El día comenzó hace exactamente
dos horas y ocho minutos. La madrugada, que se suele caracterizar por brindarme
a diario el bello acorde del silencio, se perturba gracias al estruendo que
provocan una metralleta y su dueño. Dirán que es extraño estar en un parque a
estas horas de la noche, pero para mí es un habitué
de fin de semana. Mi casa está llena de recuerdos, de artefactos, de
muebles, de artículos de decoración y muchas otras cosas más que no quiero
recordar. Mi hogar está lleno de mí, y eso me altera de un modo que no pueden
sospechar.
Las
balas se escuchan a mis espaldas, por lo que opto por quedarme quieto en mi
banco, con los ojos cerrados. No importa, o por lo menos no debe importarme, qué
está ocurriendo detrás de mí. Lo relevante es no atestiguar nada. Si no viste,
no estás implicado, y corres menos riesgos de ser mutilado por inconvenientes
ajenos.
El ulular
de un búho oportuno ubicado a pocos metros de mi asiento me tranquiliza. No estoy
solo. Se expresa en una nota monocorde, probablemente él sí lamenta su soledad,
y no me considera una compañía. Alguien grita, pero su horror se siente lejos,
seguramente esta persona sí vio algo. Pobre. Me apiado de ella. Suelo siempre
sentir conmiseración por los débiles e ingenuos, después de todo, yo también cometí
errores en el pasado, que dejaron heridas abiertas en el presente. Vestigios de
esas heridas hay en mi departamento de soltero. Aún no entiendo por qué los
conservo.
Suena una sirena. Sospecho que la
policía está cerca. Con suerte creerán que soy un indigente que se encuentra
dormido y no me despertarán para que los acompañe a testimoniar. Para esa
gente, como para todo el mundo, los individuos que viven en la calle son
fantasmas, seres que en realidad no son, porque si fueran, no se les dejaría
ser.
La bocina de un colectivo trae a mi memoria un ejemplo
perfecto de este hecho. Si un niño sube al bondi,
pasa a tu lado y te deja una estampita en las piernas, no le dices nada.
Incluso, puedes dejar que la retire sin apenas tocarla, y con suerte le regalas
una sonrisa, acompañada de un par de monedas. No dejas que un extraño te toque
la pierna, pero sí ese niño, porque es para ti poco menos que un fantasma. Es
por hechos como este que tenemos una sociedad ausente de derechos. Después de
todo, no existen en nuestra conciencia ni siquiera quienes la conforman, aunque
sí existe la hipocresía de la sonrisa cómplice seguida de unas moneditas. No se desea que el chico nos tome bronca, entonces se
le da lo que él espera. Él, a su vez, no anhela algo mejor, porque conoce las
leyes de la comunidad, pero tampoco acepta que se lo ignore. Siente que tiene
un espacio dentro de su marginalidad.
No escucho gritos, revueltas en
el pasto producto de alguna corrida, ni tampoco la voz de un oficial por un
alto parlante. Evidentemente no lo detuvieron. Ni siquiera venían por él.
Probablemente no sean sólo los pobres los fantasmas, sino también aquellos
maleantes y víctimas que frecuentan el parque. Son sólo buscavidas venidos a
menos, que no tienen más que un búho como consuelo. Un minuto, también percibo
un chillido, proveniente de una pequeña laringe con grandes cualidades
ondulatorias. Un murciélago se unió a la reunión. Sin dudas somos todos
fantasmas, y esta es la casa perfecta para alojarnos. Es mentira que no se los
puede escuchar, yo siempre los oigo, son hábiles conversadores. No hablan y se
hacen entender. Yo tampoco hablo, debe ser por eso que tenemos tanta empatía.
Nunca sonrío, no tengo motivos.
Sin embargo, también soy un hipócrita. Dejé que mataran a alguien, sin siquiera
preocuparme por saber si esa persona realmente existía, y si estaba muerta. El
ave ya no ulula. Quizás decidió acompañar a otro perdedor en esta sorna
invernal.
Abro los ojos, pero aún no es de
día. El rocío humedece mis pantorrillas, y el ruido de las hojas al viento me
previene de una inminente tormenta. No hay nada para ver. Aun así, me levanto
del banco, comienzo a caminar. Ninguna voz me detiene, pero por si acaso, lo
hago en sentido contrario a los viejos disparos. Llegó la hora de despedirme de
mi Weekend house
del subdesarrollo. Hasta la naturaleza me despoja de aquellos lugares que
siento propios. A veces llego a pensar que nada me pertenece, y otras veces
deseo eso. En el fondo, desearía ser de verdad un alma en pena de la que
solamente pueda escucharse el metálico, triste, estridente e incomprendido
sonido de las cadenas.
Marisol
Leal
Comisión:
37
Profesora:
Beatriz Masine