Matías se prepara para salir de su casa con
los movimientos automatizados de todos los días: se calza las Topper blancas,
el buzo canguro que su mamá le compró en la Salada hace ya varios años, y la mochila descosida con olor a
sucio que siempre dice que va a lavar y nunca lo hace. –¿Me olvido de algo?
–piensa mientras busca torpemente los auriculares en el cajón de la mesita de
luz. Siempre antes de salir lo asalta
esa duda inquietante, que lo hace demorarse unos minutos más de lo previsto.
Repasa mentalmente y no, cree que no. Abre la puerta de calle, doble vuelta a
la cerradura, y mira la hora: 10:25 –Uy la puta madre, otra vez se me fue el
bondi. Matías tiene los horarios muy ajustados, si pierde el colectivo de las
10:20 sabe que como mínimo tendrá que esperarlo media hora más. Hace un trote
desganado por la cuadra que lo separa de la parada. Llega y la ve a Alicia. Antes
que él atine a preguntar nada, Alicia dice malhumorada que siempre lo mismo
este colectivo, que les importa un pepino las personas que trabajan, que a
dónde vamos a ir a parar. Matías asiente con la cabeza pero deja de escucharla;
se relaja y conecta los auriculares al celular. Achina los ojos y ve venir al
colectivo. Se sube y apoya la tarjeta en
el lector de la máquina, que marca saldo negativo: menos $8. Viaja apretado y
ni noticias de un asiento libre; está acostumbrado.
Media hora después llega a Morón y mira el
cartel que indica que en 5 minutos viene el próximo tren. Pasa por el molinete
liberado, y piensa: -Cuando bajo en Once cargo la SUBE, y de paso me compro una
coca y un sánguche, así no me cago de hambre. Viene el tren cargadísimo de
gente, se ve que hace un rato que no pasaba. Se pone la mochila adelante, y
empuja con violencia para poder entrar al vagón. Se escuchan las puteadas de
siempre, correte boludo, me estás asfixiando, qué país de mierda, siempre lo mismo.
Matías no se engancha en esa; está
acostumbrado.
Haedo,
Ramos, Ciudadela, Liniers. Ahí baja bastante gente, pero sube más. Tiene calor
entonces aprovecha el vaivén de personas
para cambiarse de lugar, cerca de la puerta. Otra vez sube un malón de gente y
entre todos ve a una petisita con una Jansport negra, que se queda cerca de él. Tiene pelo lacio y largo y un piercing divino
en la oreja. La piba lo mira de reojo, y pone cara de asco. –Siempre iguales
las minas, las mirás un toque y se hacen las divas. Histéricas. Después te
lloran cuando no respondes los mensajes.
Antes de que el tren retome su marcha, traba
la puerta con el pie y con la mano para que haya un poco más de aire. El tren
arranca, las puertas están abiertas. La vibración de su celular en el bolsillo
lo sobresalta. –Uh, seguro es el hinchapelota de Raúl para que le compre algo. Con
la mano sosteniendo la puerta y la gente empujando para tener más lugar se le torna
complicado atender, pero si no lo hace sabe que después se come una puteada.
Entonces mete rápido la mano en el bolsillo, rozando la mochila de la petisa,
que casualmente tiene el bolsillo de atrás abierto. La piba gira bruscamente,
ve el compartimento abierto y empieza a
gritar. –¿Me querés robar pelotudo? Ya te vi que me estabas fichando, la puta
que te parió. En ese momento el tiempo para Matías se acelera junto con los
latidos de su corazón. No atina a defenderse, la situación lo sorprende. Las
personas de alrededor comienzan a insultarlo también, negro de mierda, villero,
chorro. Matías se queda atónito, con una mano sosteniendo el celular que sigue vibrando y con la otra trabando la
puerta del tren. Los gritos aumentan.
Matías lanza una risita nerviosa porque siente que todo está armado,
como si los pasajeros del tren fueran actores secundarios de una obra berreta, esperando ansiosos el pie
para poder decir su parte del guión. Pero la risa no ayuda, la gente lo putea
aun más, la petisa le tira una piña en la panza que lo desestabiliza un poco.
-¿De qué te reís?- le dice un hombre que lo duplica en tamaño. Matías siente
vértigo y recuerda que está la puerta
del tren abierta, por lo que atina a soltarla para que se cierre; ya no le
importa tener calor. Apenas saca la mano de la puerta el gordo le arrebata el
celular, creyendo que es el que le robó a la piba, y lo empuja. Matías siente
el vacío y pone cara de pánico. Piensa en que va a llegar tarde, en el llamado
de Raúl, en qué linda es la petisa.