martes, 18 de septiembre de 2012

La mujer de la mirada apagada


Creer en el amor a primera vista no me resulta disparatado,  el hecho de que una persona dirija su mirada un instante, por más efímero que sea y quede cautivado por una figura, es completamente familiar. Exactamente eso me sucedió a mí, un enamoradizo sin fronteras, que daría todo por aquello que más quiere, con un solo motivo: saciar esa incontenible sensación que aborda al hombre por dentro y lo envuelve en un halo de desesperación que todos llaman deseo. No soy un gran escritor, esta debe ser la primera vez que escribo, pero la situación lo amerita. Intentaré hacerlo de la mejor forma posible, para que se entienda por lo que estoy atravesando. Ya han pasado cinco días desde que me encerré en el armario, no sé si volveré a salir, no sobreviviré sin comida ni agua, pero lo que me interesa contar es cómo llegué hasta esta situación tan trágica.
Toda mi vida he sido un amante del arte, y no solo por mi situación económica (mucha gente adinerada ingresa forzosamente en el mundo del arte sólo por el prestigio que otorga), realmente me apasiona, disfruto cada minuto que paso contemplando una pintura. Si tuviera que imaginar un paraíso seguramente estaría repleto de cuadros, esculturas y un conjunto de arpas endulzándome los oídos. Pero no quiero perder tiempo con ilusiones y vaguedades, basta con que sepan que amo el arte y es mi gran obsesión.
Lo que realmente importa es lo que viene a continuación, presten suma atención. Yo me encontraba en una de mis tantas visitas mensuales al Museo Nacional, lo conocía de memoria, nunca había nada nuevo para ver pero caminar sus pisos de mármol me reconfortaba el alma. Y aquí viene lo interesante. Entré al salón que se encontraba en el ala derecha, eché un vistazo general a las paredes (no es uno de mis salones preferidos, pero tiene cierto encanto) y algo se encontraba fuera de lugar. Podía notarlo pero no sabía qué exactamente así que me tomé el trabajo de mirar fijamente cada obra que colgaba de las paredes buscando a la intrusa. Finalmente la encontré, casi omnipotente al lado de una obra realizada por un artista sueco, era ella, mis ojos no creían lo que veían. Las lágrimas no tardaron en aparecer y la boca me temblaba mientras se me dibujaba una sonrisa que dejaba ver mis dientes, era la más pura de las felicidades. Tantos años buscándola, viajando, recorriendo museos y ahora estaba frente a mí, aún no entiendo como no me desmayé en ese preciso momento.
Era, a mi parecer, la más hermosa pintura que se ha visto, cautivadora, fina, de vanguardia,  sencillamente magnífica. Su creador, que por cierto mantenía el anonimato,  la había bautizado como “Tristeza en Hamburgo” pero a mí me gustaba llamarla “La mujer de la mirada apagada”. Conocí este cuadro en uno de mis viajes a Alemania,  mientras miraba un catálogo en una exposición de artistas universitarios, pero esa también es otra historia que no hace falta mencionar ahora.
Sin duda me dirigí al dueño del museo y le hice una oferta que, por la expresión de su cara, no dudo en rechazar. Estaba sacrificando los ahorros de toda mi vida, una parte de mi cuerpo se lamentaba pero sabía que era lo correcto. Y la otra se regocijaba de alegría ante el drama. Regresé a mi casa con la pintura bajo el brazo cual trofeo de guerra. Hacía años que había decidido el lugar que ocuparía, el espacio estaba ya reservado. Colgué el cuadro en el salón comedor para que estuviera a la vista en caso de visitas, de esta forma todos podrían admirar su belleza.
Los primeros días fueron utópicos, los pasaba parado observándola, sólo le quitaba la vista cuando parpadeaba. Ya tenía su imagen grabada a la perfección, cada centímetro, cada detalle. Los trazos eran precisos, los oleos elegidos exquisitos y los pinceles que se usaron para darle vida fueron los correctos. La figura de la mujer no tenía ningún defecto, su piel era pálida pero no llegaba a ser blanca, sus manos estaban detalladamente confeccionadas y su cuello: largo y fino como un cisne. El busto tenía la talla adecuada, los labios: finos como dos hilos rosados y las comisuras de la boca se encontraban levemente inclinadas hacia abajo. La nariz era un poco grande para una mujer, pero no se veía fuera de lugar en su rostro, sus orejas eran pequeñas y parecían ser frágiles, cada rasgo había sido seleccionado cuidadosamente. Sin embargo los ojos estaban tristes y eso era lo que captaba mi atención, pasaba horas imaginando su vida, ¿cuáles serían sus penas y dolores?
Con el paso de los días decidí que ya era hora de volver a moverme por el resto de la casa. Pero me encontraba frente a un gran dilema, si bien no podía quedarme quieto de por vida tampoco podía dejar de admirar la pintura. Por lo tanto gasté el dinero que guardaba sigilosamente para cubrir los gastos de mi funeral en realizar varias copias de la original, las distribuí por la casa para así estar siempre con ella. Ahora no sólo tenía una en el salón comedor, sino que había una en el baño, en el dormitorio, en la sala de lavado y en cualquier habitación de la casa que se les ocurra. Estaba encantado, de sólo pensar que donde fuera tendría la posibilidad de observarla, mi felicidad se asemejaba a la de un niño en la víspera de Navidad.
Pero aprendí que ninguna felicidad es eterna, y menos si el júbilo es producido por algo que busca resaltar lo contrario. De un momento a otro pasé de estremecerme frente a la pintura, a temblar con sólo saber que compartíamos la habitación. Confieso que he llegado a olerla por varios minutos, la fragancia que expelía me excitaba por algún motivo que desconocía, hasta me avergüenzo de contar que repetidas veces lamía los marcos sintiendo por dentro como se levantaba un infierno, cuyas llamas eran incontrolables. Luego, desde la “transformación” (así es como denominé al extraño suceso) todo se tornó oscuro y deprimente. Los cuartos estaban fríos y habían perdido su color, podrá parecerles una exageración, pero les aseguro que las flores se marchitaban si estaban en las cercanías del cuadro. Las paredes se cubrieron de un asqueroso moho y las telarañas aumentaban considerablemente de tamaño, cualquiera podría decir que la casa estaba abandonada. Todo estaba cambiando, los cristales se volvieron opacos, el piso crujía con cada paso, en el techo empezaban a resaltar los manchones de humedad y el polvo ya pasaba a formar parte de los muebles. No sólo la casa sufrió la metamorfosis, con esto quiero decir que yo no quedé indemne. Últimamente ya no podía controlar mis emociones, cualquier situación servía como detonador para producirme un llanto desgarrador, ese sentimiento de felicidad que alguna vez se había tornado amo de mi cuerpo, se marchaba junto con la pulcritud del hogar.
 Esa mujer, encerrada en la pintura, transformó mi casa por completo, la arrastró a las tinieblas de las que ella era parte. No soportaba verme feliz frente a su desolación y decidió que tenía que sufrir con ella. ¡Oh! Y qué manera de sufrir la mía, no podía caminar tranquilamente por mi casa, a donde iba ella ya estaba ahí, mirándome con desprecio, ¿cómo escaparle?, ¿cómo deshacerme de ella si no me atrevía a tocarla? Los últimos días me limité a manejarme sólo en una habitación, la única que tenía una gran iluminación y en comparación con las otras, era tolerable. Evité el contacto visual y me mantenía alejado del cuadro, sólo me sentaba y esperaba que las horas pasen, la casa estaba subordinada al silencio.
Lo que relataré a continuación podrá parecerles una alucinación o un simple delirio, pero no lo fue, puedo jurarlo, todo pasó realmente. La mañana de mi último domingo fuera del armario, disfrutaba de una larga siesta cuando fui interrumpido por un llanto desmesurado. Abrí los ojos lentamente y del susto los volví a cerrar. No podía creer lo que estaba sucediendo, la mujer había abandonado el cuadro y caminaba por la casa desparramando lágrimas por todos lados. Me acerqué a ella y sin tocarla apenas, pude ver en su rostro una incipiente sonrisa. Verla llorar de esa forma, sentir su presencia cara a cara, me hizo comprenderlo todo. Ella no soportaba vivir dentro de ese cuadro, ese era el verdadero motivo de su infelicidad ¿y quién era yo para condenarla a ese inmenso castigo?
Como ya podrán deducir, decidí esconderme en el armario, donde apenas puedo moverme. Le entregué todo lo que tenía, la mujer necesitaba un lugar para ser libre, y quizás en mi afán por sentirme un héroe incluso en la derrota, sacrifico mi vida para que ese lugar, sea mi casa. Quién sabe, incluso quizás sigo enamorado de esa pintura y soy capaz de darlo todo por ella, quién sabe.

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