La sigueinte nota se reproduce tal cual aparece aquí.
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La siguiente es una intensa y testimonial crónica de un ex estudiante  de Periodismo de Concepción, quien hace tres años decidió emprender el  rumbo hacia Argentina e ingresar a una universidad pública y gratuita en  busca de mejores conocimientos, oportunidades y calidad. “Ya no vivo en  Chile, es cierto, pero el deseo de volver a una patria utópica y  corregida de todas sus calamidades siempre está presente” escribe  Cristóbal Salgado (foto) desde Buenos Aires, a la vez que con profunda  honestidad y agudeza apunta las razones que gatillaron su partida. Este  es su relato, en exclusiva para VitrinaSur. 
13 de  agosto, 2011  
El plomero martilla las paredes humedecidas de mi habitación.  Ha dejado el ladrillo al descubierto y con esto la fuga de agua que  hace florecer gigantescos hongos -dignos de la selva africana- los que  limpio a diario con un poco de asco. No importa, me digo, estoy mejor  acá. Los golpes del martillo me revientan la cabeza que me duele desde  antes y el chirrido de la locomoción colectiva no colabora para nada con  la armonía porteña. No importa, me digo, estoy mejor acá. Mil  trescientos kilómetros hacia la cordillera he dejado esperando a mi  madre y a mi Catalina regalona, también se han quedado el amor de mi  vida y la comodidad del hogar. No importa, me digo, estoy mejor acá. Y  es que hace tres años, con la maleta y las ganas, dejé Concepción para  venir a Buenos Aires.
Lo que algunos dicen que es utópico, en Argentina, desde el año 1949, ocurre:  una reforma política, fecundada por el peronismo, dio lugar a que las  universidades nacionales fueran financiadas por el Estado, permitiendo  así la supresión del arancel al estudiantado y la democratización de la  enseñanza que presenta, además, una calidad reconocida a nivel  latinoamericano. Ante gratuidad y calidad -sí, esas mismas palabras que  asustan a la clase política chilena- la posibilidad de obtener estudios  de alto nivel académico sin tener que endeudar a mis padres ni  condicionar mi capacidad adquisitiva una vez titulado, era por lejos la  mejor opción. Si bien el deterioro emocional que significa desprenderse  de la cultura, la familia, los amigos y las costumbres es de un altísimo  costo, este sigue siendo menor a las privaciones que fecunda el sistema  educativo chileno. Me refiero específicamente al tema de la calidad de  la educación, difícil de reflejar en un sistema lucrativo, donde  gobierna el “cuanto se gana” por sobre el “cuanto se conoce”.
En mi caso particular, fui por dos años estudiante “destacado” de la carrera de Periodismo en  una de las universidades del Consejo de Rectores. Reconozco que la  labor estudiantil no me demandaba vitales esfuerzos y que la mayoría de  las veces, bastaba con remover algunas ideas de cultura general para  contentar a los docentes. Pues bien, entre extrañeza y cargo de  conciencia, comencé a experimentar un vacío de conocimiento inquietante,  que más allá del lugar común que se refiere a la carrera de Periodismo  como la más fácil de todas, me aquejaba en cuanto al verdadero rol que  como profesional de la información yo debía promover. Pues bien, pasó el  tiempo y los doscientos mil pesos mensuales parecían no rendir sus  frutos: Bibliografía antigua y obsoleta, enfoques académicos  reduccionistas, visiones docentes carentes de profundidad y crítica  social, exaltación de la labor meramente informativa por sobre la de  reconstrucción de la realidad, vago y paupérrimo material teórico,  textos reconvertidos en interpretaciones casi bizarras, fueron factores  que comenzaron a calar en mí el sentimiento de que algo no marchaba.
En ese momento, aún me era difícil dimensionar que la verdadera razón  de la pobreza educativa promovida (al menos en mi área, aclaro) era  producto de un hoy reconocido esfuerzo autoritario por someter todo a  manos de una objetividad inexistente, gobernada por la decisión  empresarial dependiente del mercado y sus fluctuaciones especulativas.  Siguiendo mi intuición, y bajo la venia de quienes fueran mis docentes, me  planteé la posibilidad de salir del país, y, con mucha sorpresa y aún  incrédulo, comprobé que vivir en Argentina, estudiar y hacerme cargo de  mis gastos, me salía mucho más barato que planear un traslado a las  universidades reconocidas de Santiago. Fue así como llegué a la  Universidad de Buenos Aires, a la carrera de Ciencias de la  Comunicación Social, donde además de Periodismo, se me prepara en las  áreas de Publicidad, Políticas Públicas y Ciencias de la Educación, todo  en un marco de abrumador contenido teórico y fecundo ritmo de estudio,  que aunque, por un lado, me he transformado en un estudiante del montón  (el nivel de exigencia triplica el de mi experiencia anterior, ergo la  exigencia genera calidad) por otro, me hace sentir plena conformidad con  esta apertura de ojos al conocimiento y altas esperanzas para un  mañana, sustentado en esta inmersión entre personas que estudian la  Comunicación Social por amor y no por puntaje ni futuro lucro.
Es difícil ocultar el dolor. Mientras la sociedad chilena -agónica,  desesperada, así como el plomero- martilla las paredes humedecidas del  Estado y va dejando al descubierto las falencias del sistema educativo nacional y su narcótica tendencia al lucro, las autoridades pestilentes,  esas mismas que hace treinta años no supieron defender sus postulados  sin cobijo militar, hoy se escudan en el libre mercado para responder a  las demandas con inusitada y arcaica represión. Al mismo tiempo que me  arreglan las pifias del departamento, siguen a cargo señores que no  vacilan en trasgredir el interés público haciendo alusión a la vez a lo  que ellos entienden por bien común. No extrañan las palabras del Señor  Larraín, a él le encanta ir de tony por la vida (su concepción de  subversión es de origen, gelatinosa), pero sí extraña que personas que  tuvieron veinte años para preparar un buen gobierno hoy resbalen en las  mismas baldosas que la Concertación jamás se atrevió a pisar. Ya no vivo  en Chile, es cierto, por ahí alguien dirá que ya no es mi problema,  pero como todo inmigrante, el deseo de volver a una patria utópica y  corregida de todas sus calamidades siempre está presente. ¿Con qué  seguridad puedo volver a Chile y educar a mis hijos mañana, sabiendo que  nadie quiere meter mano, hoy? No vuelvas, me diría Bulnes, seguro.
Soy un exiliado de la educación y no es exagerado decirlo.  Según la Real Academia de la Lengua Española, el exilio es la  separación de una persona de la tierra en que vive. Una segunda acepción  se refiere a la expatriación, generalmente por motivos políticos. Así  como yo muchos tantos que no dejaremos de confiar en que el movimiento  tiene la razón y en que son tiempos de que la ciudadanía tome las  banderas de un cambio que inminentemente urge. Ya no son tiempos de  inocencia ni mucho menos de demonizaciones ridículas. Los efectos de la  publicidad, que a estas alturas se circunscribe subliminalmente en la  propaganda, son el rastrillo de los poderosos. Si hoy no somos capaces  de reflexionar que la estatización no es sinónimo de marxismo, y qué,  por otro lado, marxismo no es sinónimo de Dictadura, nos será mucho más  difícil mañana enfrentarnos a nosotros mismos, cada vez más alienados al  interés de la industria.  Sólo queda esperar que las energías no  decaigan, y que, la nefasta imagen internacional que el actuar  gubernamental está dejando, sumado a la creciente conciencia popular  sean el respiro que necesitamos para de una vez por todas, liberarnos  del gargajo de la dictadura y comenzar a construir sobre roca sólida,  sobre la sensatez.
 
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