miércoles, 30 de noviembre de 2011

Primer año lector

(entiéndase lectivo, de lectura) 

                         
Podría asegurar, sin exageración, que si
 queremos saber cuál será el destino de un chico no
   tendremos nada más que revisar su cuaderno, y eso
 nos servirá para profetizar su destino."
Roberto Arlt [1] 



“Me acosté en el piso de baldosas y fijé los ojos en el decimonono escalón de la pertinente escalera. La oscuridad, pese a una hendija que después distinguí, pudo parecerme total. Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph. El diámetro sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo.”[2] Vi a los compañeros fusilados en el basural; muriendo por la patria ausente del General. Vi a Giménez; tieso delante de la heladera a mitad de la madrugada, en pantuflas, observando, sin recordar qué buscaba, el interior. Vi a los pibes, zafando de los ratis, de las balas, de la marginalidad a la que los noventa los condenó. Vi las lagrimas de Capote cuando la horca terminó con la vida de sus ya entonces amigos, Perry y Dick. Vi el día en que la tercera ventanilla del segundo coche estaba vacía y bajo los sauces, las dos niñas, nostálgicas,  lo pensaban a Ariel.
Y así como el tren dobló la curva y se esfumó, el año también lo hizo.
Fue un año holgado, abundante, repleto de relatos, descripciones, discursos, crónicas, anécdotas, experiencias, aventuras, intrigas, líos, vidas. Algunas mías, otras producto de la perspicacia, del ingenio de los genios.
El año fue coloreándome,  y me fui escurriendo, empequeñeciéndome; o quizás  ensanchándome sin notarlo; entre los gigantes de la literatura. Fue así como mi biblioteca se estiró para hacerle un lugarcito a la imaginación de Hemingway, de Faulkner, del inmenso Kafka, de James, de London y de Poe.
Caminar la feria del libro; pararse, revolver, leer las contratapas, las primeras páginas, saltar de stand en stand; era algo de todos los años, algo natural. Sin embargo, esta fue la primera vez que fui “por mi cuenta”, con un amigo;  ya no de la mano de mi vieja como cuando era chico, o con mi abuelo en la adolescencia. Para superar esta nueva hazaña decidí pedir algunos consejos. Deambulando por los pasillos de la facultad crucé unas palabras con Marina Cortés, profesora que generó en mí un (inusitado) interés por la literatura hasta entonces escaso. Me recomendó llevar una libretita e ir anotando lo que me gustaba, aunque no fuera a comprar; pispear editoriales como Eterna cadencia y Anagrama; las librerías Cúspide y Guadalquivir, y el stand del Fondo de Cultura Económica. Terminé llevándome “Manual de zonceras argentinas” de Jauretche; que por cierto, no consiguió “civilizarme”.
Llegó el blog. De a poco fue tomando forma y hoy apiña a una caterva de jóvenes autores que materializaron sus pasiones, sus apatías, sus frustraciones, sus perspectivas y sus talentos en el “papel digital”. Entre ellos me encuentro yo. Dudo que esto hubiere sido posible prescindiendo de las consideraciones que me proveyó Camus: la indiferencia existencial a la vida, al devenir y a la muerte como ultima inevitabilidad; de las intensas entrevistas de Piglia; del desfachatado discurso de Fontanarrosa en el Congreso de la lengua; del brutal asesinato de Zoe Kruller; o de “la guerra del fútbol” que sobrellevaron los pueblos de Honduras y El Salvador.
              A todo esto se sumó la visita al instituto; que entre rejas, cumbia y alambres de púa nos empapamos de otras vidas; nos infiltramos para sentir sus dolores, sus ausencias, su exclusión. Pudimos padecer por un rato el ruido seco y ensordecedor del encierro; el sinsabor de los días; la añoranza del afuera, el recuerdo de la vida.
              A modo de cierre, quisiera agradecer a mi abuelo, Aldo; por esas tardes en las que las palabras florecían entre mates, pepas y canciones de la guerra civil española. Juntos ultimábamos detalles previo a las entregas, y él le daba el toque que sólo brindan  la experiencia de los años, la sabiduría de los libros, los aplausos y los premios. Permítaseme aclarar: mi abuelo Aldo, además de ser mi abuelo, es escritor.


Manuel Guijarrubia
Comisión 36


[1] Arlt, Roberto, Aguafuertes porteñas, Losada, Buenos Aires, 1999.
[2] J.L.Borges , El Aleph,

jueves, 24 de noviembre de 2011

JUNIOR


   – ¡¿Ned?!
   El nombre que se escuchó en todo el bar llevaba una entonación de pregunta, o exclamación, o sorpresa, o quizás, era una mezcla de todo eso.
   El único hombre que estaba sentado en una de las butacas de la barra –las demás personas se distribuían en unas pocas mesas- , sin alzar la cabeza y por encima de sus anteojos oscuros, dirigió su mirada al lugar de donde venía la voz. Hacía más de doce años que no lo llamaban así. Sin más gestos, se desentendió del llamado, apuró el whisky de un sorbo –fondo blanco–, chistó al mozo y, serio, señaló el vaso pidiendo otro más. El mozo lo miró asombrado, era el sexto.
   ¿Doce años ya? Sí, desde que vivía en Bullet Park que no lo hacían. En realidad, sólo allí lo nombraban de esta manera. En Queens – Nueva York–, su barrio de la infancia, siempre fue Junior, porque compartía el mismo nombre con su padre. Familia de clase media, papá empleado público, mamá ama de casa.  Junior pasó su infancia y adolescencia en ese barrio del cual renegaba. Siempre quería más. Ambición le llaman.
   En 1979 se anotó en la carrera de administración de empresa, un poco porque sentía que era bueno para los negocios, otro poco porque sostenía que era una buena carrera para ganar dinero, pero sobre todo porque debía aprovechar la beca que la Universidad de Baruch College le ofreció para formar parte del equipo de natación. Para eso sí era bueno, acumulaba varias medallas de torneos de los que participó en la escuela secundaria. Allí conoció y conquistó a Lucinda, allí, también, comenzó a perderla.
   Aunque las marcas en su rostro no dejaban mentir, sus 49 años estaban bien llevados. Metro ochenta y cinco, grandote, brazos que tenían memoria de haber pasado por un gimnasio, bien bronceado a pesar del otoño. Daba la sensación que, de más joven, habría tenido un parecido a Mitch Bucannon, aquel guardavida de la recordada serie de televisión Baywatch, interpretado por David Hasselhoff. Una remera escote en V, jeans, zapatillas. Además, un exagerado cinturón y una cadena dorada que no pasaba desapercibida, anteojos de sol Ray-Ban y un saco de corderoy color chocolate que descansaba en la butaca que estaba a su derecha. Podría decirse: canchero. Podría exagerarse: fanfarrón. Sin embargo había algo  en su rostro, en su postura, y hasta en ese pelo que se desparramaba a medida que pasaban los vasos pedidos, que insinuaban algo.
   Con Lucinda se casó a los 26 años (ella tenía dos años menos que él). Atrás quedaron las carreras –en el agua– que ganó; la carrera –en el aula– que no terminó; la universidad, que lo expulsó; el distanciamiento con sus padres, a los que no oyó. Atrás quedó el cadete, el administrativo, el encargado de área, el gerente zonal. Con 27 años era socio de A&P Contruction, empresa contructora (sabía que era bueno para los negocios). A los 27 años dejó de ser Junior para ser Ned. En Bullet Park era Ned. A él le gustaba, lo hacía sentir joven, fuerte, apuesto, pero sobre todo, lo hacía sentirse parte de ese círculo tan distinguido. En aquel barrio residencial, de casas enormes, con muchas habitaciones, grandes patios, piletas, quinchos y camionetas 4x4 estacionadas fuera de las cocheras. No se podía quejar. Ascendió rápido, tenía dinero, casa, coche y a Lucinda, también joven, también bella. Nada podía salir mal.
Sin embargo, más de 12 años que no vivía en Bullet Park, que no pisaba ese bar. 
   – ¡Ned!
   Volvió a escuchar aquel nombre. Esta vez con más fuerza y menos tono de pregunta. La voz iba directo a él, como un misil teledirigido. Levantó la cabeza y, detrás de esos vidrios oscuros que cubrían sus ojos, vio a Alison, una de las hijas de los Hammer.
   Alison era amiga de la infancia de Julie, su hija más grande – a Mary, la menor, la tuvo un año antes de irse de Ballet Park–. Alison y Julie iban al colegio juntas, al mismo grado. Por la tarde, Ned las pasaba a buscar en su Grand Cherokee Spoilers y las llevaba a su casa a merendar. Después de hacer la tarea, seguían jugando hasta la tardecita. De allí su gran relación con los Hammer. ¡Qué buenas fiestas organizaban esa familia!, se acordó y dejó salir una mueca que no llegó a ser sonrisa. Además, recordó que con los Hammer solían cenar en familia y, alguna que otra vez, en parejas. Sus esposas se llevaban muy bien. Una vez, compartieron vacaciones a Aspen, donde aprendió a esquiar. Allí fue donde Jonh, doctor él, al darse cuenta del problema intentó ayudar a Ned. ¿Será que la negación hizo que la amistad se fuera apagando?, se preguntó.
   A pesar de eso, el último día de Ned en Bullet Park, ya sin Lucinda y las nenas, fue Jonh el único vecino que se acercó a saludarlo. Golpeó la puerta, lo apretó en un abrazo y le deseó “mucha suerte”.
   – Hola Ned. ¿Te acordás de mí?, soy Kate Hammer, la hija de Jonh.
   Ned abrió grande los ojos. Kate también era hija de los Hammer, pero un año mayor que Alison y Julie. Se había equivocado
   Mayores negocios, mayores ingresos, mayores responsabilidades, es igual a mayor adicción. Ese era el problema; lo que en un principio supo controlar, con el tiempo se le fue de las manos. Lo que antes fue placer, relax, disfrute, ahora era inmadurez, dependencia emocional, inseguridad, perdida de autoconciencia; que se transformaron en malos negocios, en acercamiento al juego, en distanciamiento de los amigos; que impactó en la familia, Lucinda dijo ¡basta! Julie y Mary no, pero con siete y un año respectivamente, no podían elegir. Las tres a la casa de la abuela. Ned solo.
   Kate esperaba respuesta a su pregunta. Se la notaba confundida. Ned, se paró, con la mano izquierda tomó sus anteojos y los subió apenas, con la otra mano, se frotó los ojos como si algo le molestara. Debía abortar el intento de aquella lágrima por escaparse. Tomó aire, y con otra mueca más parecida a una sonrisa que la anterior dijo: “lo siento señorita, mi nombre es Junior, se ha confundido de persona”.  Tomó su saco, dejó dinero en la barra, palmeó el hombro de la confundida Kate y se dirigió hacia la puerta.
   Neddy Medrill dejó el bar, subió a su Grand Cherokee Spoilers desvencijada y encaró la avenida que llevaba a Queens.

martes, 8 de noviembre de 2011

Escape hacia la libertad


          Carlos llevaba casi dos años y medio preso en la cárcel de Caseros, en la provincia de Buenos Aires. Lo habían condenado a diez años de prisión por el homicidio premeditado de sus padres y él mismo se había declarado culpable en el juicio, dado que se había arrepentido inmediatamente del acto de locura que cometió.
            Todos los días que transcurrían en la misma celda de cuatro paredes y barrotes, eran larguísimos y aburridos hasta el cansancio. Cada tanto, Carlos ideaba distintos planes para escaparse, aunque nunca se atrevía a realizarlos por miedo a ser descubierto y encerrado de nuevo. Sin embargo, un día dictaminó que su suerte debía cambiar y decidió poner en marcha su último plan para salir de allí. Todas las madrugadas, después de asegurarse que toda su unidad estaba durmiendo, se dedicaba a hacer un agujero cada día más profundo en el piso del material parecido al barro del que estaba hecho su celda. Avanzaba muy lentamente, pero siempre con el corazón esperanzado de que ese túnel lo llevaría a algún lado fuera de de ese infierno. Iba tachando cada día que pasaba en un precario calendario que había adquirido a modo de canje de otro preso de la unidad, así fue como supo que el día quinientos de haber empezado a cavar, el pozo tenía suficiente profundidad como para introducirse y ver adonde conducía. Ese día, Carlos se emocionó tanto de haber terminado que prefirió descansar bien e intentar escabullirse al día siguiente. Al otro día, a la madrugada, por fin lo hizo. Logró abrir camino hasta que se topó con algo que impedía su paso, parecía una placa de metal, por lo que supuso que era una chapa que podría remover fácilmente. La apartó con cuidado y metió la cabeza a través de la abertura de lo que parecía ser una especie de tubo. Al principio vio solamente la claridad mugrienta de una ventana que flotaba a una distancia imprecisa pero después se aclaró el panorama y pudo ver dicha ventana mucho más de cerca, y por lo tanto, con más precisión. Carlos estaba ilusionado, feliz, porque por primera vez en mucho tiempo vio algo de lo que ya se había olvidado, algo que brillaba muy intensamente en el cielo, que le transmitía una sensación de calor y de paz que no lograba comprender del todo. De pronto asumió que ese rayo intenso provenía del sol que brillaba en lo alto de la montaña y que para él representaba el mayor signo de libertad. Aquella con la que el soñaba, y que anhelaba tanto, pero que todavía no podía alcanzar.
             Ese lugar oculto se convirtió en el lugar favorito de Carlos, al que recurría cuando la locura del encierro lo invadía y necesitaba escapar de las cuatros paredes que componían su celda. Aunque no pudiera salir de allí y sentir el sol de manera más directa, se conformaba con contemplarlo desde aquella sucia y diminuta ventana

Camila López Mayr
Comisión 36

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Slyvonckz o la Revolución amordazada


                                           Slyvonckz o la Revolución amordazada
                                          
Las tratativas del Régimen con los rebeldes de la provincia de Slyvonckz fracasaron. Elisabeth Zlatinowska[1] fue asignada para la coordinación de los pactos “no-agresión” con la dictadura de Joseph Kodlowr por Piotr Smarinovich[2]. Smarinovich, un hombre de unos treinta años, mantenía su postura intransigente en lo que a valores éticos respectaba, como lo señaló en el manifiesto del PSR[3] titulado “Pueblo e ideología”:
“(…) La lucha de clases siempre estuvo, está y seguirá existiendo. Es una característica intrínseca del sistema de explotación capitalista, que, justamente, avala, consiente y reproduce –desde y en el plano de la superestructura– la desigual participación en el sistema de producción.
(…) La lucha de clases es inexorable, la guerra civil, como expresión máxima de la contraposición de intereses antagónicos, también. No obstante, el verdadero revolucionario debe saber utilizar en la medida justa una de sus principales armas: la violencia. La violencia es la metralleta de todo guerrillero, pero es también la cicuta de todo movimiento revolucionario. Un alto número de víctimas civiles es el sepulturero de toda acción subversiva.”
Smarinovich sostenía que las condiciones objetivas no estaban dadas, faltaba aún que la conciencia de clase madurase en los obreros y que el éxito de la Revolución dependía, en gran medida, de dichas tratativas. Presión; quizás demasiada para la joven Zlatinowska de 28 años, quien supo demostrar temple y capacidad de mando en momentos difíciles.
Los términos del Régimen eran herméticos, totalmente inaceptables para cualquier movimiento revolucionario. “Aceptar lo que Kodlowr propone, implica consentir la estrangulación de la Revolución” escribió Elisabeth en su diario. La guerra ya estaba en marcha…

                                                         ***

La fría madrugada del 23 de mayo del 1950 acompañada de una fuerte helada se hizo sentir entre los guerrilleros, que mal alimentados y mal equipados como estaban, se encontraban sumidos en el más profundo sueño a escasos metros del bosque de Zlotogrod. Lev Polkoskowicz[4], a cargo de la guardia nocturna, alcanzó a divisar, en medio de la claridad incipiente, un pelotón del Ejército del Régimen a unos 100 metros. Ordenó a sus hombres volver al campamento y alertar a los demás guerrilleros. En medio de la improvisada reorganización, una densa balacera cayó sobre la 2da División del ESR. Los guerrilleros utilizaban troncos caídos, árboles, arbustos, montículos de rocas y ruinas edilicias a modo de barricadas para mantener posiciones, que, a cada instante que pasaba, se volvían cada vez más insostenibles. Elisabeth, en cuestión de minutos, comprendió que la emboscada había sido premeditada y que su ejército era incapaz de dar batalla en tales condiciones. Ordenó la retirada hacia el sur, hacia el bosque de Zlotogrod. Polkoskowicz, en medio de la balacera, alcanzó a gritar, que él y un reducido grupo de hombres formarían la retaguardia a fin de contener el ataque y facilitar la retirada de los demás guerrilleros. A pesar de considerar altamente riesgosa dicha decisión heroica, aceptó, y aceleró la retirada de gran parte del ejército.
En cuestión de una hora, la 2da División del ESR se encontraba en la localidad de Wierbery, a unos 15 kilómetros del bosque de Zlotogrod. Hacia el mediodía, llegó un puñado de hombres a Wiebery. Era la retaguardia del ESR; Elisabeth salió a su encuentro. Ilich, Mijaíl, entre otros, tenían los ojos llorosos; la retaguardia había cumplido su objetivo, pero el costo había sido alto, demasiado quizás: no sólo no se había podido rescatar absolutamente nada del campamento, sino que Lev Polkoskowicz había caído en combate. Elisabeth se mordió los labios, frunció el ceño y miró el suelo buscando consuelo. Musitó unas palabras inaudibles. Había perdido no sólo su mejor hombre, sino también a su incansable camarada de lucha. Amargas lágrimas brotaron de sus ojos, enrojecidos por la tristeza y por el filo del viento helado. Sin dar instrucciones se retiró a la casa de Inessa Boglowinski, esposa del fallecido Polkoskowicz, a fin de informarle la desconsoladora noticia. En medio de llantos y resoplidos, Inessa descargaba fuertes insultos contra el Régimen y maldecía a los campesinos que oficiaban de informantes del Régimen y no lograban comprender que esa era su revolución. Griogori y Gueorgui, los dos hijos de Polkoskowicz, buscaban consuelo en Elisabeth. Su semblante se había vuelto más triste, aunque no por ello menos sereno. Con los ojos perdidos en el horizonte, Elisabeth pudo entender que el atardecer había caído en Wiebery y que otra noche helada e inapacible los esperaba.


[1] Comandante de la 2° División del Ejército Separatista Revolucionario (ESR). Nacida en 1921, hija de inmigrantes socialistas, tuvo la oportunidad desde su juventud de entrar en contacto con las principales obras marxistas y anarquistas, a partir de las cuales cimentó su pensamiento crítico. En diciembre de 1945, en un mitin trotskista conoció a Smarinovich, quien justamente presidía dicho encuentro.
[2] Comandante en jefe de las Fuerzas Separatistas Revolucionarias de Slyvonckz. Jefe político de la Revolución del ’50.
[3] Partido Separatista Revolucionario. Fundado poco después del fin de la Segunda Guerra Mundial (1947) por Piotr Smarinovich y Elisabeth Zlatinowska, debido a las medidas retrógradas que había tomado el Régimen para con el movimiento obrero nacional en lo que Joseph Kodlowr denominó como “Reforma Libertadora” (1946).
[4] Nacido en 1910 en Regenauer, un pueblito situado a unos 20 kilómetros de Slyvonckz. Se unió al PSR a penas fue fundado. Supo forjar una sólida amistad con Elisabeth Zlatinowska y ganarse su confianza; es por esto que se dice que es su mano derecha.




Francisco Moyano Larrazábal
Comisión 36

martes, 1 de noviembre de 2011

Carta a Mariana


Estimada Mariana,
                                 Me dirijo a usted con el fin de informarle que su madre se ha ido volando. Sí, como escucha, o  mejor dicho, lee. Se ha elevado por los aires y no ha podido retornar a tierra firme. Yo me  hago cargo de mi responsabilidad sobre el asunto, dado que soy el director de éste hogar para ancianos y es mi deber que todos se encuentren en buenas condiciones, o, por lo menos, que permanezcan dentro del establecimiento. Sin embargo no he dado crédito a las palabras de mis colegas, quienes ya me habían informado acerca de esta costumbre que tenía su madre.
Doña Rosa, como usted ya sabe, era una lectora audaz y empedernida. No discriminaba ningún género literario, todos eran de su agrado, por que a la hora de sentarse a leer, ella podía “volar” literalmente, transportándose hacia esa realidad ficticia. Tanto es así que llegó el día en que, aparentemente, no pudo volver a la tierra. O simplemente, no quiso hacerlo.
Si a usted le interesa mi opinión, yo creo que la realidad en la que se hallaba sumergida aquella tarde le resultó mucho más atractiva que la suya. Conjetura a la que me aventuro luego de haber hablado con varios de sus compañeros del hogar, quienes me han mencionado que doña Rosa manifestaba continuamente que éste no era su lugar en el mundo. Estos testimonios me hacen pensar que ella no se hallaba a gusto aquí, por lo que tendría mucho sentido que hubiera decidido entregarse a la ficción de los libros.
Supongo que al leer esta carta usted se encontrará un poco angustiada, debido a su pérdida. Pero tal vez la consuele saber que esta repentina huída también le ha causado inconvenientes al hogar. Por extraño que parezca, su madre se llevó consigo una de las tazas de té de un juego antiquísimo de vajilla inglesa, donado por la familia de una de nuestras huéspedes hace muchos años. También la silla donde se encontraba sentada y el libro que leía en el momento de la desaparición se han ido volando junto a su madre, lo que es un inconveniente para la administración de los fondos del hogar ya que tendrán que recortar el presupuesto destinado a los servicios básicos del establecimiento para reponer los insumos faltantes.
Para concluir, quiero comunicarle mis condolencias por su pérdida, además de invitarla a retirar las pertenencias de doña Rosa dentro de los próximos 10 días, ya que nuestra lista de espera es extensa. De todas formas, no damos por descontado que ésta, en un rapto de coherencia, quiera retornar a la tierra con los que más la queremos. Si esto sucede, estaremos encantados de recibirla nuevamente, tomando las medidas pertinentes, ya que usted era la única en abonar la cuota en tiempo y forma.

Espero verla pronto, mis saludos
Atte. Alfredo Di Santi.
            Director General del hogar para ancianos “Siempre juntos”.

                                                                                                                                                                                                                                                  CAMILA BAZÁN.
                                                                                                                                         COMISIÓN 36