sábado, 30 de junio de 2012

Doppelgänger, bilocaciones de un espectro encarnado


El día comenzó hace exactamente dos horas y ocho minutos. La madrugada, que se suele caracterizar por brindarme a diario el bello acorde del silencio, se perturba gracias al estruendo que provocan una metralleta y su dueño. Dirán que es extraño estar en un parque a estas horas de la noche, pero para mí es un habitué de fin de semana. Mi casa está llena de recuerdos, de artefactos, de muebles, de artículos de decoración y muchas otras cosas más que no quiero recordar. Mi hogar está lleno de mí, y eso me altera de un modo que no pueden sospechar.

            Las balas se escuchan a mis espaldas, por lo que opto por quedarme quieto en mi banco, con los ojos cerrados. No importa, o por lo menos no debe importarme, qué está ocurriendo detrás de mí. Lo relevante es no atestiguar nada. Si no viste, no estás implicado, y corres menos riesgos de ser mutilado por inconvenientes ajenos.

            El ulular de un búho oportuno ubicado a pocos metros de mi asiento me tranquiliza. No estoy solo. Se expresa en una nota monocorde, probablemente él sí lamenta su soledad, y no me considera una compañía. Alguien grita, pero su horror se siente lejos, seguramente esta persona sí vio algo. Pobre. Me apiado de ella. Suelo siempre sentir conmiseración por los débiles e ingenuos, después de todo, yo también cometí errores en el pasado, que dejaron heridas abiertas en el presente. Vestigios de esas heridas hay en mi departamento de soltero. Aún no entiendo por qué los conservo.

            Suena una sirena. Sospecho que la policía está cerca. Con suerte creerán que soy un indigente que se encuentra dormido y no me despertarán para que los acompañe a testimoniar. Para esa gente, como para todo el mundo, los individuos que viven en la calle son fantasmas, seres que en realidad no son, porque si fueran, no se les dejaría ser.

La bocina de un colectivo trae a mi memoria un ejemplo perfecto de este hecho. Si un niño sube al bondi, pasa a tu lado y te deja una estampita en las piernas, no le dices nada. Incluso, puedes dejar que la retire sin apenas tocarla, y con suerte le regalas una sonrisa, acompañada de un par de monedas. No dejas que un extraño te toque la pierna, pero sí ese niño, porque es para ti poco menos que un fantasma. Es por hechos como este que tenemos una sociedad ausente de derechos. Después de todo, no existen en nuestra conciencia ni siquiera quienes la conforman, aunque sí existe la hipocresía de la sonrisa cómplice seguida de unas moneditas. No se desea que el chico nos tome bronca, entonces se le da lo que él espera. Él, a su vez, no anhela algo mejor, porque conoce las leyes de la comunidad, pero tampoco acepta que se lo ignore. Siente que tiene un espacio dentro de su marginalidad.

No escucho gritos, revueltas en el pasto producto de alguna corrida, ni tampoco la voz de un oficial por un alto parlante. Evidentemente no lo detuvieron. Ni siquiera venían por él. Probablemente no sean sólo los pobres los fantasmas, sino también aquellos maleantes y víctimas que frecuentan el parque. Son sólo buscavidas venidos a menos, que no tienen más que un búho como consuelo. Un minuto, también percibo un chillido, proveniente de una pequeña laringe con grandes cualidades ondulatorias. Un murciélago se unió a la reunión. Sin dudas somos todos fantasmas, y esta es la casa perfecta para alojarnos. Es mentira que no se los puede escuchar, yo siempre los oigo, son hábiles conversadores. No hablan y se hacen entender. Yo tampoco hablo, debe ser por eso que tenemos tanta empatía.

Nunca sonrío, no tengo motivos. Sin embargo, también soy un hipócrita. Dejé que mataran a alguien, sin siquiera preocuparme por saber si esa persona realmente existía, y si estaba muerta. El ave ya no ulula. Quizás decidió acompañar a otro perdedor en esta sorna invernal.

Abro los ojos, pero aún no es de día. El rocío humedece mis pantorrillas, y el ruido de las hojas al viento me previene de una inminente tormenta. No hay nada para ver. Aun así, me levanto del banco, comienzo a caminar. Ninguna voz me detiene, pero por si acaso, lo hago en sentido contrario a los viejos disparos. Llegó la hora de despedirme de mi Weekend house del subdesarrollo. Hasta la naturaleza me despoja de aquellos lugares que siento propios. A veces llego a pensar que nada me pertenece, y otras veces deseo eso. En el fondo, desearía ser de verdad un alma en pena de la que solamente pueda escucharse el metálico, triste, estridente e incomprendido sonido de las cadenas.

Marisol Leal
Comisión: 37
Profesora: Beatriz Masine

Gris


González era un hombre extremadamente personal. Tal es así que siempre procuraba mantener una distancia prudencial de todo, incluso, de su propia vida.

Vivía en un dos ambientes.

En una habitación, las fotografías, su saxofón, el teléfono y la computadora. Las banderas, los documentos y su ropa de trabajo. Los pinceles, las acuarelas y sus bocetos. La camiseta de Racing, su agenda, un rosario y un Cristo crucificado. El balcón y la ventana invitaban a pasear a las luces de la noche sobre el sofá, la mesa y la vajilla. El aura del ambiente amalgamaba una interminable espera con el aire.

En la habitación contigua permanecía él. También a veces iba una mosca, claro, a dedicarle una ceremonia a la bajo consumo hasta que el aburrimiento la expulsara por la grieta entre la puerta y el suelo.

Para su cena siempre preparaba un plato de arroz blanco en la medida justa, un poco más que ayer. Rara vez la factura de algún servicio atravesaba la puerta de su departamento. Y más extraña aún era la ocasión en que un alguien, que no fuera él, cruzaba ese umbral. González nunca tenía tema para la charla o si tenía alguno no podía usarlo sin sentir que hablaba de una vida ficticia. Superficial, como la cáscara de una cebolla fácil de remover. Entre cuatro robustas paredes se había cultivado su frágil corazón que latía tímidamente. Lleno de temor a romperse. Se trataba de un hombre que era inquilino de sus inseguridades. Que deseaba que nada le sucediera, y nada le sucedía.

Mariano Saavedra

Comisión 37

Prof. Beatriz Masine

Reflexión diaria

El viento le pega de frente en la cara, cada tanto tiene que entrecerrar los ojos para evitar que la tierra de esa maceta entre en ellos. Ve al sol ponerse, el cielo se tiñe de un color violáceo, o rosado, no está muy seguro. Llega el momento de repasar, de evaluar lo que ha pasado en el día. ¿Habrá faltado algo o habrá hecho algo de más? Se pierde en sus pensamientos. Y regresa varias horas hacia atrás. Ve el sol. Es mediodía, la hora indicada para levantarse, gracias al aviso de las campanadas de las iglesias. Una y otra, las dos iglesias que comparten la manzana hacen sonar sus campanas día tras día, siempre al mediodía, doce veces. Curioso es que, justamente, ambas estén en la misma manzana. Se ha dicho cada cosa, como que compiten por los feligreses, la cantidad de concurrencia, que se pelean para determinar qué iglesia llegó primero. A todo eso, por lo que tiene entendido, en la misma zona hubo dos personas muy conocidas, muy queridas y por ellos se construyeron esos templos. Pero aún así a veces le parece que compiten las campanadas de ambas, que por eso suenan juntas, más allá de que sea la hora. Siente que en un “tan” una campana suena más fuerte, que en el siguiente “tan” la otra eleva su volumen. De todas formas, esas campanadas son lo que lo despiertan, está claro que recién levantado no está del todo lúcido como para determinar si realmente es así. Poco a poco escucha llegar a los feligreses, algunos charlan y ríen, otros van rezando, cada tanto ve gente llorando. Él no entiende mucho, tampoco nunca pisó una iglesia, no sabe qué se hará ahí adentro. Pero sabe que una hora después de las campanadas, la gente sale.

Y él también. Pero no de la iglesia, sino de su casa, cuando el momento de trabajar llega. Camina la cuadra de siempre, saluda a los mismos vecinos que saludó ayer y saludará mañana y llega. Imponente ante él, el lugar de trabajo. Un lugar sombrío y tenebroso, según dicen. Para él, su segunda casa, el único lugar donde pasa sus tardes, a gusto, trabajando. Y de a poco empiezan a llegar los coches, negros, lentos, con más coches de todo tipo atrás. Llega el primero, atrás una caravana de autos. No recuerda si el primero ese día era un Renault o Peugeot, o tal vez era Ford. ¿Azul o gris? Se lo confunde con el segundo. El segundo seguro que era Ford. Llegan a donde está él, bajan el cajón y lo llevan para que lo bendiga un cura. ¿Será que este cura también hace competencia con las iglesias que están a una cuadra? Él espera, con el pozo hecho, listo para depositar el cajón. El cajón con el cadáver. ¿Cómo habrá muerto? Imagina qué tipo de persona sería. Si no se equivoca, ha visto a una madre, a una esposa, a algún hijo. Seguro era un hombre, adulto, de unos cuarenta años. Pareciera ser muy juguetón con los chicos, por eso se mueven tanto ahora, y por lo que pudo escuchar a la madre, seguramente era muy cercano a ella. ¿Con la esposa cómo sería? No parece el tipo de persona que engañara a su mujer, aunque ella tal vez… Pobre hombre si es así. Ya le estaba cayendo bien este difunto, y se descubre (¿lo sabe?) que su esposa lo engaña. Quizás por eso murió, para no conocer nunca una noticia semejante. En fin, sale la gente de la bendición, muchos llorando, otros intentando hacerlo, los nenes, tan inocentes, jugando, aunque sin llamar mucho la atención. Él siempre trata de buscar cuál es el familiar más cercano al difunto, para darle el pésame. Se fija a quién saludan y abrazan más personas, quién llora más y si no, mala suerte, le da el pésame al primero que cruce y que se lo haga llegar a todos. Total, se supone que todos están mal. Bah, salvo los nenes. Pero cuando crezcan seguramente necesitarán el pésame ese. Depositan el cajón, deja unos segundos para que tiren flores, se fija quién la emboca arriba del cajón. Es como un juego. Cuando ya están todas, tapa el pozo con tierra. El trabajo está hecho. Alguno de los que están allí le acerca una propina, él dice que no es necesario, mientras estira la mano y la toma, no sea cosa que ese “no es necesario” impulse a esa persona a retirar el billete. Esta misma escena, con otros personajes, se repite a lo largo de la tarde. Cinco veces. Ni una más, ni una menos. Así arregló él cuando consiguió el trabajo, es que no puede estar enterrando un día cuatro personas y otro día seis, tiene que tener algo asegurado, y si ya enterró cinco, bueno, que la gente espere un día más para morir, o que vaya a otro cementerio!

               Vuelve la mente al patio. El sol sigue ocultándose, ya se ve poco de él. El viento está algo más fuerte. Le mueve el pelo, es molesto, pero al menos es feliz de tenerlo. Es que está pasando algo los últimos días. Llega a su casa luego del trabajo y se peina. Le dicen que no tiene sentido peinarse al llegar a su casa, pero ese día lo hizo así, de forma que tiene que ser siempre igual. Y estos últimos días, cuando se peina, ve el horror. Cabellos que quedan en el peine. Un día es uno, al siguiente dos, ha llegado a contar cinco. Quedan enganchados, como no queriendo caer. La mayoría son negros, pero cada tanto aparece uno blanco: el tiempo está pasando. Cómo no va a estar pasando si incluso se están escapando de su cabeza. ¿Se estará peinando demasiado fuerte? ¿Cómo es posible? ¿Será el peine que está roto? No puede ser, ya lo ha cambiado cinco veces. Con dolor, limpia el peine, para que quede libre de cabellos. Peine asesino, quitador de cabellos. Lo lava con bronca, recoge los pelos, son suyos, le pertenecen. Corre al peluquero, se los colocan y respira tranquilo. Ni un cabello más, ni uno menos. Su cabellera vuelve a estar completa, puede volver a su casa. Nota que dejó el lavabo sucio, tan desesperado estaba con el tema de los pelos, que siempre se olvida de abrir la canilla. Lo hace,  el agua comienza a salir y perderse hacia la cañería. Viaje corto. Después no ve más esa agua. ¿Cómo viajará el agua por la cañería? Los átomos chocando unos con otros. ¿Irá rápido, desesperada, buscando salir de ese encierro que significa el caño? Luego saldrá por otra canilla y volverá a hacer lo mismo. Se pregunta si irá de la misma forma por todas las cañerías, o si en alguna lo hará más rápido. ¿Y si la cañería tiene suciedad? ¿Se frenará un poco? Dudas le quedan, respuestas faltan.

               El sol se pone definitivamente. Ha salido bien el día, se repitió como el anterior, y el anterior a ese y todos los días desde que se fue su esposa. Cada detalle de ese día en que dejó este mundo deben seguir igual, simplemente que ahora está solo. Se retira a descansar. Y mientras tanto se pregunta, igual que ese día, igual que anteayer y que ayer… ¿estaba violáceo el cielo o más bien rosado?

Matías Hernán Piccoli
Comisión 37
Prof. Beatriz Masine

jueves, 28 de junio de 2012

La agenda del uno y otro


La rutina de algunos puede resultar extremadamente estresante para otros. Incluso, hay personas que llevan una doble vida, aparentando tener un habitué, mientras llevan otro. Sin embargo, pocos casos conocí tan conmovedores y extraños como el de John Double, quien de ser una persona, pasó a ser otra, aún siendo él mismo.

Johnny era un joven de veinticinco años que estaba terminando la licenciatura en teología sistemática en la Universidad Católica Argentina. Sus padres, grandes influyentes del sacerdocio de Roma, cercanos al Vaticano, habían decidido mantenerle toda la carrera para que pudiera estudiar tranquilo, sin complicaciones, pero con la condición de que consiga buenas calificaciones para poder ingresar en la Universidad Pontificia Salesiana romana como profesor, ya que los contactos que tenían en el lugar les facilitarían tanto el empleo como la instalación en Italia.

Se podría decir que su vida pasaba sin sobresaltos. Nunca había salido más de dos veces con una chica, eran demasiado rápidas para él, y para sus principios dogmáticos. Nunca se había planteado si le gustaba aquello que estudiaba, si le aportaba algo a su vida, ni siquiera había ideado por sí mismo qué sería de él una vez finalizada su carrera. Siempre sus padres marcaron su rumbo, como en su infancia. A decir verdad, nunca había dejado de ser un niño.

            Un día había decido por sus propios medios, lo cual ya es algo de por sí poco habitual, ir hasta Plaza de Mayo caminando desde la facultad para tomar un poco de aire mientras disfrutaba de su intervalo entre Teología Dogmática IV e Historia de la Iglesia III. En el camino, frente a Rodizio, un reconocido restaurant de la zona, encontró tirada a un lado de la vereda, una agenda verde aterciopelada, algo sucia y con un gran manchón de tinta en la parte superior. John la tomó, y con la intención de devolverla, buscó en la tercera hoja los datos personales del dueño. Increíblemente, el anterior poseedor de esa agenda, se llamaba igual que él.

            “Qué extraño”, pensó, y comenzó a revisar su rutina, ya que no había más información de este nuevo John Double, más que su Rh sanguíneo, cero positivo. Era llamativo, el estudiante de teología también lo era.

            En su agenda, tenía varios planes para el día, entre los que figuraban una entrevista laboral, una visita al odontólogo y una cita con quién llamaba “la mujer de su vida”. Su curiosidad venció a sus obligaciones, y decidió faltar a la clase de historia para devolverle la agenda a este extraño individuo que se había apropiado de su nombre.

            A las doce en punto, estuvo en la puerta de Consignia, una reconocida consultora laboral, esperando ver entrar a su tocayo, cuando la recepcionista del lugar se acercó a hablarle.

 -Disculpe. ¿Es usted John Double? –inquirió la mujer.

-S…sí, bueno, pero creo que no es el John Double que usted está buscando- respondió inseguramente.

- Oh, vamos, no se preocupe, todos tienen un poco de miedo la primera vez, pero ya verá que será seleccionado si tiene las condiciones.

-Es que no entiende, yo no soy el John Double que les envió el currículum.

-Entiendo. Sí, todos mienten un poquito, es parte del juego, venga, entre.

            Sin más remedio, Johnny decidió ingresar al lugar, tal vez luego llegaría el postulante que realmente buscaban, devolvería la agenda y lo dejarían irse. Al entrar al despacho, un hombre corpulento lo recibió dándole un fuerte apretón de manos. Acto seguido, comenzó a cotejar los datos que figuraban en el currículum, comenzando por su fecha de cumpleaños, nacionalidad, y número de documento. Todo coincidía con él. Sin embargo, el otro John Double, era jardinero, había trabajado durante años para el Jardín Botánico de la Ciudad de Buenos Aires y cuidaba las plantas de una reconocida familia que vivía en el barrio de Recoleta. Aficionado por el oficio, había competido en el Bilbaojardín 2012 y había conseguido una mención por un viejo bonsai que llevaba años cuidando, y que con ciento dos años seguía floreciendo, dando brotes patrióticos, puesto que el ceibo es la flor nacional. El trabajo que le ofrecían, era sin ir más lejos, el de cuidar el parque de la Casa Rosada.

            John estaba sorprendido, pero decidió aceptar el trabajo. “Después de todo, seguramente su doble lo habría aceptado, y una vez que recupere su agenda, se lamentará mucho haber perdido esta oportunidad” reflexionó, y firmó de inmediato el contrato.

            A las tres, “John Double dos” tenía el turno para el dentista. Nuestro Johnny llegó puntualmente, y al notar que su otro yo no había asistido, tomó el turno. Casualmente, el doctor le encontró dos caries, y se las trató de inmediato. “Tienes que aprender a cuidar mejor tu salud bucal John, siempre igual lo tuyo, te curé estas caries hace un mes, y se te han vuelto a formar en los mismos lugares”, le aconsejó el odontólogo, ignorando el nudo en el estómago que le provocó al protagonista de esta historia este singular consejo.

            Finalmente, a las nueve era la cena. John titubeó. Si iba, y su correspondiente faltaba nuevamente, debía cenar con la muchacha de la cual el otro estaba tan enamorado. Aunque, ¿debía? ¿Tenía la obligación de hacerlo? Después de todo, podía entregarle la agenda, explicarle del mal entendido y continuar con su vida como lo venía haciendo. Sería complicado, pues era evidente que tenía cierto parecido físico con el dueño original de la agenda, si no ¿por qué el dentista no habría notado la diferencia entre uno y otro? Hacía un mes que lo  había visto por última vez, por lo que mínimamente, de su cara debía acordarse. Estaba claro que no sabía si debía, pero que de todos modos lo haría.

            Llegada la hora del encuentro, John el casi- teólogo, vestía un traje color rojo, que contra las expectativas de cualquiera, no era llamativo en absoluto. Optó por zapatos humildes -de tomar el lugar del jardinero, unos Sarkany de montar no serían adecuados-. La joven llegó puntualmente, luciendo sus veintidós años con una frescura propia de una rosa a punto de florecer. Su vestido tenía un estampado floreado, lleno de margaritas, azucenas, lirios, amapolas y lavandas. Como supuso acertadamente John, la chica se acercó a él, reconociéndolo en apariencia.

-Hola John, ¿Cómo estás? Disculpá que tenga este look un tanto improvisado, pero salí un poco tarde de trabajar y no tuve tiempo de alistarme mucho. – Se excusó la muchacha.

- Perdé cuidado, Florencia. Estás…hermosa. Como siempre. – Le respondió sonriendo el joven.

            Esa noche, no sólo fue una de las mejores noches de la vida de John Double uno, sino la mejor hasta el momento. Disfrutó cada instante del encuentro. Al principio, temía que ella le preguntara o le comentara algo acerca de la jardinería, pero supo sortear desde el principio este obstáculo: le sugirió que, por lo menos esa noche, hicieran de cuenta que no se conocían, y actuaran como dos perfectos extraños que deseaban hurgar uno en la vida del otro, por el simple placer de satisfacer curiosidades ajenas.

            Cuando estaban por dar las once, y el arroz primavera estaba por desaparecer completamente de sus platos, John tomó la iniciativa, y acercó un poco su rostro al de Flor, mientras la tomaba suavemente del mentón, atrayéndola hacia él. En el instante que pudo sentir la fragancia a jazmín que emanaba su futura novia, sus bocas se unieron en un beso duradero, pero medido. Fue así que, como si un haz de conocimiento hubiera iluminado su mente, incorporó involuntariamente miles de saberes acerca del oficio de la jardinería, el cuidado de plantas y el catar de más de cien aromas florales diferentes. Ya era todo un profesional en el tema.

            Minutos después, llegó al lugar quién sería su otro yo, y lo observó por la vidriera del restó. Ya era tarde, debía tomar otro rumbo, esa vida ya tenía un nuevo dueño.


Marisol Leal
Comisión 37
Prof. Beatriz Masine

Ruido


Estoy sentado en el baño, aunque se encuentra en el fondo de la casa puedo oír cada sonido que acontece. Unos cuantos metros arriba la vecina del cuarto acaba de romper el segundo plato del día lo que desencadena una nueva discusión con su marido. Oigo a la del tercero bostezar, alguien dormido a su lado cambia la posición, es un ruido sutil, casi imperceptible que no interrumpe su sueño. Afuera la pelea de dos perros callejeros por un poco de comida despierta al viejo amargado del departamento de al lado que putea por lo bajo. El estruendoso ruido que producen las llaves al chocar contra la mesa me dice que Luli está en casa, aunque Ricky ya había avisado segundos antes con sus ladridos taladrantes. El ruido chispeante del aceite al poner el huevo en la sartén indica que mi madre está preparando la cena y que en cualquier momento me llamará a poner la mesa, quejándose de que nunca la ayudamos. Dos puertas más adelante, entre la cocina  y el baño, mi padre susurra por teléfono cosas cursis a una mujer; siempre espera a la hora de cocinar. En la habitación contigua el sonido de las teclas de la computadora no cesa ni un segundo, Luli pasa seis horas diarias frente a ese monitor encantador de adolescentes. El zumbido de una mosca que recorre el pasillo me desconcentra. El goteo de la canilla del baño, que hace años que no cierra bien, me trae de vuelta a la realidad. Siempre disfruté encerrarme en ese cuarto con la excusa de que me gustaba oír el repicar de la lluvia, cosa que nadie entendió nunca, de lo contrario estoy seguro de que hubieran arreglado la canilla.

 Me quedo observando un punto fijo mientras escucho todos los sonidos a mi alrededor, entre todos ellos aparece uno que no puedo definir. Lo siento más cerca que cualquier otro, como si estuviera al lado mío. Los demás sonidos desaparecen y éste penetra cada vez más fuerte. Cada vez más agudo. Determinando a que solo le preste atención  a él. Miro para todos lados buscando su origen y comprendo que está dentro de mi cuerpo, más precisamente en mi mente. Me tapo en vano los oídos, mis pensamientos han tomado el poder de todos mis sentidos, me escucho sin poder resistirme y no me gusta lo que pienso. Dudo un segundo. Escucho pasos cercanos y el grito de mi madre llamándonos a cenar. La canilla vuelve a gotear. La próxima vez no debo ir tan lejos, o mejor dicho, tan cerca.
Agustina Valle
Comisión 37
Profesora Beatriz Masine

SEPIA


La verdad, me hubiese gustado conocerte un poco más. Sabiendo que teníamos muchas cosas en común, como por ejemplo los deportes. Pero la vida así lo decidió y desde hace 13 años ya no estás más acá conmigo.

Los únicos recuerdos que tengo tuyos son excelentes, tanto mi madre como tu hijo, mi padre, me hablan siempre maravillas de vos. Y yo no dudo que así sea; porque por más chico que era, yo también me acuerdo de muchas cosas.

Tengo en mente un tatuaje de origen celta; vos más que nadie sabrías que los celtas están enteramente relacionados con España, tu país natal. ¿El significado? En principio porque me siento identificado con vos, con la sangre española. Y el diseño, además, representa la eternidad; y yo siento que con eso puedo inmortalizarte al menos dentro de mi, llevarte conmigo en la piel, abuelo.

Marcos Deza
Comisión 37
Prof. Beatriz Masine

ROJO


-Creo que sabes por qué estoy acá.

-La verdad no, pero te escucho.

-Mirá, vos sabes que somos amigos desde hace muchos años. Pero creí que entre nosotros no había secretos.

-No entiendo, ¿qué querés decir?

-Quiero decir que cuando usé tu auto, vi lo que había en el baúl.

-Dejá de lado el misterio y decime a dónde querés llegar…

-Cuando abrí el baúl de tu auto, había sangre.

-¿Sangre?

-Sí, sangre. Y además, había un pie.

-¿Es un chiste, no?

-Para nada.

-¿Vos estás queriendo decir que yo asesiné a una persona y guardé el pie en mi baúl?

-No me niegues lo que vi, es tu auto.

-Sí, es mi auto. Pero vos lo usaste hace unos días atrás. Decime una cosa… ¿El pie es izquierdo o derecho?

-No sé, es bastante recto.

-¿Un pie plano?

-Puede que sí, ni me hagas acordar de ese apodo.

-¿Te hace acordar a Carlos pie plano?

-Sí, ¡no lo nombres!

-Te noto nervioso. ¿Hay algo que me quieras decir?

-¿Algo de qué?, (Hace una mueca con los hombros).

-No sé, algo sobre Carlos. Hasta donde me acuerdo, vos lo detestabas. Siempre fue mejor que vos en fútbol y en todos los deportes en realidad. Él decía que era porque tenía pie plano y…

-¡Bueno sí, lo detestaba! Me arruinó la adolescencia, siempre estaba por arriba mío en absolutamente todo. Perdoname, no sé en qué pensaba cuando vine a echarte la culpa de esto.

-Te terminaste pisando solo. Ahora decime… ¿Qué necesitas de mí? Digo, por algo viniste, sabías muy bien que yo no iba a caer, sé que algo querés.

-Necesito eso, eso que esta ahí.

-Vos no querés hacerlo, lo sabés.

-Necesito hacerlo.

 (Tomó la pistola que se encontraba encima de la mesa y se disparó en la cabeza).

-La pistola arriba de la mesa, sólo sirve para tentarlos. Me gusta verlos morir, verlos suicidarse. A veces las personas no pueden cargar con tanto peso, pero no son ellas las que se matan ni yo el asesino. Sino, es la culpa la que las mata.

(En ese instante alguien volvió a tocar a la puerta).

Marcos Deza
Comisión: 37
Profesora: Beatriz Masine



La danza del olvido


El reloj marcó la hora del asco y la puerta hizo su chirrido característico. Oyó las palabras vacías de siempre y contestó con una mueca que simulaba una sonrisa. Se tendió en la cama desvencijada con olor a pecado y se puso mucho perfume para tratar de no sentir la transpiración ajena.

Ya estaba harta del repetitivo ritual. A tanto llegaba el hastío que desarrolló un sistema para satisfacer a los clientes sin tener siquiera que prestarles atención.

Los miraba sin verlos y los acariciaba sin sentir, mientras su mente volaba libre por el recuerdo de tiempos mejores, no necesariamente pasados, ni tampoco futuros, no tenía tal cosa, sólo  construcciones ficticias que armaba y desarmaba a su antojo para ser feliz al menos unos momentos.

A tal punto había perfeccionado el sistema que su cuerpo respondía en forma automática a los estímulos, con gestos específicos preestablecidos. En un momento su rostro fingía sorpresa, luego  la espalda se arqueaba, la garganta emitía una serie de sonidos, los muslos se contraían y relajaban hasta que el cataclismo cesaba, allí simulaba satisfacción y el acto estaba terminado, al menos por un rato.

Le gustaba pensarse cómo una actriz o bailarina, en definitiva no hacía más que mentir con el cuerpo al compás del ritmo más antiguo.

Trataba de postergar el trance hasta después de la ducha pero esta era la parte más difícil. Al ver la colección de moretones y marcas sobre su cuerpo le costaba engañarse a sí misma; su mente podía abstraerse y su cuerpo engañar a cuerpos ajenos, pero el espejo anulaba el hechizo.

Lucila Pellettieri

Comisión: 37(2012)

Profesora: Masine, Beatriz.