“…
con el objeto de constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar
la paz interior, proveer la defensa común promover el bienestar general y
asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y
para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino…”
Unos
cuantos giros en los pasillos del cementerio de Recoleta bastan para
encontrarlo. Aún así, uno se pierde buscando. No hay indicaciones de cómo
llegar, salvo para unos cuantos turistas, que llegan con más información que
los locales, que simulan entender mejor desde su perspectiva. La historia se
apresura a aclarar: uno no es el primero que se pierde buscando.
Él,
un viejo conocido. Con sus virtudes y sus fallas, con su biografía todavía
fresca, con sus acciones todavía vivas en el día a día. Él, majestuoso.
Finalmente lavado de todas las culpas, exonerado de cualquier error. Enaltecido
como los niños enaltecen a sus padres: glorificado como superhéroe. Él, ya
fallecido. Lo enmarca una blancura inmaculada que no puede ocultar lo
relativamente reciente de los hechos. Desentona, desentona en extremo, ya que no
se asemeja en absoluto a sus vecinos de al lado. Aunque muchos retomen sus
palabras a penas unas flores, rojas y diminutas, lo acompañan ahora.
Te
enmudece. Repentinamente uno se siente trasladado, casi levantado por la fuerza
del suelo. Y así, suspendido en el aire, es consciente, finalmente consciente,
de la dimensión de su lugar. De todo lo que tomó llegar acá. De todos los que
tomó llegar acá.
Frente
a él, la foto. Los colores llenos de vida. Una fiesta de optimistas en el medio
de la noche. Luces que bailan, que brillan, que existen donde nadie supone que
lo hagan. Son reflejo y son metáfora. Son treinta años comprimidos en una
escena, en una pared descuidada de una tumba sin identificar. Son las voces
silenciadas, las voces que ahora gritan. Son los derechos perdidos y las
libertades recuperadas. Son todos lo que aprendimos y lo que queda por aprender.
Un largo camino que se resume a cuando cae el sol en el cementerio de Recoleta
y él no se olvida de deslumbrar.
Resulta
raro que la foto sea el reflejo y no él mismo. ¿Por qué no una imagen más
clásica, más acorde a la investidura presidencial? Es absolutamente voluntario:
ésta es la diferencia que introduce nuestra generación. La imagen, tan moderna
como resulte, no es más que una pequeña representación de a donde nos toca
mirar ahora. Una generación a la que le toca deleitarse con los colores de una
democracia por las que otros debieron luchar. Una generación que puede mantener
viva la memoria sin tener que dejar de mirar para adelante. Y que quede claro:
la solemnidad habrá quedado atrás, pero no así el respeto.
Mi
generación tiene memoria. Se acuerda de lo que no vivió. Conoce a un hombre que
no conoció. Y acá estamos, mis amigos y yo, parados frente al famoso padre de
la democracia, explicándole nuestra historia a un amigo turista. Y esa idea, la
del “padre de la democracia” resulta tan nuestra... No parece que nadie nos lo
hubiera enseñado. Lo contamos como si fuéramos nosotros mismos los que lo
apodamos.
La
memoria insiste en brillar. Las marcas de la historia son parte de nuestro
presente y nuestro futuro. Y aunque nosotros no la hayamos vivido, esta
historia vive en nosotros.
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