NECESITO del mar porque me enseña:
No sé si aprendo música o conciencia:
No sé si es ola sola o ser profundo
O sólo ronca voz o deslumbrante
Suposición de peces y navíos[1].
            Con esta imagen en mis manos, las palabras de Neruda arriban
a mi mente. La inmensidad del mar que la mujer de la foto
está observando hace florecer en mí inexplicables preguntas. ¿Qué ve mientras
el sol se esconde debajo del mar? ¿Estaría imaginando su futuro con aquella
persona que captó ese instante tan preciado e íntimo? 
            Imaginamos todo el tiempo. Creamos en nuestra mente imágenes o representaciones de cosas
o personas. A veces reales o irreales.  Sucesos
no tan lejanos que nos permiten viajar en el tiempo. Viajar y posicionarnos más
allá de nuestro horizonte. Constantemente soñamos despiertos, proyectamos
nuestro futuro, ansiamos estar un paso más adelante para poder saber cómo será
el mañana. 
Así
como Neruda necesita del mar porque le enseña, es como un  hijo necesita de su madre para crecer. Aprende
como surfear las olas más altas, cómo nadar a contra corriente en medio de un
canal, cómo reaccionar cuando una ola lo revuelca sin parar. Aprende a no
tenerle miedo. Pero sobre todo, el mar como una madre, le enseña a respetar su
grandeza. ¿Qué cosas le estaría ilustrado ese infinito mar a la silueta de la
foto? ¿Serían estas enseñanzas las que luego ella les transmitiría a sus hijos?
¿Estaría deseando tener hijos?
Imagino
a la mujer de la foto como una reciente enamorada a punto de casarse. A punto
de dar su sí definitivo. Una mochila casi vacía, llena de sueños. Esperanzas y
deseos. Miles de páginas en blanco por escribir. Cientos de kilómetros por
naufragar. ¿Estaría preparada para zambullirse en las agitadas aguas del mar? 
Por
la forma en que está tomada la foto no dudo de que su fotógrafo fuera alguien
que manejaba su cámara a la perfección. Alerta como un cazador paciente.
Dispuesto en su búsqueda por captar “ese” momento. Cautivado por la belleza de
aquella figura. Sombras negras y grises.
Me
pregunto si la delicada figura de la foto sería sincera al responder si estaba
lista para subir a esta montaña rusa, a dar mil vueltas, a construir su camino,
a andar la vida. Si estaba lista para dar el salto al mundo adulto. Si aguardaría
ese momento con ansias.
Todas
las decisiones conllevan elecciones, y éstas traen consigo resignación.  ¿Cuántas cosas tiene que renunciar una madre
al dar a luz a un hijo? Muchas alejan sueños, anhelos, postergan deseos, metas.
Su vida pasa a tener otra responsabilidad. Otra vida. Otra vida que camina a la
par y, por largos años, juntas de la mano. De la mano para cruzar la calle,
para saltar un charco, para escribir una tarea del colegio. ¿Sería éste el gran
deseo de la joven de la foto mirando los niños metiéndose al gigantesco mar? ¿Cuál
sería su gran miedo?
A
veces los hijos suponemos que una madre no teme. Es nuestra figura heroica,
nuestro puerto seguro. ¿Pero es así esto? Tendemos a creer también que es ella
la que tiene que acurrucarnos y consolarnos en nuestros fracasos y
frustraciones. Que ella es la que tiene que reanimarnos cuando algo salió
pésimo, cuando la vida nos dio una cachetada. Es a ella a la que recurrimos
para resolver un problema, descifrar un enigma, la que nos resguarda en nuestras
equivocaciones. Y sin embargo, ¿alguna vez indagamos cuál será su mayor
perturbación? 
Dejar
volar a los hijos, cuando la vida se los extirpa de las manos ¿significa
perderlos? Para un hijo perder a una madre es como arrancarle las alas a un
ángel, desplumarlo, quitarle su abrigo, su escudo protector. Pero, ¿qué siente
una madre al desprenderse de un hijo? 
Cuando
los hijos crecen se los entrega al destino, al azar, se les quita los
flotadores para que aprendan a nadar, a bucear solos. A patalear con fuerza
para no hundirse. A desprenderse de aquella mano con la que caminaron juntos.
¿Pero eso implica descuidarlos, desatenderlos? Ese temor a quitarles el
paracaídas, verlos saltar, a que un viento los arrastre muy lejos. 
¿Habrá
sentido la mujer de la foto estas emociones con sus hijos? Mirando el mar
quizás comprenda. Aprenda música o conciencia. Tal vez descubra aquél mensaje
entre las olas, mientras navegue en ese mar infinito que es la vida. Y la vida
que es tiempo. Y ese tiempo que es mar. 
[1] Neruda, Pablo. El mar en: Memoria de Isla Negra.  Buenos
Aires: 1992, Editorial Planeta, p. 155-156.

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