“Llevar
algo en la sangre” es ser una persona
idónea para algo en especial. Ciertas condiciones y aptitudes, que hacen a
dicha idoneidad, pueden ser adquiridas fácilmente por cualquiera, pero existen otras
que necesitan la ayuda de la genética: aumentar de estatura, convertir ojos
marrones en verdes, o azules. La “Teoría
general sobre la herencia”, de Gregor Mendel, fundó las leyes de la
genética y aportó nuevos conocimientos acerca de la herencia y variación de los
rasgos. Pero analizar personas sólo con la genética mendeliana generaría
investigaciones incompletas, para evitar eso también hay que tener en cuenta la
“genética” social, el contexto.
Si en 1911, en Gunzburg –un distrito del estado de
Baviera, en el sureste alemán–, hubiese nacido un niño llamado Josef, deberíamos
considerar: la extrema disciplina impartida por sus padres, el hecho de que
creció orgulloso de su tierra natal, atestiguando el estrangulamiento geográfico,
político y socio-económico de su patria –acordado por los Aliados en el Tratado
de Versalles–, su adhesión al nazismo y su obsesa carrera médico-militar. Pero
esto no es un ejemplo, el hipotético niño efectivamente nació y se crió en el
seno de la familia Mengele. Durante su juventud, convencido de la superioridad de
la raza aria sobre el resto de la humanidad, realizó experimentos en humanos,
para corregir los “errores” cometidos por la naturaleza en la sociedad alemana.
Josef no es sordo, pero no oye a todos los que le hablan, especialmente cuando
las convicciones en su cabeza le susurran que no lo haga.
–La manipulación genética es una intromisión en el
terreno de la creación –le afirman algunos– ¡¿No lo ve?! Usa los medios
equivocados para el fin equivocado –le exclaman otros.
Pero Josef no es sordo, solamente no escucha. Los
religiosos le dicen que la ingeniería genética altera disposiciones divinas. Los
supersticiosos que la manipulación de los genes modifica las elecciones del
destino. Pero en Alemania, durante el gobierno nazi, la manipulación genética y
la experimentación en humanos fueron parte del trabajo; el juego que un niño bávaro
jugó con otros miles de niños. Todos ellos, los miles, ensayos en pos de un
objetivo: el anhelo de ese niño bávaro por alcanzar la pureza racial. Su sueño:
ser capaz de moldear humanos. Moldearlos con las manos a su voluntad. Josef
Mengele fue ese niño bávaro, también fue esas manos.
Hoy, 1 de septiembre de 1965, bajo el sol de la primera
tarde, aparece ahí delante la imagen borrosa de un hombre y su espera, está de
pie con las manos cruzadas tras su espalda, aguarda en el pórtico de una
cabaña. Puedo ver una elegante silueta vestida de etiqueta, demasiado
extranjera para tanta naturaleza tropical. No se mueve. El sol y la cercanía
recomponen la imagen borrosa: Josef Mengele, un hombre entrado en años, espera
mirando en esta dirección.
–Buenos días –la caricia de dos palabras–. Empezaremos
aquí afuera –los buenos días son por cortesía, son una caricia ¿habrá respetado
este mismo protocolo con todos sus experimentos? Primero, las manos en la
espalda, luego, la cortesía, la caricia que los tranquiliza; y por último, esa
orden, siempre la misma orden, siempre “empezaremos”.
v
La ruta despliega decenas de largos brazos de tierra, cada
brazo indica la entrada a un grupo de entre dos y cuatro cabañas, lo cual
dificulta la comparación, pero todas las cabañas son bastante parecidas. Su
semejanza va más allá de la madera oscura usada para construirlas –que sin
dudas debe ser la misma–, de su diseño inspirado en la arquitectura alpina –que
sin dudas es el mismo en todas ellas–. Y es que, cuando uno ingresa por
cualquiera de los caminos de tierra pisada, lo primero que piensa es: cabañas,
ahí viven personas. Porque, menos donde las cabañas, todo es naturaleza:
árboles salvajes oteando la madera domada por el hombre, exótica vegetación
sorprendiendo cada vez menos por su abundancia, y la humedad, que aquí es el
mar invisible entre cielo y tierra por donde se camina. Todo invita al descanso
acompañado de una respiración profunda. Candido Godoi es un lugar donde fácilmente
se puede olvidar una ciudad entera. Sin embargo, Josef dice que vino a Brasil sólo
porque le ofrecieron asilo.
–Aquí uno disminuye demasiado su ritmo de vida. Imagínese
que el canto de las cigarras es lo más parecido al bullicio de la ciudad. De
cualquier manera, mi ánimo no depende de dónde me encuentre, sino sería un
ciclotímico. Últimamente viajé demasiado.
Recordar viajes es un buen pasatiempo. Porque, para
viajar en el presente, hay que caminar media hora bajo el sol hasta la ruta,
transpirar la espera de un vehículo, y evitar que se dilaten las horas cuando,
al observar de lado a lado la ruta, sólo veamos calor y una delgada línea de
pavimento vacía. Hasta que, quizás, con su canto, una cigarra nos recuerde la
ciudad. Pero de momento no hay cigarras, el sol continúa firme en el cielo y
aún nadie más ha pasado por el pórtico. El resto del mundo no importa, sólo
existe Candido Godoi –las cabañas–. Porque todo alrededor es silencio de
naturaleza, y el canto de las cigarras todavía no se escucha.
v
En su voz se diferenciará el habla de la afirmación. Pese
a las dificultades del español, demostrará que puede expresar su desacuerdo sin
parecer grosero, e intentará restarle importancia al desarraigo tras sus viajes
por Sudamérica. No gesticulará más que para frotar sus brazos ocasionalmente.
–Quien no puede despegarse de los afectos difícilmente
pueda viajar –afirma Josef–. ¿Por qué debería desprenderme de mi pasado? Los que
abandonan sus ideales reniegan de su pasado, y le aclaro, no hace falta viajar
para abandonar ideales –se frota un brazo–. La principal barrera a superar no
es el viaje, y más importante que dejar los afectos, es no tener qué reprocharse
–se frota el otro–. Cuando dejé Europa, me costó aceptar que sería difícil
recuperar mis condiciones de trabajo, perdí mucho por el rencor existente hacia
mi persona, pero nada me impedirá terminar mis investigaciones. Por eso es que
puedo viajar sin renegar del pasado, porque me apasiona llevar conmigo la cuenta
que tengo por saldar, terminar mi trabajo –el ágil aplauso de una mano sobre su
brazo interrumpe el discurso–. Un mosquito, entremos, debo limpiarme –el
mosquito se convirtió en una mancha de sangre, la mancha en una invitación a
ingresar en la cabaña.
El interior es modesto: una sala hace de cocina y
comedor, hay sillas y una mesa de madera. Sobre la mesa: vajilla sucia, un
botiquín y un cuaderno. Josef cruzó la sala, abrió una puerta, la dejó abierta,
se oyó otra puerta abrirse; y por último, se filtró el sonido de un chapoteo en
el agua. Regresó con un saco diferente y un perfume demasiado fuerte para un
ambiente cerrado. Realizó un comentario acerca de lo difícil que le resulta
higienizarse: antes no era así, se lo escuchó decir.
–Estuve en un suburbio argentino, pero lo que más
recuerdo es la Patagonia, me recordaba a Baviera, fue como mi segundo hogar. Allí
trabajé en una veterinaria y viví en una hostería. De aquella época tengo
registros incompletos y algunos dibujos. Levántese, le voy a mostrar.
Un segundo hogar nunca puede pasar inadvertido. Más aún si
el tercer hogar es una cabaña en medio de la nada brasilera, y la habitación donde
se vive, por más dibujos que la empapelen, es una cueva de madera oscura y
húmeda. Pilas de informes y numerosas cajas rodean al pequeño catre junto a la
ventana. Josef habla mientras extiende una lámina con dibujos y comentarios, en
ella se puede leer: Homo-arabicus
dolicéfalo, Homo siriacus, Homo
europeans.
–Tuve que dejar Argentina de improvisto, por aquel
entonces volví a sentirme lleno de entusiasmo. Creí que serían tiempos mejores,
pero lo que le ocurrió a Adolf lo cambió todo –suspira, da unos pasos y se
sienta en el catre a observar la lámina.
Karl Adolf Eichmann, teniente coronel nazi, fue capturado
en Argentina, enjuiciado y muerto en Israel en 1962. Desde entonces –y más que
nunca– Josef Mengele es un fugitivo: vive atrapado en el insoportable calor que
rebota por toda la cabaña, escribe sobre sus láminas a escondidas, oculta de la
muerte al médico-militar nazi. También busca –nunca dejó de buscar–, cumplir su
sueño de niño bávaro: ser capaz de moldear humanos. Moldearlos con las manos a
su voluntad.