No me considero un asesino, de verdad. Tal vez sea culpable, pero juro que no era mi intención. ¡Que lance la primer piedra el que nunca fue preso de la curiosidad!
Hace unos meses empecé a trabajar en la panadería de mi suegro, ubicada sobre la calle Avellaneda al 100, en el barrio de Villa Luro. Conseguir trabajo para un hombre del campo como yo no es una tarea fácil, por tanto, me vi obligado a rendirme ante la oferta del padre de mi novia.
Nunca me voy a olvidar de mi primer día. Eran las 10:05 A.M. Sonó el llama ángeles que esta en la parte superior izquierda de la puerta de vidrio de la acogedora panadería. Una persona adulta, que aparentaba tener unos 40 años, canoso pero con algunos cabellos morochos, de pie, alto, mas o menos un metro ochenta, entró al negocio. En su mano derecha tenía algo así como un libro de color negro con fileteados amarillos, muy llamativo. En la cercanía, me di cuenta de que no era un libro, sino una especie de agenda.
La revisó, y como si me dictara, dijo: “Tres flautitas”.
Ese día pasó inadvertido, pero a lo largo de la semana el hombre llegaba religiosamente al local, a la misma hora, y sólo emitía dos palabras al entrar: “Tres flautitas”. Tenía una camisa determinada para cada día. Es decir, el lunes camisa amarilla, el martes camisa roja, el miércoles camisa azul, el jueves camisa verde, el viernes camisa rosa, el sábado camisa blanca y el domingo camisa negra. Luego, el ciclo volvía a comenzar.
No puedo explicarlo en palabras, pero de verdad era algo que me quitaba el sueño. Tenía miedo. La actitud del hombre era extraña, muy extraña…era de otro planeta. Desde ese día se convertiría en el protagonista de mi vida.
Al principio me limitaba a brindar lo que mis clientes pedían, pero luego intentaba hablar con ellos. El extraño de pelo blanco no fue la excepción. No miento, yo le hablaba, luego de que el pedía “tres flautitas”, pero revisaba su agenda, me miraba, daba media vuelta y partía.
Con el tiempo (unos meses), me fui haciendo amigo, tanto de los vecinos, como de los demás dueños de los comercios aledaños a la panadería. Aprovechando la confianza, preguntaba acerca del extraño hombre.
Todos coincidían en algo: el hombre lleva consigo una agenda, cuya importancia es extrema. El verdulero, su vecina, todos, absolutamente todos, asentían que el hombre revisaba su agenda antes de realizar cada acción, como si estuviese predeterminada por esta.
Su nombre lo conocían gracias a las cartas que le llegaban al edificio de parte de distintos servicios, tales como la luz o el gas. Sino, no había otra forma.
Manfredo Atilio Starinlao Alameda. “El loco” para los del barrio. Una persona reservada. Vive sólo y en compañía absoluta de su única y fiel compañera: la agenda.
Por cierto, no era conmigo sólo. Con todos se comunicaba tan solo con dos palabras: en la verdulería, “dame esto”, y luego entregaba un papelito con lo que necesitaba. Al portero, “buen día”, al igual que sus vecinos, y demás.
Ocho meses pasaron, y la rutina seguía siendo la misma. Juro que no aguantaba más mi curiosidad, hasta que un día, un domingo, decidí sacarme la duda. No sería una tarea fácil, pero peor sería seguir con esta incógnita.
Eran las 22:05, hora en la que Don Manfredo salía a sacar la basura. Me tapé el rostro, me camuflé en la noche con ropa negra, fui corriendo desde la esquina, le quité la agenda y seguí corriendo. Hasta llegar a mi casa no me di vuelta en ningún momento, de hacerlo me arrepentiría. Aunque, a decir verdad, puedo admitir que si giraba mi cabeza el hombre no me hubiera dicho nada. Cuando se la quité no atisbo a realizar ninguna acción, se paralizó, allí mismo donde estaba, en la noche iluminada por una luna en cuarto menguante, junto al contenedor de basura gris con tapa naranja, ubicado a mitad de cuadra.
Llegué a mi hogar. Tenía en mis manos la respuesta a todas mis preguntas acerca del “Loco”. Tenía las respuestas a lo que nadie se había animado a preguntar. Tenía en mis manos la agenda. Cómo explicarles. Al abrirla, noté que en cada hoja estaba anotado todo, absolutamente todo lo que tenía que hacer, desde qué ropa usar, hasta que tenía que tragar luego de ingerir algún alimento. Todo, extremadamente todo, y con lujo de detalle. Obviamente, las acciones estaban estructuradas de acuerdo al horario y al día de la semana. Allí vi: “10:05 A.M. Ir a la panadería, decir: “Tres flautitas”, mirar al joven, volver a casa”. Hubo algo que llamó mi atención al leer más detenidamente, luego de salir de la excitación que me causo tanto el robo como el hallazgo de tal documento, y fue un cartel que estaba en forma llamativa en la hoja correspondiente a aquel domingo, sobre el margen inferior derecho, que decía: “Manfredo, no te olvides de respirar”.
La tapa del diario del lunes siguiente, fue:
MUERTE EN VILLA LURO
“Hombre anota en su agenda absolutamente todo lo que tiene que hacer. La pierde. Se olvida de respirar.”
Marcos Carrizo
Comisión 35
2011
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ResponderEliminarQué tal profesora! El nombre siempre fue el mismo, así de largo. Es un poco la "esencia" del personaje.
ResponderEliminarJajaja muy bueno!!!
ResponderEliminarTe felicito!