus amigotes, de esos que van a la cancha con los bombos y las banderas interminables. Por nuestra supuesta rivalidad,  cada vez que nos vemos cruzamos chicanas y amistosas provocaciones, aportando un poco al folklore futbolero platense.
Todo esto viene a que ayer jugaron el clásico Estudiantes y Gimnasia y resultó vencedor por siete gritos de diferencia mi pincharrata, los leones. Por eso esta mañana, al ingresar al edificio, en un encuentro con mi vecino (el fana de los lobos), le comenté lo bien que había jugado la Brujita, y que el pincha estaba para campeón. Ante mi ataque, apenas me miró fijo a los ojos por unos segundos y me sonrió sin dejar ver sus dientes. Golpeada el alma e hirviendo la sangre, mi amigo se fue sin decirme nada, con un aire de superación, como si mi festejo hubiera sido opacado por alguna ofensa mayor, cosa que no había sucedido porque no había atinado a decirme nada. Aturdido por su misteriosa reacción permanecí unos minutos parado solo en el hall del edificio, como esperando un contraataque  o al menos una palabra de felicitación de alguien que ya se había ido con su pena a otro lado. Posterior a eso tomé el ascensor y me dirigí a mi departamento. Pensaba que mi mujer estaría ahí ya que había acusado fiebre y se había pedido el día en el trabajo, pero tras un vistazo rápido a las habitaciones comprendí que ya no estaba. Incluso había una nota en la mesa, que decía que había salido a hacer compras.
Atontado por la rutina de lunes, acartonado por el uniforme de la empresa a la que acabo de renunciar, me dispuse a dormir una siesta en la cama matrimonial, que esta vez me pareció enorme, eterna como para descansar un buen rato, hasta caer dormido. Me prendí un cigarro, tomé mi guitarra  y me puse a componer un rato, hasta que me dolieran las manos y la almohada me pida a gritos un poco de descanso. Cuando giré sobre mí para aplastar lo que quedaba del pucho en el cenicero, me pareció sentir perfume de hombre, una fragancia que me olía extraña y a la vez familiar, quizás por eso no le di importancia y me acomodé para dejarme llevar por el sueño. Ya con el cinturón de seguridad y el casco puesto, cuando mi somier me iba a llevar entre nubes de caramelo y países de algodón algo me hizo aterrizar de nuevo entre diagonales. Sentí algo duro en la mano debajo de la almohada, y cuando miré se trataba de una pulsera rota, azul y blanca, con un lobo dibujado que rezaba “Gimnasia mi pasión y mi delirio”, como las que usaba mi vecino. Desconsolado la apreté con fuerza y entre algunas lágrimas rebeldes, ahogando el llanto de mi vida caí dormido.
Cuando desperté me faltó inspiración, entonces guardé mi guitarra en su funda y me fui a bañar, a ver si el agua helada me hacía circular la sangre nuevamente. Vistiéndome estaba yo cuando Ana entró con las bolsas del supermercado y me vino a saludar con una efusividad que yo no le conocía. A su abrazo yo no respondí, ella naturalmente se ofendió y se puso a ver tele en el sofá.
Desde ese momento hasta aquí nada más ha pasado, no hemos hablado ni una palabra. En este instante mi novia está durmiendo y yo estoy solo en el comedor, escribiendo estas líneas a la luz de un vergonzoso velador. Tratando de acallar las voces de mi enferma conciencia, le temo a la incertidumbre que no me deja saber a qué destino llevaré mi apagado cantar.

Mañana 17 de agosto de 2006, cuando Ana se vaya a trabajar por la mañana, cargaré con mi guitarra, algunas mudas de ropa en mi mochila y me iré a lo de Víctor, a comprarle unos gramos de felicidad, y a decirle que mi paciencia con las diagonales de esta inmunda ciudad huyó como una cobarde. Que yo no puedo más que ir en su búsqueda, para encontrar un lugar un poco más tranquilo bien lejos de las diagonales, del ruido, de este sistema de reglas que está devastando mi creatividad y no contento con eso me arrancó el corazón. Voy a sacar mi cabeza de la guillotina antes de que las cosas se pongan peor y cuando el gallo le cante su rocanrol al alba, yo buscaré mi sur en otro lado, todavía no sé dónde, pero iré detrás del sol, guiado por los vientos hasta llegar al lugar en que mi cabeza y mi corazón se pongan de acuerdo y echen sus raíces.

lunes, 8 de julio de 2013

Una bola de lana

Pasaban los días, pasaban los meses, pasaba el tiempo, en fin, pero su vista nunca se despegaba de mí o de lo que hacía. Su nombre era Jacques, y tenía una cierta fascinación por mí. No entendí hasta mucho después si esa obsesión recaía sobre mi cuerpo o sobre mi habilidad de tejer. Todos los días nuestras conversaciones se repetían, no dejaba de alabar mi belleza y en contraste definía a mi labor como banal. Pero yo sabía muy bien que tejer no tenía nada de banal para mí, conocía que era algo de gran importancia, y me di cuenta de mi verdadera conexión cuando llego el fin.
Jacques era alto, esa clase de hombre imponente en cualquier lugar, a todas las mujeres les costaba sacar los ojos de la silueta de este personaje, y debo reconocer que los míos en más de una ocasión se quedaron embobados. Sus ojos verdes, para mi sorpresa, me observaban  día a día; su boca solo se abría cuando se le ocurría alguna razón para que yo abandonara mi trabajo y me entregara a sus brazos.
Poco a poco me fui sintiendo atrapada, cansada de tanta repetición. Diariamente mi función era amanecer temprano y dedicarme a tejer. No miento al decir que esto era mi pasión, pero en un determinado momento el límite había sido cruzado, no podía continuar con esta rutina sin una pequeña escapada, y ahí estaba él, fielmente esperando como un perro a su dueño. Éramos dos polos que se atraían con cada movimiento y al momento que solté las agujas él me agarró entre sus brazos.

Poco a poco fue recorriendo mi cuerpo, lo hacía con la delicadeza con la que alguien disfruta algo tan anhelado, yo ansiaba que descubriera mi secreto, y lo hizo. Jacques jugueteaba con mi pelo, centró su atención entre dos mechones y descubrió lo que yo quería, encontró aquel pequeño hilo de lana que cerraba mi persona y para sorpresa mía no se asustó, sino que empezó a tirar. Cada tramo recorrido era una satisfacción nueva, Jacques nunca supo que fue lo que paso y yo recuerdo que cada metro separado de mi cuerpo era un metro más de libertad. Jacques, sin saberlo, esa noche me liberó de mis ataduras. Hubiera sido divertido ver su expresión cuando solo se quedó con una bola de lana.