Entre 1993 y 1996 tuve una casa de
fotografía. Eran otras épocas esas, las analógicas. Después todo se fue
deteriorando y tuve que dejarlo.
No me pasé una vida soñando con
tardes a oscuras y con los dedos manchados de tinta. El local me llegó bastante
“de arriba” y no solo me vino bien, sino
que también terminó por gustarme.
Día tras día me levantaba, caminaba
al laburo, atendía a un considerable número de clientes hasta el mediodía,
almorzaba y seguía atendiendo. La seguridad de la monotonía era reconfortante.
Cada tanto alguna jovencita se me quedaba mirando o se escandalizaba por un
momento. Luego refunfuñaba algunas palabras poco apropiadas para una señorita y
nunca la volvía a ver. Es increíble lo hipócrita que puede ser la gente.
Incluso en esta época democrática y de “nuevos valores”. En fin, no todos somos
iguales.
Durante la noche solía quedarme hasta
altas horas encerrado en el cuarto oscuro, trabajando. Tras el final abrupto de
mi última relación, no tenía mucho que hacer. Mi novia, María, se había ido
hacía un par de meses. Cuando me dejó tuve una crisis nerviosa y estuve unos
días en el hospital. Después de dormir 36 horas seguidas (gracias a algún
fármaco legal) desperté solo y rodeado de ese perfume dulzón que usaba siempre.
Supuse que ella había pasado la noche en vela, en mi cuarto, llena de culpa por
todas sus acciones. La imaginaba, con el torso inclinado sobre mi cama, con la
cabeza gacha y la cara oculta entre las manos. No recordaba su rostro. Fue como
si mi cuerpo rechazara esa imagen que tanto dolor me había causado. Solo volvía
a mí ocasionalmente ese aroma que me volvía loco.
El cuarto oscuro funcionaba para mí
como un refugio, como una pequeña
buhardilla en la cima de una casa, alejada de los gritos y los problemas.
Estábamos solo yo y mis instrumentos, frente a un misterio por develar.
Fantaseaba ser un médico en una fría habitación de la morgue, sin nadie que me
critique, sin nadie que se me oponga. Los cuerpos de mis pacientes yacían
inmóviles frente a mi ilimitada capacidad para descubrir los secretos que
fielmente guardaban entre las sombras. Los finales de sus historias estaban en
mis manos. Y yo los manipulaba a mi antojo.
Las imágenes se repetían: el infante
sobre la cama de los padres, la abuela celebrando su probable último cumpleaños,
las primeras vacaciones con la novia. Imaginaba como debían ser sus vidas, las
reales, no solo esos momentos fingidos, los que no se quiere recordar (y mucho
menos inmortalizar). El secado de la última tanda tomaba unos 20 minutos, en
los que salía a fumar un cigarrillo y terminaba llevándome 10 a la boca, uno
tras otro.
Una madrugada, cuando ya estaba por
colocar las últimas copias en su sobre, me encontré con ella. Con el pelo
suelto sobre los hombros y el flequillo enmarcando los deslumbrantes ojos
azules. Me regalaba una sonrisa desde el otro lado del papel, me la dedicaba
solo a mí. Detrás de aquel involuntario tatuaje (quizá la marca de una vida
bien vivida o la cicatriz que deja un accidente) se adivinaba la sinceridad de
su gesto, cálido e invitante. Para mí era única, única y hermosa. Sonreía solo
para mí, porque solo yo podría comprenderla.
Me abalancé sobre las otras fotos,
ordinarias en su mayoría, salvo, por supuesto, en las que estaba ella. El
nombre de un tal “Pablo” figuraba en el sobre. Quizá eran amigos, al menos nada
probaba lo contrario
La mañana siguiente fue desesperante.
Aguardaba con ansias lo que sabía improbable. La tensión fue subiendo durante
todo el día. Pasado el mediodía me convencí de que no iba a venir nadie por las
fotografías y hasta pensé en llamar al número de contacto. Finalmente cerca de
las cuatro de la tarde apareció el hombre. Mi decepción no fue tan grande como
el odio que me corrió por las venas. Alto, fornido, con los músculos atrofiados
por el gimnasio o los anabólicos y el pelo ridículamente sostenido con gel. En
otras palabras: el perfecto inútil que trata a las mujeres como objetos
diseñados para sostener su ego, en todo sentido. Detestaba a esos especímenes y
no podía concebir la idea de que él fuera el responsable del encuentro con esa
muñequita. Me pagó las copias y me dejó
un nuevo rollo. Bajé la persiana del local dos horas antes de lo habitual y corrí
escaleras arriba.
Mientras el agua corría sobre las
nuevas copias removiendo el exceso de fijador del papel, confirmé mis
sospechas. La bestia la sostenía entre sus brazos, tocándola y besándola. La
estaba profanando y encima tenía la desfachatez de enviarme las pruebas. Me
invadió la rabia.
***
El musculoso se convirtió en mi mejor
cliente: traía un rollo nuevo cada 5 ó 6 días. Como no notó el faltante de la
copia destruida, cada tanto elegía alguna fotografía bonita de ella y la
guardaba para mi colección personal. Podría haber hecho mis propias copias
desde el negativo, pero disfrutaba ver al grandulón revisar rápidamente su
pedido sin ni siquiera notar la ausencia. Probablemente la misma atención que
le prestaba a ella. Al cabo de un par de meses había cubierto la mitad de mi
pared con las fotos robadas.
Hubiera seguido así durante años, sin
animarme a nada más, si no hubiese sido por el cambio que percibí en ella.
Progresivamente esa luz que emanaba fue apagándose. Sus sonrisas se volvieron
más escasas hasta desaparecer por completo y su rostro se llenó de sombras,
arrugas y ojeras. Estaba cansada y abatida y la situación parecía empeorar cada
vez más.
Me pasaba todos los días pensando en
ella, elaborando hipótesis sobre lo que le debía estar pasando, ideando planes
irrealizables para ayudarla. Me quedaba tirado en la cama mirando sus fotos por
horas, sufriendo por mi amada. No podía concentrarme en el trabajo, así que
dejé de abrir el local los días que no esperaba a Pablo.
El punto final lo puso la última toma
del rollo de 36. Era una imagen tan cautivante como dolorosa de ver. Tenía la
cabeza recostada sobre la almohada, los ojos cerrados y el pelo hacia un lado.
Sus dedos se deslizaban fuera de la vista y por debajo de su rostro, pero parte
de la palma y la muñeca quedaban en primer plano. Las desagradables marcas
dejaban poco lugar a la imaginación. Tenía que hacer algo.
***
Salí poco después que él, lo seguí
con el auto y lo vi estacionarlo en su garage. Traté de pasar
inadvertido mientras me acercaba hasta tener una buena vista de la ventana. Pablo
estaba parado, con ella arrodillada en frente suyo. Sus gritos llegaban hasta
mis oídos como un sonido ininteligible, sus gestos eran universalmente
comprensibles. Estaban discutiendo, o más bien, él discutía y ella sólo
escuchaba en silencio. El bárbaro levantó una mano en dirección al rostro de su
víctima y me forzó a apartar la mirada. Cuando retomé la escena él ahora se
ubicaba detrás de ella con una gruesa soga en la mano.
Minutos después salió de la
habitación y poco más tarde de la casa, en el mismo auto con el que llegó. No
desperdicié un segundo, rodeé la casa, entré por la puerta del jardín y
atravesé todos los cuartos hasta llegar al comedor. Corrí dispuesto a liberarla
de su tortura. Quería salvarla. Quería ser su héroe. Cuando abrí la puerta de
la sala donde ella estaba me embriagó un fuerte aroma frutal. Y entonces la vi.
Arrodillada en el piso, con las manos
sujetas en la espalda, el torso inclinado hacia adelante y la cabeza gacha.
Miré sus rizos dorados, nada me parecía real. ¿Acaso usaba una peluca…? Cuando
levantó la mirada, noté que además sus maravillosos ojos azules eran producto
de lentes de contacto. La muchacha repentinamente liberó su mano derecha y la
extendió para que la ayudara a ponerse de pie. No entendía que estaba pasando.
¿No la había atado Pablo?
Con la misma mano se retiró la peluca
y dejó ver un largo pelo castaño que me era muy familiar.
- -Gracias
por venir, Javier.
La inconfundible voz de María resonó
en la habitación al mismo tiempo que dejaba ver el filo del cuchillo que
sostenía en su mano izquierda.
- -Ahora
te toca a vos.
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