martes, 21 de mayo de 2013

Reflexiones*


        Solía aburrirme en mi pueblo, deseaba con impaciencia el día en el que por fin pudiera dejarlo atrás y partir hacia el vértigo de la ciudad. Cuando eso pasó, fue tan grande mi emoción que pasé meses enteros sin querer notar la realidad. Había en mí, perdida en las profundidades, una molestia, una pequeña voz que murmuraba sin ser oída. Los días pasaban y al ver que era ignorada fue elevando su volumen hasta convertirse en un grito desesperado, imposible de callar. Quería que al menos lo admitiera, le diera la razón aunque fuera en voz baja. Extrañaba mi casa. Sentía nostalgia por mi pueblo. Me arrepentía de haberme ido de esa manera, de haber cruzado el río y quemado el barco.
Mi orgullo sufrió un golpe brutal, todas mis esperanzas e ilusiones se desmoronaron y dejaron paso al desconsuelo. Una vez que la resignación me cubrió por completo cambié mi estado a automático y dejé que la rutina fluyera. Iba a la facultad, cumplía con mis obligaciones. Iba al trabajo, cumplía con mis obligaciones. Cuando las cuentas dejaron de cerrar y las facturas se fueron acumulando, abandoné los estudios y dupliqué mi horario laboral. Trabajaba en una oficina por la tarde y en un bar por la noche. Los días pasaban grises y monótonos mientras me iba trasformando en alguien triste, sombrío y solitario.
La gente que había conocido hasta entonces dejó de hablarme. Al principio saludaban, hacían algún  gesto cordial desde la distancia. A medida que mi metamorfosis fue haciéndose más y más evidente comenzaron a ignorarme. En contadas ocasiones volví a cruzármelos en la calle, entonces desviaban la mirada y casualmente, esa vereda ya no les complacía. Lo entendía, hasta me parecía una decisión inteligente dado el contexto. Fue en esa época en la que también dejé de mirarme en los espejos. Deseaba evitar mi imagen reflejada ya que estaba seguro de que vería lo que a los demás atemorizaba y repelía, y peor aún, que me agradaría.
Después de años llegué a una conclusión: no importa de quién estemos hablando, no importa el empleo que hayas conseguido, el barrio en el que vivas, que conduzcas un último modelo o soportes el transporte público diariamente. Buenos Aires condiciona todo el resto. Actúa como una especie de sombra que inevitablemente avanza sobre vos, irrefrenable, y va oscureciendo cada aspecto positivo, cada pequeña alegría o placer cotidiano.


*Relato inspirado en la lectura de la novela Salvatierra de Pedro Mairal

No hay comentarios:

Publicar un comentario