domingo, 15 de diciembre de 2013

Imaginación

           

 Se dice muchas veces que una fotografía es, o debe ser, un retrato perfecto de la realidad. Su característica icónica, donde las imágenes preservan alguna relación con alguna propiedad del objeto real, hace que la fotografía se pose a la vanguardia de aquellas formas artísticas que dicen pretender contar explícitamente lo que sucede en la realidad.  Pero ¿Qué genio o Dios artístico es aquel capaz de representar exactamente cada detalle de ese hecho real que pretende mostrar? ¿Existe en el corto mapa de las capacidades humanas semejante don?
           
            Se dice también, y prefiero situarme aquí, que un hecho en sí mismo no existiría de no ser por el relato que lo describe. El ojo humano continuamente capta situaciones, en la calle, en su casa, en el teatro, en donde sea, y las filtra en su mente, en sus valores morales, en su ideología, para poder relatar estas situaciones. Este relato, entonces, estará siempre empapado de todo esto. Los relatos son siempre subjetivos. Ahora, si agregamos a este filtro mental los dotes técnicos propios del artista, lo que saldrá será un relato artístico subjetivo en su más amplia gama de formas: desde la música, hasta la literatura, pasando por la fotografía o la danza. Situado en su lugar de filtro de la realidad y asumiendo con todo honor este lugar, el artista construirá el relato con un determinado objetivo y, así, decidirá que mostrar y que ocultar para intentar dar luz, a su manera, a aquella situación a relatar.
           
            Pero este no es, ni intenta ser, un reglamento a seguir por aquellos artistas que pretendan ser artistas subjetivos. Sentar mi posición acerca de la eterna discusión entre objetivismo y subjetivismo, encontrar mi lugar en donde situarme para filtrar la discusión, me llevó a pensar en lo rico que resulta para el receptor contemplar, leer o escuchar, alguna obra de dicho arte subjetivo y en lo aburrido que resulta para este, hacerlo con una obra que supuestamente muestra la realidad absoluta. Entender que una obra es siempre un relato subjetivo de una realidad, es hacerse parte de esa obra, es apropiarse del mensaje que ha intentado mandar el artista para decodificarlo en nuestra mente, a nuestro modo. Entender que la obra no muestra fidedignamente los hechos, si no que es un relato de ellos, es entender que allí, en esa obra, hay siempre algo oculto, algo que pasó y que no se reflejó en la obra, por elección del artista o por mera casualidad. Entender este aspecto ocultador de la obra de arte abre paso a una de las cualidades más bellas de la mente humana: la imaginación. Es aquí donde la cadena comunicativa comenzada por el artista se completa y el espectador forma parte realmente de ella, reproduciendo en su mente o, a su vez, relatando a otras personas aquel relato, que ha sido producido por el artista, a su manera. ¿Qué sería de una letra supuestamente inentendible del Indio Solari o una de las más lisérgicas de Lennon, si los artistas nos contaran exactamente lo que quisieron decir, por qué y para qué? Se perdería la magia de esas poesías, se acabaría la interpretación, se dejarían de escuchar, serían aburridas. ¿Qué sería de “A Sangre Fría” si Capote se hubiera arrogado la capacidad de estar mostrando exactamente lo que ha pasado en ese asesinato? ¿Cómo podría un receptor imaginar la vida que atravesó Perry Smith para terminar cometiendo el crimen si Capote no hubiera sabido elegir que mostrar y que ocultar de la vida del mismo? ¿O acaso los zapatos de campesino pintados por Van Gogh son simplemente zapatos de campesino y no llevan consigo todo lo que el receptor puede imaginar de la vida que han tenido esos zapatos y su portador? Lo bello y mágico del arte reside aquí, en la manera en que cada artista debe elegir que ocultar en su obra para intentar guiar al espectador en un determinado camino. Más bello y mágico aún, es entender que el espectador puede terminar completando el relato, mediante su imaginación, de manera completamente distinta a las intenciones del autor
           
            Sin embargo, y como dije al principio, la fotografía parece haberse parado en ese espacio vacío que habían dejado las formas artísticas hasta su llegada: el espacio de la objetividad. Sus imágenes, en relación con propiedades de la realidad, parecen mostrar exactamente lo que pasa en ella. Luego de todo lo dicho, esta de más plantear mi postura respecto a esto.
           
            Hurgando en cajones viejos, encontré una fotografía de hace unos ochenta años: en ella están mi abuelo a sus cinco años, su padre y otro hombre. Lógico es que yo si se algunas de las cosas que sucedían allí. Pero decir que se exactamente todo sería una mentira inmensa. Todo lo que yo se de esa imagen y de la infancia de mi abuelo lo se gracias a relatos de mi madre, de mi abuela o de mi propio abuelo. Todos son relatos, relatos subjetivos. Y yo tengo mi propio relato. Yo imagino, al ver la fotografía, lo que puede haber sucedido allí, lo que quiso mostrar el fotógrafo. No lo se, lo supongo, conjeturo. Y allí está lo bello del arte, impregnado en la expresión fotográfica, permitiendo al receptor despertar su poder imaginativo.
           
            Para hacer mas clara mi postura, propongo pensar a esta fotografía en manos de alguien ajeno a mi familia y a los conocimientos del contexto de la infancia de mi abuelo. Allí, esta persona, puede ver (imaginar) a un ciudadano de Buenos Aires con su único hijo pequeño, quién vive una feliz infancia y libre, junto a otro familiar, parados frente al negocio próspero que da grandes frutos y rienda suelta a la alegría y tranquilidad por la que transita esta familia de la clase media argentina. Esta feliz descripción puede verse contrapuesta por una más triste, donde el receptor podría ver (imaginar) un inmigrante europeo llegado hace algunos años a un pueblito del interior, junto a uno de sus tantos hijos, quién no come hace tres días y se ha metido en la foto por mera travesura, y su socio del negocio que da pocos frutos y que, los que da, son apostados en una mesa de apuestas alcoholizadas que desvirtúa la alegría y tranquilidad de la familia.
           
            Un receptor puede relatar lo que oculta esta fotografía acercándose mucho a lo que realmente ha sucedido, pero jamás contará todo lo que allí pasó. Es que ni el mismo fotógrafo supo que era lo que allí pasaba en serio, porque ni el niño ni su padre ni la otra persona relatarían los hechos de la misma manera. En este sentido, la fotografía también es un relato subjetivo de los hechos.
           
            El arte lleva consigo la poderosa fuerza de transmitir imaginación. Es potestad del artista elegir que función cumplirá esa fuerza. Una vez recibida esa imaginación puede tomar diferentes formas de las que tomó en su origen en el artista: puede formar otro relato, otro pensamiento y hasta otra obra.
           
            Tratar de esclarecer completamente lo que una obra lleva consigo u oculta, tratar de encontrar el reflejo perfecto de la realidad en una obra artística es como tratar de ver los dos lados de la luna al mismo tiempo. Tratar de desentrañar las intenciones de producción propias del artista que se ocultan detrás de su obra, es tan imposible como tratar de darle una conclusión a este ensayo que trata, justamente, de dejar libre al artista para producir desde su lugar con sus propias intenciones. Dejar de querer saber y entender  todas las intenciones del artista, dejar de querer encontrar un reflejo exacto en la realidad, es darle lugar al mejor y más bello efecto producido por el arte. Lo mejor será simplemente dar rienda suelta a nuestra imaginación.

Un mar de incertidumbres


NECESITO del mar porque me enseña:
No sé si aprendo música o conciencia:
No sé si es ola sola o ser profundo
O sólo ronca voz o deslumbrante
Suposición de peces y navíos[1].

            Con esta imagen en mis manos, las palabras de Neruda arriban a mi mente. La inmensidad del mar que la mujer de la foto está observando hace florecer en mí inexplicables preguntas. ¿Qué ve mientras el sol se esconde debajo del mar? ¿Estaría imaginando su futuro con aquella persona que captó ese instante tan preciado e íntimo?
            Imaginamos todo el tiempo. Creamos en nuestra mente imágenes o representaciones de cosas o personas. A veces reales o irreales.  Sucesos no tan lejanos que nos permiten viajar en el tiempo. Viajar y posicionarnos más allá de nuestro horizonte. Constantemente soñamos despiertos, proyectamos nuestro futuro, ansiamos estar un paso más adelante para poder saber cómo será el mañana.
Así como Neruda necesita del mar porque le enseña, es como un  hijo necesita de su madre para crecer. Aprende como surfear las olas más altas, cómo nadar a contra corriente en medio de un canal, cómo reaccionar cuando una ola lo revuelca sin parar. Aprende a no tenerle miedo. Pero sobre todo, el mar como una madre, le enseña a respetar su grandeza. ¿Qué cosas le estaría ilustrado ese infinito mar a la silueta de la foto? ¿Serían estas enseñanzas las que luego ella les transmitiría a sus hijos? ¿Estaría deseando tener hijos?
Imagino a la mujer de la foto como una reciente enamorada a punto de casarse. A punto de dar su sí definitivo. Una mochila casi vacía, llena de sueños. Esperanzas y deseos. Miles de páginas en blanco por escribir. Cientos de kilómetros por naufragar. ¿Estaría preparada para zambullirse en las agitadas aguas del mar?
Por la forma en que está tomada la foto no dudo de que su fotógrafo fuera alguien que manejaba su cámara a la perfección. Alerta como un cazador paciente. Dispuesto en su búsqueda por captar “ese” momento. Cautivado por la belleza de aquella figura. Sombras negras y grises.
Me pregunto si la delicada figura de la foto sería sincera al responder si estaba lista para subir a esta montaña rusa, a dar mil vueltas, a construir su camino, a andar la vida. Si estaba lista para dar el salto al mundo adulto. Si aguardaría ese momento con ansias.
Todas las decisiones conllevan elecciones, y éstas traen consigo resignación.  ¿Cuántas cosas tiene que renunciar una madre al dar a luz a un hijo? Muchas alejan sueños, anhelos, postergan deseos, metas. Su vida pasa a tener otra responsabilidad. Otra vida. Otra vida que camina a la par y, por largos años, juntas de la mano. De la mano para cruzar la calle, para saltar un charco, para escribir una tarea del colegio. ¿Sería éste el gran deseo de la joven de la foto mirando los niños metiéndose al gigantesco mar? ¿Cuál sería su gran miedo?
A veces los hijos suponemos que una madre no teme. Es nuestra figura heroica, nuestro puerto seguro. ¿Pero es así esto? Tendemos a creer también que es ella la que tiene que acurrucarnos y consolarnos en nuestros fracasos y frustraciones. Que ella es la que tiene que reanimarnos cuando algo salió pésimo, cuando la vida nos dio una cachetada. Es a ella a la que recurrimos para resolver un problema, descifrar un enigma, la que nos resguarda en nuestras equivocaciones. Y sin embargo, ¿alguna vez indagamos cuál será su mayor perturbación?
Dejar volar a los hijos, cuando la vida se los extirpa de las manos ¿significa perderlos? Para un hijo perder a una madre es como arrancarle las alas a un ángel, desplumarlo, quitarle su abrigo, su escudo protector. Pero, ¿qué siente una madre al desprenderse de un hijo?
Cuando los hijos crecen se los entrega al destino, al azar, se les quita los flotadores para que aprendan a nadar, a bucear solos. A patalear con fuerza para no hundirse. A desprenderse de aquella mano con la que caminaron juntos. ¿Pero eso implica descuidarlos, desatenderlos? Ese temor a quitarles el paracaídas, verlos saltar, a que un viento los arrastre muy lejos.
¿Habrá sentido la mujer de la foto estas emociones con sus hijos? Mirando el mar quizás comprenda. Aprenda música o conciencia. Tal vez descubra aquél mensaje entre las olas, mientras navegue en ese mar infinito que es la vida. Y la vida que es tiempo. Y ese tiempo que es mar.




[1] Neruda, Pablo. El mar en: Memoria de Isla Negra.  Buenos Aires: 1992, Editorial Planeta, p. 155-156.

martes, 10 de diciembre de 2013

30 años


“… con el objeto de constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer la defensa común promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino…”


Unos cuantos giros en los pasillos del cementerio de Recoleta bastan para encontrarlo. Aún así, uno se pierde buscando. No hay indicaciones de cómo llegar, salvo para unos cuantos turistas, que llegan con más información que los locales, que simulan entender mejor desde su perspectiva. La historia se apresura a aclarar: uno no es el primero que se pierde buscando.
Él, un viejo conocido. Con sus virtudes y sus fallas, con su biografía todavía fresca, con sus acciones todavía vivas en el día a día. Él, majestuoso. Finalmente lavado de todas las culpas, exonerado de cualquier error. Enaltecido como los niños enaltecen a sus padres: glorificado como superhéroe. Él, ya fallecido. Lo enmarca una blancura inmaculada que no puede ocultar lo relativamente reciente de los hechos. Desentona, desentona en extremo, ya que no se asemeja en absoluto a sus vecinos de al lado. Aunque muchos retomen sus palabras a penas unas flores, rojas y diminutas, lo acompañan ahora.
Te enmudece. Repentinamente uno se siente trasladado, casi levantado por la fuerza del suelo. Y así, suspendido en el aire, es consciente, finalmente consciente, de la dimensión de su lugar. De todo lo que tomó llegar acá. De todos los que tomó llegar acá.
Frente a él, la foto. Los colores llenos de vida. Una fiesta de optimistas en el medio de la noche. Luces que bailan, que brillan, que existen donde nadie supone que lo hagan. Son reflejo y son metáfora. Son treinta años comprimidos en una escena, en una pared descuidada de una tumba sin identificar. Son las voces silenciadas, las voces que ahora gritan. Son los derechos perdidos y las libertades recuperadas. Son todos lo que aprendimos y lo que queda por aprender. Un largo camino que se resume a cuando cae el sol en el cementerio de Recoleta y él no se olvida de deslumbrar.
Resulta raro que la foto sea el reflejo y no él mismo. ¿Por qué no una imagen más clásica, más acorde a la investidura presidencial? Es absolutamente voluntario: ésta es la diferencia que introduce nuestra generación. La imagen, tan moderna como resulte, no es más que una pequeña representación de a donde nos toca mirar ahora. Una generación a la que le toca deleitarse con los colores de una democracia por las que otros debieron luchar. Una generación que puede mantener viva la memoria sin tener que dejar de mirar para adelante. Y que quede claro: la solemnidad habrá quedado atrás, pero no así el respeto.
Mi generación tiene memoria. Se acuerda de lo que no vivió. Conoce a un hombre que no conoció. Y acá estamos, mis amigos y yo, parados frente al famoso padre de la democracia, explicándole nuestra historia a un amigo turista. Y esa idea, la del “padre de la democracia” resulta tan nuestra... No parece que nadie nos lo hubiera enseñado. Lo contamos como si fuéramos nosotros mismos los que lo apodamos.
La memoria insiste en brillar. Las marcas de la historia son parte de nuestro presente y nuestro futuro. Y aunque nosotros no la hayamos vivido, esta historia vive en nosotros.