Carlos llevaba casi dos años y medio preso en la cárcel de Caseros, en la provincia de Buenos Aires. Lo habían condenado a diez años de prisión por el homicidio premeditado de sus padres y él mismo se había declarado culpable en el juicio, dado que se había arrepentido inmediatamente del acto de locura que cometió.
            Todos los días que transcurrían en la misma celda de cuatro paredes y barrotes, eran larguísimos y aburridos hasta el cansancio. Cada tanto, Carlos ideaba distintos planes para escaparse, aunque nunca se atrevía a realizarlos por miedo a ser descubierto y encerrado de nuevo. Sin embargo, un día dictaminó que su suerte debía cambiar y decidió poner en marcha su último plan para salir de allí. Todas las madrugadas, después de asegurarse que toda su unidad estaba durmiendo, se dedicaba a hacer un agujero cada día más profundo en el piso del material parecido al barro del que estaba hecho su celda. Avanzaba muy lentamente, pero siempre con el corazón esperanzado de que ese túnel lo llevaría a algún lado fuera de de ese infierno. Iba tachando cada día que pasaba en un precario calendario que había adquirido a modo de canje de otro preso de la unidad, así fue como supo que el día quinientos de haber empezado a cavar, el pozo tenía suficiente profundidad como para introducirse y ver adonde conducía. Ese día, Carlos se emocionó tanto de haber terminado que prefirió descansar bien e intentar escabullirse al día siguiente. Al otro día, a la madrugada, por fin lo hizo. Logró abrir camino hasta que se topó con algo que impedía su paso, parecía una placa de metal, por lo que supuso que era una chapa que podría remover fácilmente. La apartó con cuidado y metió la cabeza a través de la abertura de lo que parecía ser una especie de tubo. Al principio vio solamente la claridad mugrienta de una ventana que flotaba a una distancia imprecisa pero después se aclaró el panorama y pudo ver dicha ventana mucho más de cerca, y por lo tanto, con más precisión. Carlos estaba ilusionado, feliz, porque por primera vez en mucho tiempo vio algo de lo que ya se había olvidado, algo que brillaba muy intensamente en el cielo, que le transmitía una sensación de calor y de paz que no lograba comprender del todo. De pronto asumió que ese rayo intenso provenía del sol que brillaba en lo alto de la montaña y que para él representaba el mayor signo de libertad. Aquella con la que el soñaba, y que anhelaba tanto, pero que todavía no podía alcanzar.
             Ese lugar oculto se convirtió en el lugar favorito de Carlos, al que recurría cuando la locura del encierro lo invadía y necesitaba escapar de las cuatros paredes que componían su celda. Aunque no pudiera salir de allí y sentir el sol de manera más directa, se conformaba con contemplarlo desde aquella sucia y diminuta ventana
Camila López Mayr 
Comisión 36
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