El ocaso de Emily
¿Qué es el terror,
sino un director que, desde su lente, nos invita a un funeral para mostrarnos
la casa en la que luego nos dejará encerrados?
Plasmando excelentemente los espacios que William
Faulkner sugiere en su cuento “Una Rosa para Emily”, Hitchcock traza los
escenarios perfectos para contar a través del cine la historia de una sombría
dama que no concibe el paso del tiempo y un pueblo que espera en silencio los
peores desenlaces.
El ocaso es un
film en el que al espectador no le queda más alternativa que situarse en una
mansión donde abunda el polvo y la ruina o un pueblo del que también le
gustaría salir. Un panorama asfixiante que se plantea con la historia
desarrollándose solo desde el interior de la casa de los Grierson y los
alrededores de una plaza desde donde se alcanza a ver la oficina del condado. 
Continuar frente a la pantalla significa entrar en los
particularísimos tiempos de un director que disfruta extrañándonos, con escenas
que se extienden más de lo acostumbrado, y silencios donde se condensa
majestuosamente todo el misterio.
La muerte de Emily Grierson da comienzo a la película,
y es la excusa de toda la ciudad para asistir en medio del morbo y la
curiosidad al universo sombrío e impenetrable de una familia signada por la
locura.
Una voz en “off” nos sitúa después de la guerra de
secesión y nos orienta a través del tiempo en la extraña historia en la que
Emily, hija soltera de una familia ilustre de un pueblo al sur de los EEUU, se
aferra a la muerte y se enclaustra en su mansión durante diez años.
La dama sostiene con fuerzas los restos de un apellido
que decide cargar sola y se derrumba junto a su casa como un monumento que
obliga a la conmiseración.
Bajo la reverencia pueblerina, late un rechazo incapaz
de manifestarse que se enmascara excelentemente en las actuaciones de los pocos
actores que participan en el film. La impasibilidad de Emily condensa todo el
drama y el misterio se aloja, precisamente, en lo que no se dice. Una mirada
suya puede bastar para aplacar cualquier cuestionamiento y develarnos, en
cuestión de una escena, la impunidad con la que logra comprar arsénico sin dar
ninguna explicación.
La palabra es un recurso secundario para un director
capaz de expresar nítidamente el universo de sus personajes sin tener que
hacerlos hablar demasiado. Su montaje siniestro es acertado para retratarlos
mientras desbordan en silencio y se desarrollan en una tensa calma. Su ritmo
nos desorienta para atraparnos de repente e introducirnos ni más ni menos que
en medio de las escenas.
Caminando por los pasillos de la mansión Grierson,
espiando en silencio cada recoveco enmohecido y extraño, Hitchcock nos vuelve
cómplices de un recorrido minucioso por la mansión. La casa como un personaje
más, hablando a través de sus rincones, respirando y exhalando su historia, nos adentra de lleno
en algo muy parecido al terror, cuando se detiene en la puerta de un cuarto que
permanece siempre cerrado, cuando juega con lo
impenetrable y la quietud mortuoria del piso de arriba. 
El afuera opera como contrapunto en  donde se desarrollan la mayoría de las
acciones: un pueblo en Carolina del Sur, con
la incipiente necesidad de diferenciarse del norte y atender a las costumbres de antaño. El paso
del tiempo se advierte más por el paisaje que se urbaniza y que avanza
alrededor de la plaza, que  por la
forma de actuar de sus habitantes. 
En la nueva composición de las autoridades de
Jefferson, aparece un joven consejal, que trae consigo la mirada de una nueva
generación desapegada ya de las atenciones con que se dispensa a Emily e
intenta, infructuosamente, hacer cumplir la ley ante el reclamo de los vecinos.
El olor a muerte es disipado con cal y nada parece perturbar la tranquilidad de
la señora.
De alguna manera, Hitchcock parece haber comprendido
profundamente el universo en el que habitan los personajes de Faulkner,
transportándonos a una especie de sueño en donde todo oscila entre el pasado y
el presente, entre la vida y la muerte, entre el adentro y el afuera. 
Los tiempos de la película –como en el cuento- se
alteran constantemente y en el medio solo vemos a Emily llegar hasta el jardín
delantero de la casa a recibir a sus alumnas de pintura o paseando a caballo
con Homer Barron, un contratista del norte, que comienza a visitarla los
domingos. Su aparente prometido exhibe orgulloso un látigo, al igual que el
padre de la protagonista, según un retrato en el que Hitchcock posa su cámara,
como queriendo decirnos algo.
El resto son conjeturas, sugerencias, acercamientos,
que con gran maestría se realizan en este film.
La vida de los Grierson no es ajena al pueblo y el
amorío de Emily genera rumores que desembocan en una carta para advertir a sus
primas de Alabama. La relación supone una deshonra en una familia de su
estirpe.
Inmediatamente se instalan en su casa dos personajes
igualmente espeluznantes. Hay algo en los Grierson que se repite: un leve tinte
mortecino en sus rostros, una marcada inclinación al silencio, que nos deja el
tiempo suficiente para intentar descifrarlos.
En Jefferson todo parece indicar una pronta boda. Emily
compra la ropa para Homer Barron al que sólo se lo ve una vez más, siendo
recibido por el mayordomo, una tarde en la mansión. El casamiento no se
concreta y Emily lentamente desaparece de la vista del pueblo hasta encerrarse
definitivamente en su mansión. El piso de arriba es clausurado y el paso del
tiempo se refleja en el exterior de una casa cada vez más derruida.
Desde el comienzo, el espectador advierte una especie
de pacto secreto entre la dama y las autoridades, que la eximen de sus culpas y
le perdonan los impuestos. 
En Jefferson, las cortesías y la cal disipan los
rumores y el olor a muerte que traza una línea divisoria entre la casa y el
exterior. 
El mayordomo negro, resabio de la clásica servidumbre
del pasado, se extiende como un puente entre el
afuera y el adentro y abre la puerta por última vez para recibir a la gente
que, de a poco, se acerca a presenciar de cerca la muerte de Emily. Silencioso,
se retira de la escena para nunca más volver, quizás habituado a la humedad de
las paredes y conociendo el secreto que espera inerte en el cuarto de arriba.
Fin y principio se unen, cuando el deceso de la última Grierson reúne al pueblo
en su velorio y las autoridades, finalmente,
autorizan derrumbar aquella puerta para descubrir lo que siempre se sospechó. La
imagen final es una postal siniestra del amor que no se concibe sin la muerte y
se conserva a cualquier costo. Un lecho frío y permanente para una mujer muerta
en vida. Un espacio arrebatado por la fuerza en su batalla empecinada contra el
tiempo. 
Hitchcock termina abruptamente su película, dejándonos
con esta imagen y una sensación extraña. Como si a pesar de todas las señales,
uno no hubiera anticipado el final; como si - al igual que “Jefferson” - uno
hubiera preferido no mirar aquella escena.
         La música y el
arte acompañan con intensidad y se conjugan de una manera casi obsesiva para
lograr que en el fin, el espectador se descubra horrorizado frente a una escena
macabra. 
        Prescindiendo de
la espectacularidad, el director de “El ocaso”, a través de su film, nos
conduce minuciosamente en el universo de la locura, para mostrarnos a una dama
que decide vivir entre las sombras. Adaptando con su marcado estilo el cuento
de Faulkner, lo retoma para recordarnos a una Emily que quizá nunca recibió
tantas rosas como en el día de su funeral.
Ficha Técnica:
Gran Bretaña 1970
Basado en un cuento de
William Faulkner
Dirección: Alfred Hitchcock
Guión-adaptación: Alfred Hitchcock 
Arte: Alma Reville
Fotografía: Pawel Edelman.
Música: Alexandre Desplat.
Diseño de
producción: Jean
Tavoularis.
Vestuario: Edith Head
Intérpretes: Joan Fontaine, Eva Marie Saint,
Tippi Hedren, Rod Taylor, James Stewart, Laurence Olivier, Vera Miles
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