Esta
es la noche más triste porque me marcho y no volveré. Mañana por la mañana,
cuando la mujer con la que convivo hace seis años se haya ido a trabajar en su
bicicleta, meteré unas cuantas cosas en la maleta, saldré discretamente de
casa, esperando que nadie me vea, y tomaré el metro para ir a la casa de
Víctor.
Siento
escurrirse como fina arena entre mis manos el sueño platense que fue mi
combustible para venir a instalarme por estos pagos, en compañía de Ana, la
única mujer que supo abrirme las puertas de su corazón (o al menos eso me hizo
creer).
Ese
sueño al que me había aferrado era, hace ya seis años, el anhelo de todo provinciano
de vivir de la música en la gran y ruidosa ciudad. La idea había sido venir a
La Plata , para convivir con Ana, una dulce joven estudiante de arte que me
había iluminado con incontables sonrisas las más oscuras tempestades; que con
su magia solía hacerme pasar mil y una noches en vela componiendo las baladas
más románticas que pudiera escribir un hombre. Lo único que me inquietaba, lo
detestable de todo centro urbano era su falta de calor, esa ausencia de
cordialidad vecinal que tan bien nos hace, aquel famoso “nos conocemos todos”
que se podía tener en Roque Pérez, mi pueblo natal, sin embargo tal añoranza no
detuvo mi arribo a la ciudad de las diagonales. Hasta aquí mi horizonte era
difuso, pero sin duda se prometía brillante.
Casi
sin mayores sobresaltos fueron pasando las primaveras pero hoy, con 29 abriles
en el lomo finalmente comprendo que no todo en la vida es color rosa (o rojo y
blanco). Por eso mañana mismo me marcho, naufragando en un mar de dudas a bordo
de la única certeza de que vivir así no es vivir. Mañana me iré tratando de
borrar todo rastro de mi tiempo en La Plata (aunque jamás me suelten las
diagonales), juntando uno a uno los pedazos de un sueño hecho añicos.Toda la
culpa de esta desilusión la tendrán ellas; diagonales que se interpusieron
entre mi corazón y mis sueños, que a esta altura no se sabe de dónde salieron y
me dan la sensación de que sólo se cruzaron en algún punto para complicar las
cosas.
No
me veo amante ni fanático del deporte, pero en La Plata hay que elegir. Se es
tripero o pincharrata. Los lobos o los leones, y yo me incliné por los leones,
los más ganadores. En todo este tiempo, no supe granjear demasiadas amistades,
tal vez por mi espíritu bohemio y renegado pero la persona con la que más trato
tuve fue un vecino, unos cinco años menor que yo, que se hacía llamar
“Fierrito”. El loco vive en mi mismo edifico y es hincha de Gimnasia, cada fin
de semana se lo puede encontrar con los ojos contentos tomando algo con sus
amigotes, de esos que van a la cancha con los bombos y las banderas
interminables. Por nuestra supuesta rivalidad,
cada vez que nos vemos cruzamos chicanas y amistosas provocaciones,
aportando un poco al folklore futbolero platense.
Todo
esto viene a que ayer jugaron el clásico Estudiantes y Gimnasia y resultó
vencedor por siete gritos de diferencia mi pincharrata, los leones. Por eso
esta mañana, al ingresar al edificio, en un encuentro con mi vecino (el fana de
los lobos), le comenté lo bien que había jugado la Brujita, y que el pincha
estaba para campeón. Ante mi ataque, apenas me miró fijo a los ojos por unos
segundos y me sonrió sin dejar ver sus dientes. Golpeada el alma e hirviendo la
sangre, mi amigo se fue sin decirme nada, con un aire de superación, como si mi
festejo hubiera sido opacado por alguna ofensa mayor, cosa que no había
sucedido porque no había atinado a decirme nada. Aturdido por su misteriosa
reacción permanecí unos minutos parado solo en el hall del edificio, como
esperando un contraataque o al menos una
palabra de felicitación de alguien que ya se había ido con su pena a otro lado.
Posterior a eso tomé el ascensor y me dirigí a mi departamento. Pensaba que mi
mujer estaría ahí ya que había acusado fiebre y se había pedido el día en el
trabajo, pero tras un vistazo rápido a las habitaciones comprendí que ya no
estaba. Incluso había una nota en la mesa, que decía que había salido a hacer
compras.
Atontado
por la rutina de lunes, acartonado por el uniforme de la empresa a la que acabo
de renunciar, me dispuse a dormir una siesta en la cama matrimonial, que esta
vez me pareció enorme, eterna como para descansar un buen rato, hasta caer
dormido. Me prendí un cigarro, tomé mi guitarra
y me puse a componer un rato, hasta que me dolieran las manos y la
almohada me pida a gritos un poco de descanso. Cuando giré sobre mí para
aplastar lo que quedaba del pucho en el cenicero, me pareció sentir perfume de
hombre, una fragancia que me olía extraña y a la vez familiar, quizás por eso
no le di importancia y me acomodé para dejarme llevar por el sueño. Ya con el
cinturón de seguridad y el casco puesto, cuando mi somier me iba a llevar entre
nubes de caramelo y países de algodón algo me hizo aterrizar de nuevo entre
diagonales. Sentí algo duro en la mano debajo de la almohada, y cuando miré se
trataba de una pulsera rota, azul y blanca, con un lobo dibujado que rezaba
“Gimnasia mi pasión y mi delirio”, como las que usaba mi vecino. Desconsolado
la apreté con fuerza y entre algunas lágrimas rebeldes, ahogando el llanto de
mi vida caí dormido.
Cuando
desperté me faltó inspiración, entonces guardé mi guitarra en su funda y me fui
a bañar, a ver si el agua helada me hacía circular la sangre nuevamente. Vistiéndome
estaba yo cuando Ana entró con las bolsas del supermercado y me vino a saludar
con una efusividad que yo no le conocía. A su abrazo yo no respondí, ella
naturalmente se ofendió y se puso a ver tele en el sofá.
Desde
ese momento hasta aquí nada más ha pasado, no hemos hablado ni una palabra. En
este instante mi novia está durmiendo y yo estoy solo en el comedor,
escribiendo estas líneas a la luz de un vergonzoso velador. Tratando de acallar
las voces de mi enferma conciencia, le temo a la incertidumbre que no me deja
saber a qué destino llevaré mi apagado cantar.
Mañana
17 de agosto de 2006, cuando Ana se vaya a trabajar por la mañana, cargaré con
mi guitarra, algunas mudas de ropa en mi mochila y me iré a lo de Víctor, a
comprarle unos gramos de felicidad, y a decirle que mi paciencia con las
diagonales de esta inmunda ciudad huyó como una cobarde. Que yo no puedo más
que ir en su búsqueda, para encontrar un lugar un poco más tranquilo bien lejos
de las diagonales, del ruido, de este sistema de reglas que está devastando mi
creatividad y no contento con eso me arrancó el corazón. Voy a sacar mi cabeza
de la guillotina antes de que las cosas se pongan peor y cuando el gallo le
cante su rocanrol al alba, yo buscaré mi sur en otro lado, todavía no sé dónde,
pero iré detrás del sol, guiado por los vientos hasta llegar al lugar en que mi
cabeza y mi corazón se pongan de acuerdo y echen sus raíces.