Esta es la noche
más triste, porque me marcho y no volveré. Mañana por la mañana, cuando la
mujer con la que convivo hace seis años se haya ido a trabajar en su bicicleta,
meteré unas cuantas cosas en una maleta, saldré discretamente de casa,
esperando que nadie me vea, y tomaré el metro para ir al apartamento de Víctor.
Ayer comprendí
todo: odio mi vida. Estaba en el banco, sumergido en las típicas actividades de
rutina, odiosas como mi trabajo, cuando vino mi jefe de manera prepotente y
altanera a decirme que debía quedarme horas extras. Minutos antes me había
llamado Claudia para decirme que debía pasar por el supermercado cuando saliera
para comprarle unas cosas, que tratara de llegar lo antes posible porque se
moría de hambre. Como si fuera poco, cuando volvía a casa, encontré a mi vecino
en el tren, mi vecino el hablador, el insoportable. El viaje fue eterno, el
hombre solo hablaba de mis jóvenes treinta y ocho años, que aproveche, me
decía, que aproveche porque cuando llegara a su edad las cosas podían llegar a
ser muy difíciles: que la jubilación no alcanza, que las mujeres ya no te
miran, que los hijos te dejan solo, que esto y lo otro, y lo otro. Cuando
llegué a casa y me senté en la cama supe que no podía seguir un minuto más así,
con un trabajo despreciable, con una mujer que hacía tiempo desconocía y en una
ciudad horriblemente ruidosa.
Por eso, porque
desde ayer no paro de pensar en lo que siempre quise hacer, es que hoy me pasé
el día recapacitando en todo lo que mi decisión implicaría: tal vez un poco de
tristeza o nostalgia al principio, incertidumbre la mayor parte del tiempo y,
por supuesto, menos comodidades, pero es lo que necesito para volver a ser
feliz. Mañana me voy a ir para siempre.
Recuerdo, ahora
más que nunca, aquella conversación en secreto que tuve con mi abuela cuando
tenía dieciocho años. Estábamos hablando de mi futuro cuando la abuela me tapó
la boca y me dijo que no decidiera nada sin antes hacer una cosa: viajar por el
país, o mejor por el mundo, solo con un par de zapatillas, tres mudas de ropa y
algunas provisiones. La abuela me había desafiado, me había dicho que si
aprendía a arreglármelas con esas pocas cosas y podía ser feliz con lo que me
encontrara en el camino, nada de lo que sucediera al regreso podría superar esa
experiencia. Por supuesto que la idea me había motivado mucho en aquel momento,
pero pasaron los días, las semanas, los meses y la voz de mi papá, alentándome
a seguir una vida de trabajo prometedora, se iba acrecentando y me iba convenciendo...
Y así estoy ahora.
Pero el momento de
terminar con toda esta porquería ha llegado. La noche pasó volando. Claudia se
fue a trabajar hace media hora. Me apresuro a guardar unas pocas cosas en el
bolso azul. Salgo caminando a paso apurado pero tratando de no llamar la
atención de los vecinos. Tomo el metro y en quince minutos llego a lo de
Víctor. Me abre la puerta, en pijama y con cara de dormido. Mi hermano nunca
fue de madrugar. Sin decirme nada me alcanza lo que le pedí ayer por teléfono.
Lo abrazo y le agradezco. –Nos vemos– me dice. Yo digo lo mismo, aunque sé que
no vamos a volver a vernos.
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