domingo, 26 de mayo de 2013

Imprevisible


Salí temprano. El andén a esa hora me parecía ajeno. Constitución me dio la sensación de las cosas ya conocidas, pero que bajo otra luz parecen extrañas. Escuché el sonido de las ruedas golpeando los rieles y me apuré. Los vagones, despoblados, se veían mucho más lamentables. No tardé en encontrar el tercer asiento vacío.
Enfrente una mujer leía una revista. El vidrio estaba empañado y en el asiento de al lado alguien había olvidado una agenda. La tomé y la mujer siguió con su lectura. En verdad no quería que fuese de ella, así que omití interrumpirla con preguntas.
Bajé en la estación de Banfield con la agenda en la mochila. Caminé unas cuadras frías y llegué a casa. Me esperaba una pila de platos sucios y ninguna otra cosa. No quise abrir la agenda y matar la incertidumbre. Quizás eso podía hacerme sentir un poco más vivo, un poco menos solo. Me entusiasmaba pensar que tenía en mis manos algo que otra persona buscaba. Restituirla y convertirme en una especie de héroe absurdo.
Me reí y tiré la agenda en la mesa. Escuché el silencio que había quedado después de la risa y el golpe seco.
Empujé las cosas que había en el sillón y me acosté. Miré la agenda desde lejos, su tapa gris inmaculada.
Empecé a imaginarme el mundo que podía contener. A jugar con sus lugares, con las breves historias de sus hojas. Me olvidé de mis problemas para concentrarme en los de un completo desconocido.
Pasé las horas construyendo al dueño ideal, escapándome de mis preocupaciones.
Imaginaba una mujer que leyera libros en viajes de colectivo, que juntase platos sucios. Que anotara ideas sueltas, desordenadas como yo. Algo demasiado anárquico para alguien que lleva agenda.
Me decepcionó entender que quizás la dueña sería dueño. Que probablemente llevase una vida metódica, previsible, estructurada como las que jamás entendí.
Miré por la ventana, el cielo recobraba su color. Tomé unos mates y salí para Constitución.
Iba por el andén buscando caras y subí al tren.
Caminé hasta el tercer asiento. Al lado de la ventana empañada dejé la agenda. La dejé tal como me había encontrado.

martes, 21 de mayo de 2013

Reflexiones*


        Solía aburrirme en mi pueblo, deseaba con impaciencia el día en el que por fin pudiera dejarlo atrás y partir hacia el vértigo de la ciudad. Cuando eso pasó, fue tan grande mi emoción que pasé meses enteros sin querer notar la realidad. Había en mí, perdida en las profundidades, una molestia, una pequeña voz que murmuraba sin ser oída. Los días pasaban y al ver que era ignorada fue elevando su volumen hasta convertirse en un grito desesperado, imposible de callar. Quería que al menos lo admitiera, le diera la razón aunque fuera en voz baja. Extrañaba mi casa. Sentía nostalgia por mi pueblo. Me arrepentía de haberme ido de esa manera, de haber cruzado el río y quemado el barco.
Mi orgullo sufrió un golpe brutal, todas mis esperanzas e ilusiones se desmoronaron y dejaron paso al desconsuelo. Una vez que la resignación me cubrió por completo cambié mi estado a automático y dejé que la rutina fluyera. Iba a la facultad, cumplía con mis obligaciones. Iba al trabajo, cumplía con mis obligaciones. Cuando las cuentas dejaron de cerrar y las facturas se fueron acumulando, abandoné los estudios y dupliqué mi horario laboral. Trabajaba en una oficina por la tarde y en un bar por la noche. Los días pasaban grises y monótonos mientras me iba trasformando en alguien triste, sombrío y solitario.
La gente que había conocido hasta entonces dejó de hablarme. Al principio saludaban, hacían algún  gesto cordial desde la distancia. A medida que mi metamorfosis fue haciéndose más y más evidente comenzaron a ignorarme. En contadas ocasiones volví a cruzármelos en la calle, entonces desviaban la mirada y casualmente, esa vereda ya no les complacía. Lo entendía, hasta me parecía una decisión inteligente dado el contexto. Fue en esa época en la que también dejé de mirarme en los espejos. Deseaba evitar mi imagen reflejada ya que estaba seguro de que vería lo que a los demás atemorizaba y repelía, y peor aún, que me agradaría.
Después de años llegué a una conclusión: no importa de quién estemos hablando, no importa el empleo que hayas conseguido, el barrio en el que vivas, que conduzcas un último modelo o soportes el transporte público diariamente. Buenos Aires condiciona todo el resto. Actúa como una especie de sombra que inevitablemente avanza sobre vos, irrefrenable, y va oscureciendo cada aspecto positivo, cada pequeña alegría o placer cotidiano.


*Relato inspirado en la lectura de la novela Salvatierra de Pedro Mairal

sábado, 11 de mayo de 2013

Fugaz*


Lo oscuro de su piel nos servía para camuflarnos en la noche, la suya y la mía se fusionaban ocultándonos perfectamente. Escondidos entre arboles y penumbras, fueron pocas las veces que nos encontramos. Un pasar negro para quien desde afuera opina. Desde mi punto de vista, pocas veces alguien debe haber brillado como nosotros al contactarnos.
                Luego de cada encuentro cruzaba el charco, volvía a casa y a la rutina, a la realidad. Las responsabilidades desgastaban el resplandor en mi alma. Cada vez que volvíamos a vernos, la luz que proyectábamos aumentaba. Se reproducía en la luna, en las estrellas, reflejándose en el inmenso río cada vez más cerca del otro lado. Lo oscuro de su piel ya no nos servía para escondernos, todo se tornaba cada vez más evidente.
Emitía tanta luz como una de esas estrellas que pasa cada años, un cometa encendido que se ve pocas veces en vida. Tuve la suerte de ser receptor de tan enorme espectáculo, espectador único de la belleza prendida fuego.
Pero las estrellas fugaces tienen tanto de épico como de pasajero. Se dice que al ver una, uno debe estar atento, ser rápido para pedir deseos. No me creerían si les contara la cantidad de veces que rendido frente a ella deseé tenerla para toda la vida.
Me dejé estar. Confié en su estelar magia en vez de ocuparme yo mismo de retenerla para siempre. O tal vez fue cobardía. No pude darme el lujo de dejar un poco de lado las responsabilidades, no me animé.
  Dejarla sola a la deriva me dejo solo a mí también. Siempre la recuerdo por el brillo en su sonrisa, la claridad de las palabras. Y yo no era participe de esa luz, vivía solo en ella, era demasiado para mí al fin y al cabo.
Volví a mi vida normal sin despegarme jamás del recuerdo. Cada vez que creo ver asomarse por la noche alguna fugaz estrella bajo la mirada. Su resplandor encandila mis sentidos. No puedo mirarla como no pude mirar los ojos de ella el día que partí.
                En parte, también, puedo sentirme traicionado. De las incansables veces que lo deseé frente a ella, jamás lo cumplió.
Comprobé así que aquel cuento de las estrellas mágicas es tan solo un mito. Y tal vez ella también fue un mito, de esos inmensos, imposibles de olvidar. 

*Relato inspirado en la lectura de la novela Salvatierra de Pedro Mairal

Vivir el río*


Desperté sudado y agitado. La madrugada era aún más noche que día. Pude haber estado dormido horas, tal vez días, tal vez años o décadas. Sentía en mí el pesar de un recuerdo tormentoso, confuso. Parecía allí, uno de los tantos pescadores borrachos que acostumbran finalizar sus largos días intentando apaciguar sus pesados sueños, sus prolongadas pesadillas, acurrucándose en el pecho del río, como un niño con su padre.
Pero yo no era ningún borracho, ni mucho menos pescador ¿Cómo alguien puede dedicarle la vida misma a una simple acumulación de agua? ¿Cómo se puede ver pasar la vida entera como si fuera el nado de un pez insulso, sin objetivos, sin metas? Siempre agradecí no haber heredado esa inútil pasión de mi padre. Siempre valoré, como uno de los aciertos más grandes de mi vida, el hecho de haber tenido la voluntad suficiente para huir de ese destino mediocre en busca de verdaderos objetivos.
La noche era oscura como pocas veces vi. Las estrellas parecían haberse apagado para la ocasión y la luna, en su más remoto cuarto creciente, se reflejaba apenas sobre el agua. La arena metida en mi nariz me impedía respirar normalmente  -de hecho creo que esa fue la verdadera razón de mi despertar-, pero el olor putrefacto que arrastraba el frío viento de playa ingresaba igual por mis orificios nasales desplegándose por todo mi interior, haciendo retorcer cada uno de mis órganos. Jamás había sentido un olor similar, era como la muerte hecha sentido.
¿Y qué hacía yo ahí entonces?  ¿Cómo podía yo encontrarme en ese estado? Un escribano de ciudad que había venido a visitar su pueblo natal tan solo para resolver algunas cuestiones de su padre muerto, ahora se encontraba despertando a orillas del río en plena madrugada sin saber cómo, por qué ni cuándo, había llegado allí.
Decidí incorporarme entonces. Me senté sobre la arena fría y lavé mi cara con el agua turbia de la orilla. Al pequeño reflejo lunar, pude observar varios moretones en mi cuerpo, rasgaduras y cortes sangrientos infectados. Me hallaba desnudo también.
Lo último que recordaba era aquel viaje en bote entre la espesa niebla trayendo de regreso la tela faltante. Aquella conversación donde mi hermano pregunto al negro pescador si sabía algo de su padre. Era mudo contestó. Mudo como mi padre, como el padre de mi hermano y como el padre de mi otro hermano compartiendo aquella embarcación.
Al pararme el olor se hizo cada vez más intenso. Tenía mucha sed. Bebí del río y definitivamente comprobé que lo podrido no era él, así que comencé a caminar olfateando el rastro de aquel mortal aroma.
Mi padre, su padre y ahora el padre del otro también, jamás comprendió nuestra partida. Él esperaba a un hijo como la representación en vida de su obra de arte. Para él su vida fue el río. Los obstáculos de la vida le impidieron vivir su vida como hubiera deseado. Así que vivió su río a través de aquella tela. Siempre deseó que sus hijos, o al menos uno, viviera al río como él, pero en carne y hueso. Se defraudó completamente al ver como sus dos muchachos marchaban sin ni siquiera intentarlo. Se defraudó en vano. Sin enterarse procreó, a escondidas, a oscuras, aquél hijo que tanto deseaba.
La peste era cada vez mayor al acercarme. Al mismo tiempo que un par de estrellas parecieron iluminarse para mostrarme el panorama, en mi interior las luces se apagaban, los recuerdos terminaban.
Nunca quise defraudar a mi padre. Su muerte solitaria cayó en mi espalda a latigazos. Esa culpa carcomió mi cerebro hasta llevarlo a la locura.
Vestido de traje y corbata allí estaba mi reciente y antiguo hermano. Las dos estrellas mostraron el estomago tajeado. Las moscas revoloteaban sobre el pálido rostro negro.
No solo maté a mi hermano en aquella sombría orilla. Maté también, mi vida de edificio, mis sueños personales. Castigué a mi conciencia a someterse a la más profunda de las oscuridades matándome a mí mismo. De ahora en más viviré la vida de Salvatierra. Viviré su oscura tela. Viviré el río.

*Relato inspirado en la lectura de la novela Salvatierra de Pedro Mairal