domingo, 30 de septiembre de 2012

Perfil literario: Josef Mengele


“Llevar algo en la sangre” es ser una persona idónea para algo en especial. Ciertas condiciones y aptitudes, que hacen a dicha idoneidad, pueden ser adquiridas fácilmente por cualquiera, pero existen otras que necesitan la ayuda de la genética: aumentar de estatura, convertir ojos marrones en verdes, o azules. La “Teoría general sobre la herencia”, de Gregor Mendel, fundó las leyes de la genética y aportó nuevos conocimientos acerca de la herencia y variación de los rasgos. Pero analizar personas sólo con la genética mendeliana generaría investigaciones incompletas, para evitar eso también hay que tener en cuenta la “genética” social, el contexto.
Si en 1911, en Gunzburg –un distrito del estado de Baviera, en el sureste alemán–, hubiese nacido un niño llamado Josef, deberíamos considerar: la extrema disciplina impartida por sus padres, el hecho de que creció orgulloso de su tierra natal, atestiguando el estrangulamiento geográfico, político y socio-económico de su patria –acordado por los Aliados en el Tratado de Versalles–, su adhesión al nazismo y su obsesa carrera médico-militar. Pero esto no es un ejemplo, el hipotético niño efectivamente nació y se crió en el seno de la familia Mengele. Durante su juventud, convencido de la superioridad de la raza aria sobre el resto de la humanidad, realizó experimentos en humanos, para corregir los “errores” cometidos por la naturaleza en la sociedad alemana. Josef no es sordo, pero no oye a todos los que le hablan, especialmente cuando las convicciones en su cabeza le susurran que no lo haga.
–La manipulación genética es una intromisión en el terreno de la creación –le afirman algunos– ¡¿No lo ve?! Usa los medios equivocados para el fin equivocado –le exclaman otros.
Pero Josef no es sordo, solamente no escucha. Los religiosos le dicen que la ingeniería genética altera disposiciones divinas. Los supersticiosos que la manipulación de los genes modifica las elecciones del destino. Pero en Alemania, durante el gobierno nazi, la manipulación genética y la experimentación en humanos fueron parte del trabajo; el juego que un niño bávaro jugó con otros miles de niños. Todos ellos, los miles, ensayos en pos de un objetivo: el anhelo de ese niño bávaro por alcanzar la pureza racial. Su sueño: ser capaz de moldear humanos. Moldearlos con las manos a su voluntad. Josef Mengele fue ese niño bávaro, también fue esas manos.
Hoy, 1 de septiembre de 1965, bajo el sol de la primera tarde, aparece ahí delante la imagen borrosa de un hombre y su espera, está de pie con las manos cruzadas tras su espalda, aguarda en el pórtico de una cabaña. Puedo ver una elegante silueta vestida de etiqueta, demasiado extranjera para tanta naturaleza tropical. No se mueve. El sol y la cercanía recomponen la imagen borrosa: Josef Mengele, un hombre entrado en años, espera mirando en esta dirección.
–Buenos días –la caricia de dos palabras–. Empezaremos aquí afuera –los buenos días son por cortesía, son una caricia ¿habrá respetado este mismo protocolo con todos sus experimentos? Primero, las manos en la espalda, luego, la cortesía, la caricia que los tranquiliza; y por último, esa orden, siempre la misma orden, siempre “empezaremos”.
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La ruta despliega decenas de largos brazos de tierra, cada brazo indica la entrada a un grupo de entre dos y cuatro cabañas, lo cual dificulta la comparación, pero todas las cabañas son bastante parecidas. Su semejanza va más allá de la madera oscura usada para construirlas –que sin dudas debe ser la misma–, de su diseño inspirado en la arquitectura alpina –que sin dudas es el mismo en todas ellas–. Y es que, cuando uno ingresa por cualquiera de los caminos de tierra pisada, lo primero que piensa es: cabañas, ahí viven personas. Porque, menos donde las cabañas, todo es naturaleza: árboles salvajes oteando la madera domada por el hombre, exótica vegetación sorprendiendo cada vez menos por su abundancia, y la humedad, que aquí es el mar invisible entre cielo y tierra por donde se camina. Todo invita al descanso acompañado de una respiración profunda. Candido Godoi es un lugar donde fácilmente se puede olvidar una ciudad entera. Sin embargo, Josef dice que vino a Brasil sólo porque le ofrecieron asilo.   
–Aquí uno disminuye demasiado su ritmo de vida. Imagínese que el canto de las cigarras es lo más parecido al bullicio de la ciudad. De cualquier manera, mi ánimo no depende de dónde me encuentre, sino sería un ciclotímico. Últimamente viajé demasiado.
Recordar viajes es un buen pasatiempo. Porque, para viajar en el presente, hay que caminar media hora bajo el sol hasta la ruta, transpirar la espera de un vehículo, y evitar que se dilaten las horas cuando, al observar de lado a lado la ruta, sólo veamos calor y una delgada línea de pavimento vacía. Hasta que, quizás, con su canto, una cigarra nos recuerde la ciudad. Pero de momento no hay cigarras, el sol continúa firme en el cielo y aún nadie más ha pasado por el pórtico. El resto del mundo no importa, sólo existe Candido Godoi –las cabañas–. Porque todo alrededor es silencio de naturaleza, y el canto de las cigarras todavía no se escucha.
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En su voz se diferenciará el habla de la afirmación. Pese a las dificultades del español, demostrará que puede expresar su desacuerdo sin parecer grosero, e intentará restarle importancia al desarraigo tras sus viajes por Sudamérica. No gesticulará más que para frotar sus brazos ocasionalmente.
–Quien no puede despegarse de los afectos difícilmente pueda viajar –afirma Josef–. ¿Por qué debería desprenderme de mi pasado? Los que abandonan sus ideales reniegan de su pasado, y le aclaro, no hace falta viajar para abandonar ideales –se frota un brazo–. La principal barrera a superar no es el viaje, y más importante que dejar los afectos, es no tener qué reprocharse –se frota el otro–. Cuando dejé Europa, me costó aceptar que sería difícil recuperar mis condiciones de trabajo, perdí mucho por el rencor existente hacia mi persona, pero nada me impedirá terminar mis investigaciones. Por eso es que puedo viajar sin renegar del pasado, porque me apasiona llevar conmigo la cuenta que tengo por saldar, terminar mi trabajo –el ágil aplauso de una mano sobre su brazo interrumpe el discurso–. Un mosquito, entremos, debo limpiarme –el mosquito se convirtió en una mancha de sangre, la mancha en una invitación a ingresar en la cabaña.
El interior es modesto: una sala hace de cocina y comedor, hay sillas y una mesa de madera. Sobre la mesa: vajilla sucia, un botiquín y un cuaderno. Josef cruzó la sala, abrió una puerta, la dejó abierta, se oyó otra puerta abrirse; y por último, se filtró el sonido de un chapoteo en el agua. Regresó con un saco diferente y un perfume demasiado fuerte para un ambiente cerrado. Realizó un comentario acerca de lo difícil que le resulta higienizarse: antes no era así, se lo escuchó decir.
–Estuve en un suburbio argentino, pero lo que más recuerdo es la Patagonia, me recordaba a Baviera, fue como mi segundo hogar. Allí trabajé en una veterinaria y viví en una hostería. De aquella época tengo registros incompletos y algunos dibujos. Levántese, le voy a mostrar.
Un segundo hogar nunca puede pasar inadvertido. Más aún si el tercer hogar es una cabaña en medio de la nada brasilera, y la habitación donde se vive, por más dibujos que la empapelen, es una cueva de madera oscura y húmeda. Pilas de informes y numerosas cajas rodean al pequeño catre junto a la ventana. Josef habla mientras extiende una lámina con dibujos y comentarios, en ella se puede leer: Homo-arabicus dolicéfalo, Homo siriacus, Homo europeans.
–Tuve que dejar Argentina de improvisto, por aquel entonces volví a sentirme lleno de entusiasmo. Creí que serían tiempos mejores, pero lo que le ocurrió a Adolf lo cambió todo –suspira, da unos pasos y se sienta en el catre a observar la lámina.
Karl Adolf Eichmann, teniente coronel nazi, fue capturado en Argentina, enjuiciado y muerto en Israel en 1962. Desde entonces –y más que nunca– Josef Mengele es un fugitivo: vive atrapado en el insoportable calor que rebota por toda la cabaña, escribe sobre sus láminas a escondidas, oculta de la muerte al médico-militar nazi. También busca –nunca dejó de buscar–, cumplir su sueño de niño bávaro: ser capaz de moldear humanos. Moldearlos con las manos a su voluntad.

martes, 18 de septiembre de 2012

La mujer de la mirada apagada


Creer en el amor a primera vista no me resulta disparatado,  el hecho de que una persona dirija su mirada un instante, por más efímero que sea y quede cautivado por una figura, es completamente familiar. Exactamente eso me sucedió a mí, un enamoradizo sin fronteras, que daría todo por aquello que más quiere, con un solo motivo: saciar esa incontenible sensación que aborda al hombre por dentro y lo envuelve en un halo de desesperación que todos llaman deseo. No soy un gran escritor, esta debe ser la primera vez que escribo, pero la situación lo amerita. Intentaré hacerlo de la mejor forma posible, para que se entienda por lo que estoy atravesando. Ya han pasado cinco días desde que me encerré en el armario, no sé si volveré a salir, no sobreviviré sin comida ni agua, pero lo que me interesa contar es cómo llegué hasta esta situación tan trágica.
Toda mi vida he sido un amante del arte, y no solo por mi situación económica (mucha gente adinerada ingresa forzosamente en el mundo del arte sólo por el prestigio que otorga), realmente me apasiona, disfruto cada minuto que paso contemplando una pintura. Si tuviera que imaginar un paraíso seguramente estaría repleto de cuadros, esculturas y un conjunto de arpas endulzándome los oídos. Pero no quiero perder tiempo con ilusiones y vaguedades, basta con que sepan que amo el arte y es mi gran obsesión.
Lo que realmente importa es lo que viene a continuación, presten suma atención. Yo me encontraba en una de mis tantas visitas mensuales al Museo Nacional, lo conocía de memoria, nunca había nada nuevo para ver pero caminar sus pisos de mármol me reconfortaba el alma. Y aquí viene lo interesante. Entré al salón que se encontraba en el ala derecha, eché un vistazo general a las paredes (no es uno de mis salones preferidos, pero tiene cierto encanto) y algo se encontraba fuera de lugar. Podía notarlo pero no sabía qué exactamente así que me tomé el trabajo de mirar fijamente cada obra que colgaba de las paredes buscando a la intrusa. Finalmente la encontré, casi omnipotente al lado de una obra realizada por un artista sueco, era ella, mis ojos no creían lo que veían. Las lágrimas no tardaron en aparecer y la boca me temblaba mientras se me dibujaba una sonrisa que dejaba ver mis dientes, era la más pura de las felicidades. Tantos años buscándola, viajando, recorriendo museos y ahora estaba frente a mí, aún no entiendo como no me desmayé en ese preciso momento.
Era, a mi parecer, la más hermosa pintura que se ha visto, cautivadora, fina, de vanguardia,  sencillamente magnífica. Su creador, que por cierto mantenía el anonimato,  la había bautizado como “Tristeza en Hamburgo” pero a mí me gustaba llamarla “La mujer de la mirada apagada”. Conocí este cuadro en uno de mis viajes a Alemania,  mientras miraba un catálogo en una exposición de artistas universitarios, pero esa también es otra historia que no hace falta mencionar ahora.
Sin duda me dirigí al dueño del museo y le hice una oferta que, por la expresión de su cara, no dudo en rechazar. Estaba sacrificando los ahorros de toda mi vida, una parte de mi cuerpo se lamentaba pero sabía que era lo correcto. Y la otra se regocijaba de alegría ante el drama. Regresé a mi casa con la pintura bajo el brazo cual trofeo de guerra. Hacía años que había decidido el lugar que ocuparía, el espacio estaba ya reservado. Colgué el cuadro en el salón comedor para que estuviera a la vista en caso de visitas, de esta forma todos podrían admirar su belleza.
Los primeros días fueron utópicos, los pasaba parado observándola, sólo le quitaba la vista cuando parpadeaba. Ya tenía su imagen grabada a la perfección, cada centímetro, cada detalle. Los trazos eran precisos, los oleos elegidos exquisitos y los pinceles que se usaron para darle vida fueron los correctos. La figura de la mujer no tenía ningún defecto, su piel era pálida pero no llegaba a ser blanca, sus manos estaban detalladamente confeccionadas y su cuello: largo y fino como un cisne. El busto tenía la talla adecuada, los labios: finos como dos hilos rosados y las comisuras de la boca se encontraban levemente inclinadas hacia abajo. La nariz era un poco grande para una mujer, pero no se veía fuera de lugar en su rostro, sus orejas eran pequeñas y parecían ser frágiles, cada rasgo había sido seleccionado cuidadosamente. Sin embargo los ojos estaban tristes y eso era lo que captaba mi atención, pasaba horas imaginando su vida, ¿cuáles serían sus penas y dolores?
Con el paso de los días decidí que ya era hora de volver a moverme por el resto de la casa. Pero me encontraba frente a un gran dilema, si bien no podía quedarme quieto de por vida tampoco podía dejar de admirar la pintura. Por lo tanto gasté el dinero que guardaba sigilosamente para cubrir los gastos de mi funeral en realizar varias copias de la original, las distribuí por la casa para así estar siempre con ella. Ahora no sólo tenía una en el salón comedor, sino que había una en el baño, en el dormitorio, en la sala de lavado y en cualquier habitación de la casa que se les ocurra. Estaba encantado, de sólo pensar que donde fuera tendría la posibilidad de observarla, mi felicidad se asemejaba a la de un niño en la víspera de Navidad.
Pero aprendí que ninguna felicidad es eterna, y menos si el júbilo es producido por algo que busca resaltar lo contrario. De un momento a otro pasé de estremecerme frente a la pintura, a temblar con sólo saber que compartíamos la habitación. Confieso que he llegado a olerla por varios minutos, la fragancia que expelía me excitaba por algún motivo que desconocía, hasta me avergüenzo de contar que repetidas veces lamía los marcos sintiendo por dentro como se levantaba un infierno, cuyas llamas eran incontrolables. Luego, desde la “transformación” (así es como denominé al extraño suceso) todo se tornó oscuro y deprimente. Los cuartos estaban fríos y habían perdido su color, podrá parecerles una exageración, pero les aseguro que las flores se marchitaban si estaban en las cercanías del cuadro. Las paredes se cubrieron de un asqueroso moho y las telarañas aumentaban considerablemente de tamaño, cualquiera podría decir que la casa estaba abandonada. Todo estaba cambiando, los cristales se volvieron opacos, el piso crujía con cada paso, en el techo empezaban a resaltar los manchones de humedad y el polvo ya pasaba a formar parte de los muebles. No sólo la casa sufrió la metamorfosis, con esto quiero decir que yo no quedé indemne. Últimamente ya no podía controlar mis emociones, cualquier situación servía como detonador para producirme un llanto desgarrador, ese sentimiento de felicidad que alguna vez se había tornado amo de mi cuerpo, se marchaba junto con la pulcritud del hogar.
 Esa mujer, encerrada en la pintura, transformó mi casa por completo, la arrastró a las tinieblas de las que ella era parte. No soportaba verme feliz frente a su desolación y decidió que tenía que sufrir con ella. ¡Oh! Y qué manera de sufrir la mía, no podía caminar tranquilamente por mi casa, a donde iba ella ya estaba ahí, mirándome con desprecio, ¿cómo escaparle?, ¿cómo deshacerme de ella si no me atrevía a tocarla? Los últimos días me limité a manejarme sólo en una habitación, la única que tenía una gran iluminación y en comparación con las otras, era tolerable. Evité el contacto visual y me mantenía alejado del cuadro, sólo me sentaba y esperaba que las horas pasen, la casa estaba subordinada al silencio.
Lo que relataré a continuación podrá parecerles una alucinación o un simple delirio, pero no lo fue, puedo jurarlo, todo pasó realmente. La mañana de mi último domingo fuera del armario, disfrutaba de una larga siesta cuando fui interrumpido por un llanto desmesurado. Abrí los ojos lentamente y del susto los volví a cerrar. No podía creer lo que estaba sucediendo, la mujer había abandonado el cuadro y caminaba por la casa desparramando lágrimas por todos lados. Me acerqué a ella y sin tocarla apenas, pude ver en su rostro una incipiente sonrisa. Verla llorar de esa forma, sentir su presencia cara a cara, me hizo comprenderlo todo. Ella no soportaba vivir dentro de ese cuadro, ese era el verdadero motivo de su infelicidad ¿y quién era yo para condenarla a ese inmenso castigo?
Como ya podrán deducir, decidí esconderme en el armario, donde apenas puedo moverme. Le entregué todo lo que tenía, la mujer necesitaba un lugar para ser libre, y quizás en mi afán por sentirme un héroe incluso en la derrota, sacrifico mi vida para que ese lugar, sea mi casa. Quién sabe, incluso quizás sigo enamorado de esa pintura y soy capaz de darlo todo por ella, quién sabe.

Perfil Josef Mengele


La vida del fugitivo no es apta para cualquiera, muchos desistirían al poco tiempo de saber que alguien sigue tus pasos y no se detendrá hasta encontrarte. Es de suma importancia aprender a convivir con esa presión, hacerla parte de la vida diaria; naturalizar el hecho de tener más de un nombre, varias nacionalidades, muchos hogares; a entender que las amistades son pasajeras y no hay lugar para el afecto, sólo puedes enfocarte en tu persona y concentrarte en el hecho de estar solo frente al mundo.
Hay una persona que conoce bien el oficio, sigue al pie de la letra las reglas y sabe jugar este juego.
Lo han corrido de Alemania para Argentina, de Argentina para Brasil. Se burla de sus cazadores demostrando astucia e inteligencia. En este momento, por ejemplo, se refugia en una pequeña casa, muy acogedora, ideal para una persona sin compañía. Tres habitaciones, cocina a garrafa, una televisión que por lo menos acumula veinte años de antigüedad. No quedan rastros de barniz en los muebles, las paredes reclaman a gritos una mano de pintura y el techo esta descascarándose, pero a pesar de todo el ambiente no pierde su armonía.
 Las aspas del ventilador de techo cortando el aire es el único sonido que se percibe en la sala. Las ventanas facilitan la invasión solar de la mañana, no es un día muy caluroso pero la humedad impone su presencia. Josef sale de su cocina con dos vasos de lo que parece ser jugo de naranja, se sienta en una silla de mimbre y limpia los gruesos vidrios de sus lentes. Saca un cigarrillo y lo prende con dificultad, el temblor de sus manos es un pequeño indicio de su vejez. Toma una pequeña libreta que hay sobre la mesa, moja la punta de un lápiz con la lengua, mira su reloj y hace una breve anotación rápida. Parece que no seré el único que se lleve información.
La televisión está encendida pero nadie la observa, el presentador del canal de noticias habla pero no es escuchado. Por la cercanía de la casa a la calle, el pasar de los autos genera un bullicio urbano que dificulta la charla. La temperatura parece subir cada vez más y unas pequeñas gotas de sudor descienden por la frente de Josef.
-¿Le molesta si prendo un ventilador de pie? Aun no puedo acostumbrarme a este clima…
Sólo hace un par de semanas desde que dejó la Argentina y vino a parar aquí, la casa está vacía, cualquiera podría pensar que está deshabitada.
-No quiero desarmar mis valijas, nunca se sabe cuándo habrá que salir de viaje nuevamente.
El teléfono suena pero Josef parece ignorarlo, el timbre se corta, pasan unos segundos y comienza otra vez. Sigue fumando como si nada pasara, finalmente se levanta y arranca de un tirón el cable del aparato.
 -Recibo llamadas todos los días, pero no las contesto. No puedo confiar en nadie, mi situación es un tanto delicada ¿Entiende usted? Si alguien de verdad me necesita, conoce los horarios en que debe hacer la llamada.
Parece ser que a pesar de todas las precauciones no se priva de andar por la calle como un ciudadano más, sobre la mesa de la cocina se pueden observar unas bolsas de supermercado repletas de artículos de limpieza, comida y bebidas alcohólicas.
-La limpieza es primordial, no soporto la suciedad, me provoca nauseas. Por supuesto que salgo de la casa, necesito tener contacto con la gente. Si dejara de hacerlo perdería el buen ojo y mi carrera llegaría a su fin.
Va hasta la cocina, inspecciona una de las bolsas y saca de su interior una libreta muy similar a la que dejó sobre la silla de mimbre. Regresa a la sala, camina lentamente como si el tiempo fuera eterno, larga un suspiro y vuelve a sentarse. Abre la pequeña libreta, está repleta de anotaciones: cuerpos dibujados, oraciones tachadas, textos breves y complejos.
-Cada nuevo destino es una oportunidad para incrementar el conocimiento. El ser humano es sumamente complejo, hace falta conocerlo en sus más diversas versiones. El hombre brasileño es distinto al argentino o al europeo y merece su estudio. Seguramente ellos también quieren mejorar como raza, no puedo negarles esa posibilidad.
Lanza una carcajada, se sonríe y comienza a toser. Una tos seca pero intensa, lo hace repetidas veces. Toma el vaso de jugo de naranja y se lo termina de un trago. Acto seguido, saca del bolsillo de la camisa un frasco de pastillas, gira el cuerpo para ocultarse de la mirada ajena y la introduce en su boca.
-El paso de los años se hace sentir, pero me siento joven, eso es lo importante. Las pastillas sólo son por precaución, no las necesito…
Escribe con frecuencia en la libreta, no sin antes echarle un vistazo a su reloj de muñeca. El sol empieza a bajar y la luz se va pero el calor permanece. Se pone de pie para encender las luces principales, antes de volver a sentarse un espejo se cruza en su camino y lo hipnotiza. Practica varias poses observándose detenidamente, inspecciona su rostro, lo palpa.
-No soy ningún tipo de héroe… por el momento. Quién sabe qué pasara de aquí a unos años. No es mi objetivo principal, pero si así tiene que ser no me opongo.
Suena otra vez el timbre del teléfono ¿Cuándo volvió a conectarse? Josef es muy sigiloso cuando se mueve. Levanta el tubo y disminuye el tono de voz, la charla es extensa pero él apenas abre la boca.
-Tengo un compromiso esta noche, una cena. Conocí a un agradable hombre en un bar anoche, me invitó a conocer a su familia. Desde luego que acepté con gusto. ¿Podríamos terminar aquí? Necesito descansar un poco, mi cabeza tiene que funcionar al máximo en la cena.
Extiende su mano hacia adelante para concretar la despedida. Sale detrás de mí y se queda observándome desde el umbral de la casa, agita el brazo y esboza una sonrisa para un último saludo.
-¡Gracias por su visita!

lunes, 17 de septiembre de 2012

Josef Mengele



El siguiente fragmento pertenece a la introducción a una entrevista imaginaria realizada con Josef Mengele. Forma parte de un ejercicio pensado por la Profesora Beatriz Masine para trabajar perfil. Como material de consulta se utilizó la novela Wakolda de Lucía Puenzo y relevamiento documental.

La medicina -del latín medicina, derivado a su vez de mederi, que significa curar, medicar-es la ciencia dedicada al estudio de la vida, la salud, las enfermedades y la muerte del ser humano, e implica el arte de ejercer tal conocimiento técnico para el mantenimiento y recuperación de la salud, aplicándolo al diagnóstico, tratamiento y prevención de las enfermedades.  Por otro lado, la antropología es una ciencia social que estudia al ser humano de una forma integral. La aspiración de la disciplina antropológica es producir conocimiento sobre el ser humano en diversas esferas, pero siempre como parte de una sociedad.    Contrastable. El hecho de tratar a una persona como inferior o superior a otra es visto como discriminación. Considerar y calificar a una persona dentro de un grupo al cual no se lo considera humano, parte del todo, de la sociedad, porque es “inferior a uno”, sería visto como una marginación extrema sin causa. Experimentar con un cuerpo causándole males sería visto como un hecho de delincuencia.
Ninguna de las dos profesiones  anteriormente nombradas compete con estas acciones.
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Era una ciudad llena de luz. Muchedumbre, faroles, semáforos, tránsito, gritos, rugidos, frenadas de autos, un shopping enorme, almacenes. Pero justamente allí no se ubicaba la casa de Josef Rudolf Mengele. El lugar de encuentro estaba a unos cuantos kilómetros pasando aquella ciudad llena de luz. Camino de tierra, árboles y todo tipo de plantas descuidadas, y al término del camino, unos cuantos metros más, una cabaña bastante prolija, que contrastaba con el bosque desidioso. Al costado de la casa, debajo de un techo improvisado de chapa y paja, podía verse un Chevrolet en perfecto estado, casi sin uso. Una silla solitaria en la parte delantera de la casa, en ella un hombre de piernas cruzadas, trajeado, una mano sobre la mesa, otra sobre su falda y un perfume que perfumaba más que las flores.
Cordialmente saludó y abrió la puerta principal con su mano derecha. Una mano determinadora de muertes o sobrevivencias. Adentro, cajas, pocos muebles, cajas. Un escenario improvisado, vacío, con poco futuro.
El pasar de los años expresado en las infinitas arrugas de su rostro, en su caminar pausado, y en el temblor de su manos, de sus manos determinadoras.

Una carta Anfibia


El lunes 10 de Septiembre, la Cátedra recibió la visita del escritor Cristian Alarcón. El autor de Si me querés, quereme transa, conversó con los alumnos respecto de su actividad como cronista y escritor, y presentó su nuevo proyecto: Anfibia, una revista digital de crónicas latinomericanas.
A continuación, como breve resumen de la visita, las reflexiones que una de las asistentes a la charla compartió con la Profesora Marina Cortés vía mail.
Marina:
Muchas gracias por haber organizado el encuentro con Cristian Alarcón y su equipo de la Revista Anfibia. Fue sumamente interesante y divertido.
Me pareció muy bueno lo que dijo Cristian sobre la Universidad. Es importante recalcar que “es productora de conocimiento”, porque a veces lo olvidamos y pensamos que sólo replica conocimiento estático años tras año. Agregaría que la Universidad tiene otros espacios y actividades (políticas y culturales, entre muchas otras) en los cuales podemos participar, desde el Centro de Estudiantes o desde organizaciones políticas. Sólo  es cuestión de averiguar y empezar.
-Somos incompletos y fallidos –dijo Cristian, recalcando la necesidad de interacción y el trabajo en grupo para el armado de crónicas y en todos los ámbitos en general. Por otra parte, le dio mucha importancia al valor de la pregunta que se hace la crónica y al valor de trascender. Indicó que existen muchos cronistas pero justamente por la pregunta que se hace la crónica, ese escrito trascenderá o no.
Además, nos dejó dos consejos: renunciar (al trabajo, a una pareja) y encontrar el sentido oculto de las crónicas (lo que olvidamos escribir, lo inconsciente en lo que escribimos)
Por último, me quedo con la siguiente frase referida a la experiencia laboral con el  grupo de la Revista Anfibia: “Empezamos con un vals y ya estamos rockeándola”. Creo que también se puede aplicar a la realidad del estudiante: nosotros recién empezamos, nos faltan muchísimas materias y aún más experiencia laboral. Lo importante, para mí, es disfrutar cuando estemos empezando a bailar el vals como quinceañeras/os y que nunca dejemos de HACER. Así vamos avanzando, si nos quejamos de la lectura que requiere la Universidad  y de la práctica que nos falta seguimos validando las cosas tal cual son.
 Como indicaba Leila Guerreiro tiempo atrás: “hay pocos proyectos, pocas revistas, blogs.” No esperemos que desde una empresa, organismo u proyecto valoren nuestra creatividad, nuestros escritos y trabajos. Saquemos la guitarra a la calle, ¡Y rockeemos!
Saludos.
Lucía.

domingo, 16 de septiembre de 2012

La reina del umbral

Una mesa. Dos sillas. Un micrófono. Silencio. Una pantalla blanca cuidaría la espalda de quien se sentase en aquel escenario que se elevaba sobre el nivel del suelo. Una irónica metáfora para quien tiene algo que decir y, como no pretende gritarlo, sutilmente se eleva sobre el resto. Las paredes ámbar resguardaban celosamente a decenas de cabezas atentas a la aparición de una figura espigada. Butacas. Pasillos. Un constante murmullo se esparcía como un río sobre cumbres nevadas. Bajaba por las paredes. Se escabullía por los rincones. Arrasaba con los obstáculos. Acabó por inundar el salón.
Luego, el silencio. Otra vez. 

Su melena suelta: primer indicio de rebeldía. Su postura erguida: señal de obstinación. Tomó el micrófono e inmediatamente su voz se apoderó del espacio y el tiempo. Ya lo confesaría después: "entrevistar es el arte de escuchar". Y esa noche, todos la escuchamos.

"Yo no creo que haya nada más sexy, feroz, desopilante, ambiguo, tétrico o hermoso que la realidad, ni que escribir periodismo sea una prueba piloto para llegar, alguna vez, a escribir ficción", irrumpió.  El destino quiso que Leila Guerrieero recorriera diversos caminos antes de llegar a donde está: el país de los que miran pero, además, ven. Una tierra en donde la única ley es no crecer jamás. Ella, como una niña curiosa y extrañada ante lo deprimente que se esconde en lo natural, entró por la ventana del periodismo para coronarse, tiempo después, reina del umbral que comparten ficción y realidad. 

Muchos fueron víctimas de su pluma tan afilada como creativa. Entre ellos: el gran René Lavand, el clon de Freddie Mercury, los city tours, los museos, la modelo cartonera, el telón del teatro Colón, los paisajes patagónicos, y el equipo argentino de antropología forense. Descripciones, perfiles y entrevistas, son las armas de esta mujer que se cubre de coraje para enfrentar aquello que la rodea, la somete y la cuestiona: la realidad.
Pero una voz llegó desde el fondo de los tiempos para despertarnos con un sonoro "ya va a cerrar, profesora". Y salvó, con su grito bárbaro, a los misterios que confiábamos serían develados aquella noche.

Unas risas. De nuevo silencio.

La figura espigada se retiro por la alfombra roja, literalmente. Su cabello se movía al ritmo de sus pasos. En el compás de su partida dejó, como una estela, centenares de letras sembradas. Nosotros las iremos recogiendo a lo largo del camino. Tal vez broten de cada una de ellas algunos frutos extraños.