Me gusta la primavera, me apasiona e inspira. Sin embargo
por un extraño mandato hoy le toca a la tragedia, a la verdad y a la dureza de
los hechos, no a la literatura.
Hoy convertiré las palabras en los barrotes de una jaula con
el solo fin de inmortalizar el quizás último instante de cordura previo a la
sumisión de la carne ante el más cruento flagelo bacteriológico. Por tal motivo
esta noche me encuentra sentado a la luz del monitor de la computadora;
acompañado de un gato afiebrado y un cortado recién hecho espero calmar la sed
de ese cursor vigilante que titila al ritmo de mi ciclotímico corazón.
Recuerdo que las primeras en caer fueron las ratas,
cadáveres que pateábamos desoyendo su terrible presagio. Luego llegó el turno
de algunos gatos callejeros, de esos que comen de la basura sin problemas. Otra
vez, el extraño fenómeno de los animales muertos no llegaba ni a inquietar a
los vecinos. Un día de aquellos se reportó una familia de indigentes fallecida
sin motivo aparente (nada menos alejado de la cotidianeidad).
Fueron pasando los meses y con ellos crecía el número de
víctimas fatales. Marginales, extranjeros, prostitutas, drogadictos y dementes
fueron los favoritos de la Parca por ese entonces.
Más tarde llegó el turno de los ancianos, pero nadie alzó la
voz. Tal vez no lo notamos, seguro los ignoramos.
Es el día de hoy que no sé como seguirá todo esto, motivo
por el cual éste será el descargo de un sobreviviente de un fenómeno tan
calamitoso como evitable.
Hace ya unos cuantos años, cierta noche del mes de enero un
anónimo visitante llegaba a la ciudad buscando refugio de los refusilos que
preludiaban la siguiente temporada de lluvias. El visitante respondía al
estereotipo de forastero por entonces reinante; gafas de sol, campera de cuero,
motocicleta de estruendosa movilidad y mirada lo suficientemente elevada como
para no establecer contacto visual con ningún local, excepto con esas muchachas
de faldas diminutas que resplandecen en la nocturnidad de nuestras calles. Siempre que se le preguntaba
su nombre el muchacho explicaba que por razones de seguridad no debería
ventilar su identidad. Sólo recuerdo la inicial de su nombre, pero no más allá.
La cuestión es que Wilson, o tal vez Washington se alojó en una de las suites
más grandes y seguras del hotel en el que yo trabajaba. Esto le valió una cuota
extra de respeto y hasta distancia de parte de los trabajadores del hotel, que
apenas lo veíamos entrar y salir con tanta prisa como un ave en pleno vuelo.
Un mañana en uno de sus apurones rutinarios Wellington (o
quizás Warren) dejó caer por accidente una carpeta al suelo del bar del hotel.
Hubo tiempo suficiente para alcanzarle la carpeta al Señor W., incluso hubiera significado
nuestro primer gesto realmente amistoso hacia el forastero, pero los demás
empleados y yo, por miedo o superstición decidimos no entrometernos en el
trayecto de W. hacia la calle dejando todo como estaba. Colosal error.
Unas horas después del mencionado acontecimiento, mis ojos
no pudieron desviarse del objeto en cuestión y la curiosidad se volvió
tentación.
Hoy amanecí a las 11:00 a.m., me duele la cabeza y tengo
sueño, no entiendo la razón. El gato está durmiendo. Su ronronear casi que
logró enternecerme, pero traté de no desconcentrarme y aquí vuelvo a mi historia.
Recuerdo el momento en que mis manos sudorosas hojeaban la
carpeta del Sr. W. Parecían los planos de la represa que se construiría río
arriba; polémica intervención de la que se sospechaba afectaría en forma
sideral la economía de esta ciudad, tan dependiente del afluente de agua pura
que por aquí corría. Un espasmo me produjo descubrir al final de todo un sobre
a punto del colapso, repleto de montoncitos de miles de dólares cada uno. Así
llegué a la conclusión de que W. no era ningún pelagatos. Tras cerrar de un
golpe el documento, saciada mi curiosidad me senté tras la barra a la espera de
la vuelta de anónimo para entablar con él una mínima conversación y acercarle
su pertenencia. No apareció ese día, tampoco al siguiente, ni el día posterior
de aquel. Fue entonces, tres días más tarde cuando la radio anunció el hallazgo
de un cadáver mutilado en un remanso del Río Séptimo. A partir de aquel día y
durante aproximadamente un año todos los habitantes de la ribera no concibieron
salir de su asombro. Desde las radios hasta en las escuelas primarias todos
debatían hipótesis potables para la aparición del ejecutado. Al parecer cada
vecino tenía “un conocido en la fuerza”, cada comerciante sabía de cabo a rabo
el nudo real de la cuestión; cada cual sostenía a ultranza su versión, siempre
proveniente de “buena fuente”. Versiones, que al fin y al cabo no constituyeron
más que habladurías y bagatelas.
Tanta relevancia se le dio al caso que los comunicadores no
mencionaron (o más bien ocultaron) el hecho de que la famosa represa jamás
había sido construida, sin atreverse tampoco a plantear una posible relación
entre ambas causas.
Sólo se dejó de hablar del hallazgo del occiso una vez que
los medios se toparon con otra noticia capaz de sensibilizar y mantener expectante
a la audiencia. Esa noticia fue la gran inundación, seguramente la más
importante en la historia de la región. Tras la temporada de lluvias y gracias
tal vez a la brillante ausencia de la represa, el río desbordado terminó por
inundar calles, casas y escuelas; dejando como saldo centenares de
desaparecidos.
Quiero antes que nada aclararle al lector que no tengo la
real certeza de si esta cadena de hechos que acabo de mencionar tiene que ver
con la inundación, pero me gusta creerlo y auto convencerme de que todo hubiera
sido distinto si esa gorda carpeta llegaba a las manos indicadas.
Tengo calor, algo común de nuestras primaveras, pero me
falta el aire… Abrí la ventana, la calle en silencio y la siempre tan
concurrida esquina hoy desolada. Respiré hondo, algo mejoró y así volví a la
computadora.
Ahora sí, mi memoria colabora. Recuerdo que los
investigadores y las fuerzas policiales no pudieron abocarse a su tiempo al
asesinato, ya que se encontraban compelidos a las tareas de limpieza y
cooperación que la reconstrucción de la ciudad demandaba. Sin embargo, aún
sostengo que podrían haber hurgado un poco más en la cuestión, pero no es mi
intención analizar el mapa político contemporáneo.
Al llegar a este punto de la historia mi corazón se acelera
y me tiembla el pulso. Siento frío, tengo las manos heladas. Mi café cortado
tiene menos de la mitad y el gato, como pudo el pobrecito se ha marchado.
Una vez devuelta la armonía, una vez que las piezas se
habían acomodado y la gente avizoraba un fructífero porvenir el destino quiso
que la peste se instalara por estos lados. Es que junto con el agua, basura,
desechos cloacales, animales muertos, alimentos putrefactos y sabrá la Virgen
qué otra cosa habían invadido terrenos, salas de primeros auxilios, despensas y
plazas. Como era de esperar, por incapacidad o negligencia las autoridades
locales no supieron detener a tiempo la propagación de todo tipo de
enfermedades y bacilos florecidos tras la retirada del agua.
Realmente se me hace difícil seguir, hace unos minutos que
volvieron los dolores de cabeza y me siento como una barra de hielo. A pesar de
la estufa, las frazadas y la primavera debo ya estar violeta del frío. Llegado
este momento, sentado mi testimonio, aunque más no vaya a significar un velero
errante en un océano de retorcidas elucubraciones y falsas teorías de interés
económico y político, mi misión está casi completa.
No merece la culpa el Señor W., ni yo tampoco debo
martirizarme por la historia. Hoy estoy más allá de tal cosa, todos estamos más
allá de lo que ha sucedido aquella vez (o mejor sería decir “lo que pudo no
haber sucedido pero de todas formas sucedió”).
No me inquietan los dolores aunque haya perdido la
sensibilidad en los dedos, a pesar de que el frío haya penetrado hasta mis
huesos, más allá de que los delirios de la fiebre me hayan hecho destruir lo
que quedaba de los muebles en busca de algún antídoto.
Siento la lengua pastosa, hace horas que no duermo y ya casi
va a amanecer. Estoy empapado de sudor y acabo de sentir el sabor metálico de
algunas gotas de sangre que se asomaban por mi boca entreabierta. Ya de
rodillas y acorralado por mil demonios, no es un “hasta luego”, esta vez es
para siempre…
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