miércoles, 28 de agosto de 2013

Una noche cualquiera

Me gusta la primavera, me apasiona e inspira. Sin embargo por un extraño mandato hoy le toca a la tragedia, a la verdad y a la dureza de los hechos, no a la literatura.
Hoy convertiré las palabras en los barrotes de una jaula con el solo fin de inmortalizar el quizás último instante de cordura previo a la sumisión de la carne ante el más cruento flagelo bacteriológico. Por tal motivo esta noche me encuentra sentado a la luz del monitor de la computadora; acompañado de un gato afiebrado y un cortado recién hecho espero calmar la sed de ese cursor vigilante que titila al ritmo de mi ciclotímico corazón.
Recuerdo que las primeras en caer fueron las ratas, cadáveres que pateábamos desoyendo su terrible presagio. Luego llegó el turno de algunos gatos callejeros, de esos que comen de la basura sin problemas. Otra vez, el extraño fenómeno de los animales muertos no llegaba ni a inquietar a los vecinos. Un día de aquellos se reportó una familia de indigentes fallecida sin motivo aparente (nada menos alejado de la cotidianeidad).
Fueron pasando los meses y con ellos crecía el número de víctimas fatales. Marginales, extranjeros, prostitutas, drogadictos y dementes fueron los favoritos de la Parca por ese entonces.
Más tarde llegó el turno de los ancianos, pero nadie alzó la voz. Tal vez no lo notamos, seguro los ignoramos.
Es el día de hoy que no sé como seguirá todo esto, motivo por el cual éste será el descargo de un sobreviviente de un fenómeno tan calamitoso como evitable.
Hace ya unos cuantos años, cierta noche del mes de enero un anónimo visitante llegaba a la ciudad buscando refugio de los refusilos que preludiaban la siguiente temporada de lluvias. El visitante respondía al estereotipo de forastero por entonces reinante; gafas de sol, campera de cuero, motocicleta de estruendosa movilidad y mirada lo suficientemente elevada como para no establecer contacto visual con ningún local, excepto con esas muchachas de faldas diminutas que resplandecen en la nocturnidad de  nuestras calles. Siempre que se le preguntaba su nombre el muchacho explicaba que por razones de seguridad no debería ventilar su identidad. Sólo recuerdo la inicial de su nombre, pero no más allá. La cuestión es que Wilson, o tal vez Washington se alojó en una de las suites más grandes y seguras del hotel en el que yo trabajaba. Esto le valió una cuota extra de respeto y hasta distancia de parte de los trabajadores del hotel, que apenas lo veíamos entrar y salir con tanta prisa como un ave en pleno vuelo.
Un mañana en uno de sus apurones rutinarios Wellington (o quizás Warren) dejó caer por accidente una carpeta al suelo del bar del hotel. Hubo tiempo suficiente para alcanzarle la carpeta  al Señor W., incluso hubiera significado nuestro primer gesto realmente amistoso hacia el forastero, pero los demás empleados y yo, por miedo o superstición decidimos no entrometernos en el trayecto de W. hacia la calle dejando todo como estaba. Colosal error.
Unas horas después del mencionado acontecimiento, mis ojos no pudieron desviarse del objeto en cuestión y la curiosidad se volvió tentación.
Hoy amanecí a las 11:00 a.m., me duele la cabeza y tengo sueño, no entiendo la razón. El gato está durmiendo. Su ronronear casi que logró enternecerme, pero traté de no desconcentrarme y aquí vuelvo a mi historia.
Recuerdo el momento en que mis manos sudorosas hojeaban la carpeta del Sr. W. Parecían los planos de la represa que se construiría río arriba; polémica intervención de la que se sospechaba afectaría en forma sideral la economía de esta ciudad, tan dependiente del afluente de agua pura que por aquí corría. Un espasmo me produjo descubrir al final de todo un sobre a punto del colapso, repleto de montoncitos de miles de dólares cada uno. Así llegué a la conclusión de que W. no era ningún pelagatos. Tras cerrar de un golpe el documento, saciada mi curiosidad me senté tras la barra a la espera de la vuelta de anónimo para entablar con él una mínima conversación y acercarle su pertenencia. No apareció ese día, tampoco al siguiente, ni el día posterior de aquel. Fue entonces, tres días más tarde cuando la radio anunció el hallazgo de un cadáver mutilado en un remanso del Río Séptimo. A partir de aquel día y durante aproximadamente un año todos los habitantes de la ribera no concibieron salir de su asombro. Desde las radios hasta en las escuelas primarias todos debatían hipótesis potables para la aparición del ejecutado. Al parecer cada vecino tenía “un conocido en la fuerza”, cada comerciante sabía de cabo a rabo el nudo real de la cuestión; cada cual sostenía a ultranza su versión, siempre proveniente de “buena fuente”. Versiones, que al fin y al cabo no constituyeron más que habladurías y bagatelas.
Tanta relevancia se le dio al caso que los comunicadores no mencionaron (o más bien ocultaron) el hecho de que la famosa represa jamás había sido construida, sin atreverse tampoco a plantear una posible relación entre ambas causas.
Sólo se dejó de hablar del hallazgo del occiso una vez que los medios se toparon con otra noticia capaz de sensibilizar y mantener expectante a la audiencia. Esa noticia fue la gran inundación, seguramente la más importante en la historia de la región. Tras la temporada de lluvias y gracias tal vez a la brillante ausencia de la represa, el río desbordado terminó por inundar calles, casas y escuelas; dejando como saldo centenares de desaparecidos.
Quiero antes que nada aclararle al lector que no tengo la real certeza de si esta cadena de hechos que acabo de mencionar tiene que ver con la inundación, pero me gusta creerlo y auto convencerme de que todo hubiera sido distinto si esa gorda carpeta llegaba a las manos indicadas.
Tengo calor, algo común de nuestras primaveras, pero me falta el aire… Abrí la ventana, la calle en silencio y la siempre tan concurrida esquina hoy desolada. Respiré hondo, algo mejoró y así volví a la computadora.
Ahora sí, mi memoria colabora. Recuerdo que los investigadores y las fuerzas policiales no pudieron abocarse a su tiempo al asesinato, ya que se encontraban compelidos a las tareas de limpieza y cooperación que la reconstrucción de la ciudad demandaba. Sin embargo, aún sostengo que podrían haber hurgado un poco más en la cuestión, pero no es mi intención analizar el mapa político contemporáneo.
Al llegar a este punto de la historia mi corazón se acelera y me tiembla el pulso. Siento frío, tengo las manos heladas. Mi café cortado tiene menos de la mitad y el gato, como pudo el pobrecito se ha marchado.
Una vez devuelta la armonía, una vez que las piezas se habían acomodado y la gente avizoraba un fructífero porvenir el destino quiso que la peste se instalara por estos lados. Es que junto con el agua, basura, desechos cloacales, animales muertos, alimentos putrefactos y sabrá la Virgen qué otra cosa habían invadido terrenos, salas de primeros auxilios, despensas y plazas. Como era de esperar, por incapacidad o negligencia las autoridades locales no supieron detener a tiempo la propagación de todo tipo de enfermedades y bacilos florecidos tras la retirada del agua.
Realmente se me hace difícil seguir, hace unos minutos que volvieron los dolores de cabeza y me siento como una barra de hielo. A pesar de la estufa, las frazadas y la primavera debo ya estar violeta del frío. Llegado este momento, sentado mi testimonio, aunque más no vaya a significar un velero errante en un océano de retorcidas elucubraciones y falsas teorías de interés económico y político, mi misión está casi completa.
No merece la culpa el Señor W., ni yo tampoco debo martirizarme por la historia. Hoy estoy más allá de tal cosa, todos estamos más allá de lo que ha sucedido aquella vez (o mejor sería decir “lo que pudo no haber sucedido pero de todas formas sucedió”).
No me inquietan los dolores aunque haya perdido la sensibilidad en los dedos, a pesar de que el frío haya penetrado hasta mis huesos, más allá de que los delirios de la fiebre me hayan hecho destruir lo que quedaba de los muebles en busca de algún antídoto.

Siento la lengua pastosa, hace horas que no duermo y ya casi va a amanecer. Estoy empapado de sudor y acabo de sentir el sabor metálico de algunas gotas de sangre que se asomaban por mi boca entreabierta. Ya de rodillas y acorralado por mil demonios, no es un “hasta luego”, esta vez es para siempre…

lunes, 19 de agosto de 2013

Muerte en el tren

A partir de un fragmento breve, los alumnos debían volver a narrar la historia pero de manera extraña, adoptando el punto de vista de alguien que no ha estado presenciando los hechos. A continuación compartimos una resolución exitosa de la consigna.

-Hola…hola…Hola, quien habla? Ah Martita! No hay buena señal acá ¿Cómo andas? Yo bien, bien. En realidad no tanto, o sea yo estoy bien pero Joaquín me tiene algo preocupado ¿Sabes qué me contó el otro día? Mientras viajaba en tren dice que una señora le llamo la atención porque estaba vestida de amarillo, que parecía una gallina amarilla. Ya sé, no es raro vestirse de amarillo, además las gallinas no son amarillas. Pero esperá, escuchá, me contó que le hizo acordar a un drama que fue a ver al teatro, una obra que no le había gustado a sus amigos y se fueron antes de que termine. Sí, nada que ver, pero resulta que la mujer se estaba asfixiando en el piso del tren. Un horror, se había caído asfixiada y todos se aterraron.

La mayoría se fue a buscar ayuda pero él se quedo petrificado en su asiento viendo como se le iba el aire y la cara se le transformaba con  tics nerviosos, puede que te agarren espasmos antes de morir dicen, supongo que será por eso ¿Él? No el no hizo nada hasta el final, y esta es la parte que más me preocupa. Me contó que como se había quedado sin aire, no podría soplar, entonces no podría tocar ningún instrumento salvo que ella misma fuese uno. Entonces probó pero como no emitió sonido le dijo a los demás que estaba muerta.