jueves, 15 de septiembre de 2011

La mala educación, Chile, el exilio, las utopías

La sigueinte nota se reproduce tal cual aparece aquí.

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La siguiente es una intensa y testimonial crónica de un ex estudiante de Periodismo de Concepción, quien hace tres años decidió emprender el rumbo hacia Argentina e ingresar a una universidad pública y gratuita en busca de mejores conocimientos, oportunidades y calidad. “Ya no vivo en Chile, es cierto, pero el deseo de volver a una patria utópica y corregida de todas sus calamidades siempre está presente” escribe Cristóbal Salgado (foto) desde Buenos Aires, a la vez que con profunda honestidad y agudeza apunta las razones que gatillaron su partida. Este es su relato, en exclusiva para VitrinaSur.

13 de agosto, 2011  


El plomero martilla las paredes humedecidas de mi habitación. Ha dejado el ladrillo al descubierto y con esto la fuga de agua que hace florecer gigantescos hongos -dignos de la selva africana- los que limpio a diario con un poco de asco. No importa, me digo, estoy mejor acá. Los golpes del martillo me revientan la cabeza que me duele desde antes y el chirrido de la locomoción colectiva no colabora para nada con la armonía porteña. No importa, me digo, estoy mejor acá. Mil trescientos kilómetros hacia la cordillera he dejado esperando a mi madre y a mi Catalina regalona, también se han quedado el amor de mi vida y la comodidad del hogar. No importa, me digo, estoy mejor acá. Y es que hace tres años, con la maleta y las ganas, dejé Concepción para venir a Buenos Aires.
Lo que algunos dicen que es utópico, en Argentina, desde el año 1949, ocurre: una reforma política, fecundada por el peronismo, dio lugar a que las universidades nacionales fueran financiadas por el Estado, permitiendo así la supresión del arancel al estudiantado y la democratización de la enseñanza que presenta, además, una calidad reconocida a nivel latinoamericano. Ante gratuidad y calidad -sí, esas mismas palabras que asustan a la clase política chilena- la posibilidad de obtener estudios de alto nivel académico sin tener que endeudar a mis padres ni condicionar mi capacidad adquisitiva una vez titulado, era por lejos la mejor opción. Si bien el deterioro emocional que significa desprenderse de la cultura, la familia, los amigos y las costumbres es de un altísimo costo, este sigue siendo menor a las privaciones que fecunda el sistema educativo chileno. Me refiero específicamente al tema de la calidad de la educación, difícil de reflejar en un sistema lucrativo, donde gobierna el “cuanto se gana” por sobre el “cuanto se conoce”.
En mi caso particular, fui por dos años estudiante “destacado” de la carrera de Periodismo en una de las universidades del Consejo de Rectores. Reconozco que la labor estudiantil no me demandaba vitales esfuerzos y que la mayoría de las veces, bastaba con remover algunas ideas de cultura general para contentar a los docentes. Pues bien, entre extrañeza y cargo de conciencia, comencé a experimentar un vacío de conocimiento inquietante, que más allá del lugar común que se refiere a la carrera de Periodismo como la más fácil de todas, me aquejaba en cuanto al verdadero rol que como profesional de la información yo debía promover. Pues bien, pasó el tiempo y los doscientos mil pesos mensuales parecían no rendir sus frutos: Bibliografía antigua y obsoleta, enfoques académicos reduccionistas, visiones docentes carentes de profundidad y crítica social, exaltación de la labor meramente informativa por sobre la de reconstrucción de la realidad, vago y paupérrimo material teórico, textos reconvertidos en interpretaciones casi bizarras, fueron factores que comenzaron a calar en mí el sentimiento de que algo no marchaba.
En ese momento, aún me era difícil dimensionar que la verdadera razón de la pobreza educativa promovida (al menos en mi área, aclaro) era producto de un hoy reconocido esfuerzo autoritario por someter todo a manos de una objetividad inexistente, gobernada por la decisión empresarial dependiente del mercado y sus fluctuaciones especulativas. Siguiendo mi intuición, y bajo la venia de quienes fueran mis docentes, me planteé la posibilidad de salir del país, y, con mucha sorpresa y aún incrédulo, comprobé que vivir en Argentina, estudiar y hacerme cargo de mis gastos, me salía mucho más barato que planear un traslado a las universidades reconocidas de Santiago. Fue así como llegué a la Universidad de Buenos Aires, a la carrera de Ciencias de la Comunicación Social, donde además de Periodismo, se me prepara en las áreas de Publicidad, Políticas Públicas y Ciencias de la Educación, todo en un marco de abrumador contenido teórico y fecundo ritmo de estudio, que aunque, por un lado, me he transformado en un estudiante del montón (el nivel de exigencia triplica el de mi experiencia anterior, ergo la exigencia genera calidad) por otro, me hace sentir plena conformidad con esta apertura de ojos al conocimiento y altas esperanzas para un mañana, sustentado en esta inmersión entre personas que estudian la Comunicación Social por amor y no por puntaje ni futuro lucro.
Es difícil ocultar el dolor. Mientras la sociedad chilena -agónica, desesperada, así como el plomero- martilla las paredes humedecidas del Estado y va dejando al descubierto las falencias del sistema educativo nacional y su narcótica tendencia al lucro, las autoridades pestilentes, esas mismas que hace treinta años no supieron defender sus postulados sin cobijo militar, hoy se escudan en el libre mercado para responder a las demandas con inusitada y arcaica represión. Al mismo tiempo que me arreglan las pifias del departamento, siguen a cargo señores que no vacilan en trasgredir el interés público haciendo alusión a la vez a lo que ellos entienden por bien común. No extrañan las palabras del Señor Larraín, a él le encanta ir de tony por la vida (su concepción de subversión es de origen, gelatinosa), pero sí extraña que personas que tuvieron veinte años para preparar un buen gobierno hoy resbalen en las mismas baldosas que la Concertación jamás se atrevió a pisar. Ya no vivo en Chile, es cierto, por ahí alguien dirá que ya no es mi problema, pero como todo inmigrante, el deseo de volver a una patria utópica y corregida de todas sus calamidades siempre está presente. ¿Con qué seguridad puedo volver a Chile y educar a mis hijos mañana, sabiendo que nadie quiere meter mano, hoy? No vuelvas, me diría Bulnes, seguro.
Soy un exiliado de la educación y no es exagerado decirlo. Según la Real Academia de la Lengua Española, el exilio es la separación de una persona de la tierra en que vive. Una segunda acepción se refiere a la expatriación, generalmente por motivos políticos. Así como yo muchos tantos que no dejaremos de confiar en que el movimiento tiene la razón y en que son tiempos de que la ciudadanía tome las banderas de un cambio que inminentemente urge. Ya no son tiempos de inocencia ni mucho menos de demonizaciones ridículas. Los efectos de la publicidad, que a estas alturas se circunscribe subliminalmente en la propaganda, son el rastrillo de los poderosos. Si hoy no somos capaces de reflexionar que la estatización no es sinónimo de marxismo, y qué, por otro lado, marxismo no es sinónimo de Dictadura, nos será mucho más difícil mañana enfrentarnos a nosotros mismos, cada vez más alienados al interés de la industria. Sólo queda esperar que las energías no decaigan, y que, la nefasta imagen internacional que el actuar gubernamental está dejando, sumado a la creciente conciencia popular sean el respiro que necesitamos para de una vez por todas, liberarnos del gargajo de la dictadura y comenzar a construir sobre roca sólida, sobre la sensatez.

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