domingo, 30 de septiembre de 2012

Perfil literario: Josef Mengele


“Llevar algo en la sangre” es ser una persona idónea para algo en especial. Ciertas condiciones y aptitudes, que hacen a dicha idoneidad, pueden ser adquiridas fácilmente por cualquiera, pero existen otras que necesitan la ayuda de la genética: aumentar de estatura, convertir ojos marrones en verdes, o azules. La “Teoría general sobre la herencia”, de Gregor Mendel, fundó las leyes de la genética y aportó nuevos conocimientos acerca de la herencia y variación de los rasgos. Pero analizar personas sólo con la genética mendeliana generaría investigaciones incompletas, para evitar eso también hay que tener en cuenta la “genética” social, el contexto.
Si en 1911, en Gunzburg –un distrito del estado de Baviera, en el sureste alemán–, hubiese nacido un niño llamado Josef, deberíamos considerar: la extrema disciplina impartida por sus padres, el hecho de que creció orgulloso de su tierra natal, atestiguando el estrangulamiento geográfico, político y socio-económico de su patria –acordado por los Aliados en el Tratado de Versalles–, su adhesión al nazismo y su obsesa carrera médico-militar. Pero esto no es un ejemplo, el hipotético niño efectivamente nació y se crió en el seno de la familia Mengele. Durante su juventud, convencido de la superioridad de la raza aria sobre el resto de la humanidad, realizó experimentos en humanos, para corregir los “errores” cometidos por la naturaleza en la sociedad alemana. Josef no es sordo, pero no oye a todos los que le hablan, especialmente cuando las convicciones en su cabeza le susurran que no lo haga.
–La manipulación genética es una intromisión en el terreno de la creación –le afirman algunos– ¡¿No lo ve?! Usa los medios equivocados para el fin equivocado –le exclaman otros.
Pero Josef no es sordo, solamente no escucha. Los religiosos le dicen que la ingeniería genética altera disposiciones divinas. Los supersticiosos que la manipulación de los genes modifica las elecciones del destino. Pero en Alemania, durante el gobierno nazi, la manipulación genética y la experimentación en humanos fueron parte del trabajo; el juego que un niño bávaro jugó con otros miles de niños. Todos ellos, los miles, ensayos en pos de un objetivo: el anhelo de ese niño bávaro por alcanzar la pureza racial. Su sueño: ser capaz de moldear humanos. Moldearlos con las manos a su voluntad. Josef Mengele fue ese niño bávaro, también fue esas manos.
Hoy, 1 de septiembre de 1965, bajo el sol de la primera tarde, aparece ahí delante la imagen borrosa de un hombre y su espera, está de pie con las manos cruzadas tras su espalda, aguarda en el pórtico de una cabaña. Puedo ver una elegante silueta vestida de etiqueta, demasiado extranjera para tanta naturaleza tropical. No se mueve. El sol y la cercanía recomponen la imagen borrosa: Josef Mengele, un hombre entrado en años, espera mirando en esta dirección.
–Buenos días –la caricia de dos palabras–. Empezaremos aquí afuera –los buenos días son por cortesía, son una caricia ¿habrá respetado este mismo protocolo con todos sus experimentos? Primero, las manos en la espalda, luego, la cortesía, la caricia que los tranquiliza; y por último, esa orden, siempre la misma orden, siempre “empezaremos”.
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La ruta despliega decenas de largos brazos de tierra, cada brazo indica la entrada a un grupo de entre dos y cuatro cabañas, lo cual dificulta la comparación, pero todas las cabañas son bastante parecidas. Su semejanza va más allá de la madera oscura usada para construirlas –que sin dudas debe ser la misma–, de su diseño inspirado en la arquitectura alpina –que sin dudas es el mismo en todas ellas–. Y es que, cuando uno ingresa por cualquiera de los caminos de tierra pisada, lo primero que piensa es: cabañas, ahí viven personas. Porque, menos donde las cabañas, todo es naturaleza: árboles salvajes oteando la madera domada por el hombre, exótica vegetación sorprendiendo cada vez menos por su abundancia, y la humedad, que aquí es el mar invisible entre cielo y tierra por donde se camina. Todo invita al descanso acompañado de una respiración profunda. Candido Godoi es un lugar donde fácilmente se puede olvidar una ciudad entera. Sin embargo, Josef dice que vino a Brasil sólo porque le ofrecieron asilo.   
–Aquí uno disminuye demasiado su ritmo de vida. Imagínese que el canto de las cigarras es lo más parecido al bullicio de la ciudad. De cualquier manera, mi ánimo no depende de dónde me encuentre, sino sería un ciclotímico. Últimamente viajé demasiado.
Recordar viajes es un buen pasatiempo. Porque, para viajar en el presente, hay que caminar media hora bajo el sol hasta la ruta, transpirar la espera de un vehículo, y evitar que se dilaten las horas cuando, al observar de lado a lado la ruta, sólo veamos calor y una delgada línea de pavimento vacía. Hasta que, quizás, con su canto, una cigarra nos recuerde la ciudad. Pero de momento no hay cigarras, el sol continúa firme en el cielo y aún nadie más ha pasado por el pórtico. El resto del mundo no importa, sólo existe Candido Godoi –las cabañas–. Porque todo alrededor es silencio de naturaleza, y el canto de las cigarras todavía no se escucha.
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En su voz se diferenciará el habla de la afirmación. Pese a las dificultades del español, demostrará que puede expresar su desacuerdo sin parecer grosero, e intentará restarle importancia al desarraigo tras sus viajes por Sudamérica. No gesticulará más que para frotar sus brazos ocasionalmente.
–Quien no puede despegarse de los afectos difícilmente pueda viajar –afirma Josef–. ¿Por qué debería desprenderme de mi pasado? Los que abandonan sus ideales reniegan de su pasado, y le aclaro, no hace falta viajar para abandonar ideales –se frota un brazo–. La principal barrera a superar no es el viaje, y más importante que dejar los afectos, es no tener qué reprocharse –se frota el otro–. Cuando dejé Europa, me costó aceptar que sería difícil recuperar mis condiciones de trabajo, perdí mucho por el rencor existente hacia mi persona, pero nada me impedirá terminar mis investigaciones. Por eso es que puedo viajar sin renegar del pasado, porque me apasiona llevar conmigo la cuenta que tengo por saldar, terminar mi trabajo –el ágil aplauso de una mano sobre su brazo interrumpe el discurso–. Un mosquito, entremos, debo limpiarme –el mosquito se convirtió en una mancha de sangre, la mancha en una invitación a ingresar en la cabaña.
El interior es modesto: una sala hace de cocina y comedor, hay sillas y una mesa de madera. Sobre la mesa: vajilla sucia, un botiquín y un cuaderno. Josef cruzó la sala, abrió una puerta, la dejó abierta, se oyó otra puerta abrirse; y por último, se filtró el sonido de un chapoteo en el agua. Regresó con un saco diferente y un perfume demasiado fuerte para un ambiente cerrado. Realizó un comentario acerca de lo difícil que le resulta higienizarse: antes no era así, se lo escuchó decir.
–Estuve en un suburbio argentino, pero lo que más recuerdo es la Patagonia, me recordaba a Baviera, fue como mi segundo hogar. Allí trabajé en una veterinaria y viví en una hostería. De aquella época tengo registros incompletos y algunos dibujos. Levántese, le voy a mostrar.
Un segundo hogar nunca puede pasar inadvertido. Más aún si el tercer hogar es una cabaña en medio de la nada brasilera, y la habitación donde se vive, por más dibujos que la empapelen, es una cueva de madera oscura y húmeda. Pilas de informes y numerosas cajas rodean al pequeño catre junto a la ventana. Josef habla mientras extiende una lámina con dibujos y comentarios, en ella se puede leer: Homo-arabicus dolicéfalo, Homo siriacus, Homo europeans.
–Tuve que dejar Argentina de improvisto, por aquel entonces volví a sentirme lleno de entusiasmo. Creí que serían tiempos mejores, pero lo que le ocurrió a Adolf lo cambió todo –suspira, da unos pasos y se sienta en el catre a observar la lámina.
Karl Adolf Eichmann, teniente coronel nazi, fue capturado en Argentina, enjuiciado y muerto en Israel en 1962. Desde entonces –y más que nunca– Josef Mengele es un fugitivo: vive atrapado en el insoportable calor que rebota por toda la cabaña, escribe sobre sus láminas a escondidas, oculta de la muerte al médico-militar nazi. También busca –nunca dejó de buscar–, cumplir su sueño de niño bávaro: ser capaz de moldear humanos. Moldearlos con las manos a su voluntad.

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