domingo, 16 de diciembre de 2012

Reflexión: la página en blanco


“Una nueva página en blanco es un desafío, pero ya no estoy tan desprotegida/o e insegura como cuando abrí la puerta del aula y me encontré con un grupo de desconocidos, unidos a mí por las ganas de aprender a escribir, algunos, otros por la obligación de cursar una materia más. No sabía que trabajando a la par con ellos iba a recuperar el placer de escribir.”

La página en blanco siempre es un desafío, un obstáculo que intento ignorar. Noté que suelo evitarla dado que no escribo sin una motivación que me permita cubrir ese vacío lleno de posibilidades. Porque, en definitiva, esa hoja, mientras continúe blanca, puede convertirse en cualquier cosa.
En lo personal siempre necesito pensar o sentir algo, necesito tener un norte lo más claro posible que me permita empezar a escribir, pero no de cualquier forma. Primero anoto fragmentos con los que construiré una columna vertebral para mi texto, no importa cuán larga sea, pero sí, me es de vital importancia, que cuente con un inicio y un final; o por lo menos con un bosquejo de alguno de ellos, en cuyo caso, tendré que trabajar hasta donde pueda, prescindiendo de la pieza faltante. Luego escribo un borrador rápido, lo cual trae sus consecuencias: errores de tipeo, palabras inventadas y descripciones de sensaciones que quiero reflejar pero que, en la velocidad, no me preocupo por su correcta expresión. Generalmente durante esta etapa, cuando alcanzo una velocidad constante de tipeo, no me detengo por nada; intento no distraerme aunque me llene de culpa saber que hay otra cosa que podría, o incluso debería, estar haciendo. Y esto es porque soy consciente de que si no escribo todo lo que se me cruce por la cabeza, no voy a poder volver a escribirlo tal como lo siento en ese instante; quizá no pueda volver a encontrar el orden dentro de una oración, o simplemente una palabra que, a mi parecer, puede hacer la diferencia en cuanto a lo que se pretende transmitir. Una vez obtenido el borrador, desarrollo el escrito intentando aplicar algún conocimiento teórico y prestando especial atención a las reglas que rompí durante la realización del mismo (reglas ortográficas, tiempos verbales, etc.) Terminado este proceso, obtengo una primera versión de mi trabajo mínimamente presentable. Lo que sea que haya escrito debe reflejar en algún punto mis intenciones primeras, y aclaro “en algún punto” porque la mayoría de las veces, durante el desarrollo, puedo llegar a suprimir ideas enteras, o a ampliar otras que eran sólo una oración, las cuales inesperadamente terminan convirtiéndose en uno o más párrafos. Realizado todo esto ya debería tener un escrito listo para pasar por la última y más larga etapa, el reposo; que es tal sólo para el texto, porque en lo que a mí trabajo concierne, es la fase que más concentración me demanda. Tengo que leer y releer para, por ejemplo, detectar redundancias, suprimir oraciones o convertir un párrafo en dos, porque contiene temáticas muy diferentes.
Desde luego no siempre me maneje en estos términos. Siento que he aprendido a tener en cuenta cosas, que antes ignoraba, y a distinguir otras, que antes realizaba mecánicamente. Pese a mi intento de leer la mayoría de los libros que me parezcan interesantes creo, que de no haber cursado este cuatrimestre, hubiera tardado más tiempo en notar por mi cuenta muchas de las cosas que he aprendido. Sobre todo en lo que respecta a lo vinculado con escribir para los demás, para ser leído. Antes del primer cuatrimestre establecía con la escritura una relación, casi, exclusivamente psicológica, de descarga. Mis primeros textos, aunque nunca explicite mi vinculación con ellos, debo reconocer que eran extremadamente personales. Desde luego, teniendo esto en cuenta, el contacto con los textos de los compañeros de cátedra, actuales y pasados, no me resultó sencillo. Es decir, uno sabe que no es el único que escribe, pero encontrarse (tener que obligatoriamente encontrarse) de frente con otros textos tan buenos es una experiencia muy especial. Algunos trabajos del blog de la cátedra ponen la vara a una altura considerable. Resulta difícil, antes y después de la cursada, no recoger los guantes de la desprotección y la inseguridad frente a esos trabajos. De hecho, aún ahora, creo que esos guantes me quedan bien. Debe ser porque, pese a contar con una mayor cantidad de recursos para escribir, siento una cuota de responsabilidad, de la que tengo que hacerme cargo y antes ignoraba. Pero no siempre es invierno para andar usando guantes, en verano también puede hacer frío, y parte del aprendizaje es volver al mismo punto de partida, sentarse nuevamente frente a esa hoja en blanco desde una nueva perspectiva, en el mejor de los casos, desde una instancia superadora.
La inseguridad es pasajera, y en mi caso, la asocio principalmente al momento de la búsqueda de esas ideas que algunos llaman inspiración; porque, superada esa etapa, el resto del proceso de escritura me resulta placentero. No suelo presionarme para escribir, pero cuando existen fechas de entrega, el tiempo pasa y todavía no pensé en algo que me provoque empezar, puedo llegar a ponerme realmente nervioso e indeciso.
En conclusión, sé que si no me quito los guantes de la inseguridad no puedo hacer libremente con las manos, las cosas pareciesen resbalarse fácilmente de mis dedos hasta el suelo. Sin embargo, inevitablemente en algún momento, la inseguridad vuelve a ser un par guantes en el suelo. Mi problema es que esas prendas se aprovechan de mis distracciones para escabullirse y volver a posarse sobre mí, dejándome sin aliento ni la posibilidad de preguntarme: ¿Cuándo fue que se me volvieron a trepar?
En esos momentos de nerviosismo, es cuando debo devolverlos al suelo sacudiendo mis manos para poder buscar ideas, conseguir pensar en algo que no sean guantes, y así empezar un nuevo texto. Aunque sería un hipócrita si dijera que siempre consigo librarme de esa inseguridad. En ciertas ocasiones efectivamente consigo superar esa sensación, pero también puedo mandar a “reposar” un texto a un rincón húmedo hasta nuevo aviso, escribir hojas enteras sin darme cuenta, o dedicarme a ver pasar el tiempo, deseando que la búsqueda de ideas no se prolongue demasiado. Porque las horas no esperan por nadie, y la hoja que no está escrita continúa siendo sólo eso, una hoja en blanco.

Haga patria, que no se le revele la señora


Aproximadamente hace diez minutos me encontraba en el club del barrio con los muchachos, charlando sobre fútbol y pensando cómo hacer para que Luis se levante a la hija de Cacho, el dueño del club. Estábamos a punto de decidir cuál era el piropo más ganador para que le haga temblar las patas y caiga rendida en los brazos de nuestro amigo, pero en plena deliberación nos vimos interrumpidos por una ola de gritos provenientes de la calle. Pospusimos el voto para ver qué era lo que estaba pasando, asomamos la cabeza por el portón y vimos una banda de yeguas cortando la calle. Pedían por no sé qué derecho que no tenían por ser minas, en fin, una huevada.
Anda a lavar los platos. Le grité a una. Rajá de acá borracho infeliz, me contestó. Me ofendí y entramos con los muchachos a las puteadas devuelta para el club.
Cuando alguien se esfuerza por una causa justa y razonable suelo apoyarlo. Pero a veces surgen esos grupos, que por lo visto no tenían nada mejor que hacer, y se dedican a instalar debates innecesarios en la sociedad, sobre cuestiones que ya están resueltas ancestralmente y no precisan cambios. Por esta sencilla razón no logro entender a las feministas.
Feminista, palabra complicada, rara, ¿quién se anima a decir soy feminista? Es por eso que son un grupo reducido, sin peso y enteramente compuesto de mujeres. Pasando en limpio, podemos describirlas como un grupo de mujeres de diversas edades, amantes del aborto, que no consideran la prostitución como un trabajo digno, tienen como principal enemigo al hombre y no reconocen a la cocina como su hábitat natural. Las principales causas del origen de esta especie radican en el matrimonio, en simples y corrientes sucesos como: la infidelidad y la violencia tanto verbal como física. Resumiendo, es una cuestión de debilidad, todos sabemos que una verdadera mujer es capaz de tolerar  esto y más.
Mientras repasaba todo esto en mi cabeza, Luisito, invitó a un hotel a la hija de Cacho para pasar la noche, y la mañana si le daban las gambas. Así, seco. No es la opción que había votado yo, pero tampoco me disgustaba. La piba se negó, le dijo “desubicado”. “Si sos más fácil que la tabla del uno”, le gritamos desde la mesa. La piba se puso a llorar. Nosotros nos cagamos de risa y pedimos otra birra.
Volviendo a las feministas, no debemos dejar que nos laven la cabeza con sus ideas locas, eso es lo que quieren ellas, que caigamos en la trampa. Debemos refrescar nuestra imagen de las mujeres recurriendo constantemente a nuestro mejor amigo, la fuente de la verdad: el televisor. Con solo ver cinco minutos de publicidades podemos afirmar que no existe la mujer luchadora, solo es un mito. La verdadera mujer cocina para la familia, limpia la casa, cura a los hijos cuando se lastiman y los lleva a la escuela. Hace la prueba de la blancura con los calzoncillos del esposo laburador, va al mercado los días que hay descuento. Se queja cuando le viene la regla y se alegra cuando le regalas un paquete de toallitas, sus mejores amigas. Y esto va para los muchachos, una mina con todas las letras no te pide flores ni que la lleves a comer. Esa es una idea equivocada que instalaron las propias mujeres para confundirnos, pero no somos ningunos tontos, se sabe que se bajan los pantalones por un desodorante o  una cerveza fría.
 Luis volvió para la mesa haciéndose el enojado, pero la situación fue más grande que él, y soltó una carcajada. Dijo que las cosas no iban a quedar así, hoy pensaba agarrar el auto a la noche y salir de levante. El viejo truco del auto, ninguna piba se lo resiste, con tal de que las lleven hacen cualquier cosa, entre los hombres el que no corre, vuela. Luis es casado, tiene dos pibes chicos, por eso lo advertimos. Le dijimos que no pague un telo muy caro, que no gaste mucha nafta, que deje algo de guita en la casa. Los hombres también tenemos que hacer autocrítica, cuando una mujer se vuelve feminista es porque la dejaste de mantener, porque no se pudo comprar más corpiños e ir a la peluquería cada tres horas. Pero sabemos que nuestro amigo es terco e iba a reventar la billetera en una noche. Hicimos una vaquita y le dimos para que le dé unos mangos a la señora. No íbamos a contribuir a que sigan creciendo las yeguas rompe pelotas.

sábado, 1 de diciembre de 2012

Los libros y las personas


Había decidido empezar a leer una novela. Así que tomé el libro de la biblioteca, abrí la tapa y ahí estábamos. Ella, una hoja en blanco, tímida e impune de tinta; yo, un hombre más, igualmente tímido, y con una mano automática lista para dar esas caricias al olvido. Acaricie por vez primera, otra hoja menos tímida dijo: “Oliver Twist”. Volví a acariciar, la nueva página insistió con mayor énfasis: “Charles Dickens - Oliver Twist”. Al parecer había sido bautizada, tenía nombre y apellido, la novela era así y no de otra manera para iniciar el contacto presentándose ante el mundo, o, en este caso, ante un extraño hombre más. Regresé a la hoja en blanco, buscando comprender un poco más a la novela, pero nada había cambiado. Tímida e impune de tinta, un origen silencioso, génesis de nombres y apellidos que incomprensiblemente aparecen, sólo por cuestiones de nomenclatura, porque nos molesta llamarlos enigma.
¿De dónde vino la novela? Seguramente provino de las manos de Dickens, pero como no soy un historiador, escapa a mi conocimiento la existencia de una nota, entre formal, como un documento firmado, y muy improvisada, como un papel arrancado con las manos; o quizás, un pacto implícito, inconsciente, entre un autor y su editor, entre Dickens y sus lectores, entre los libros y las personas. Un mensaje sordo en un código comprendido por todos nosotros: “dejar esta hoja en blanco, por favor, la primera en blanco…”
No voy a ponerme crítico literario, ni a reproducir la cara de sorpresa resignada que puse, cuando me di cuenta de que los libros también son como las personas. Humanidad y libros, ambos con un origen incierto, una hoja en blanco que no nos dice de dónde venimos. Personas y libros vinculadas por dos lazos, uno histórico e intelectual según el cual los libros son la materialización del conocimiento propiamente humano; y otro lazo oculto, de hojas en blanco según el cual los libros también son como las personas. Oculto, no invisible, vestido con el imperceptible manto que suele esconder a las cosas que parecieran estar en su lugar, estáticamente nerviosas, a punto de ser descubiertas.
El lazo intelectual encuentra su explicación académica en la humanidad como creadora de escritura, y más tarde, de libros. Louis-Jean Calvet, en el Posfacio de su “Historia de la escritura”, señala una serie de instancias comunes en el camino hacia el alfabeto, como manifestación de un estado de la escritura alcanzado por las personas: de pictogramas a valores fonéticos, que evolucionan en una escritura silábica y, por acrofonía, hacia el alfabeto.
En un principio limitamos la escritura a funciones sociales primordiales, a saberes prácticos: la contabilidad, la difusión de leyes, la memoria de los muertos. Recién a partir de mediados del siglo XV, gracias a la invención de la imprenta moderna, comenzaron a aparecer en libros los títulos que, aún hoy, continúan disponibles en los aparadores de las librerías. Construcciones abstraídas hacia la literatura o el orden de las ideas: obras literarias acerca de hospicios y la población más degradada de Londres, u obras del pensamiento de históricos intelectuales.
Desde el momento en que los libros empezaron a ser vistos como contenedores de literatura, filosofía, historia, en definitiva, de cultura en el sentido del ámbito de las artes y la intelectualidad–, se identificó a lector y escritor como hombres necesariamente cultos o dueños de cierto grado de sabiduría o creatividad. Este primer lazo, vinculado específicamente con esta idea de cultura, contribuyó a la idea del libro cómo instrumento: abstraído del sujeto, contenedor del conocimiento, materializado en un bloque de hojas de un particular atractivo.
Hoy en día, texturas, ilustraciones, tapas blandas y duras nos interpelan desde el sentido común: “Los libros van en la biblioteca, son movibles y caben en las palmas de ambas manos por si te place llevarlos contigo a otro lugar”. Con el único fin de impedir que nos concentremos en el segundo lazo, el oculto y no invisible, según el cual los libros además de libros–, también son como las personas: de un origen incierto, de páginas blancas, de arbitrarios nombres y apellidos que empiezan a vivir, a escribir y ser escritos.

El parecido supera la impresión de que los libros son personas en tanto la historia de sus personajes, a saber: en tanto que Dante recorra infierno, purgatorio y paraíso, o que Alonso Quijano se comporte como “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”. Supera la identificación que las personas puedan sentir respecto de algunos libros, eso que nos hace preferir “Rayuela” de Julio Cortázar y justificarnos diciendo: “Por París. Por sus puentes. Los no encuentros de Oliveira y la Maga. Por Rocamadour. Los mates, la patafísica. Por el paraguas rojo del parque y las tizas que escriben en el suelo”. Todo como si hubiésemos formado parte de los acontecimientos, nacido en el capítulo 1 y finalizado en el 56 –o en el 73 y el 131 respectivamente, porque “Rayuela” así lo permite–. Esto es: transcurrir nosotros mismos, crecer, desarrollarnos, vivir, hasta donde las páginas nos lo permitan.
Un final de libro donde también se han desperdigado otras menores coincidencias superficiales: un índice, como la agónica recopilación de momentos que, en forma de un sueño, podría por última vez iluminar los ojos de un hombre desahuciado; o una reseña en la contratapa, como la materialización de la piedra escrita usada para separarnos de la existencia terrenal, generalmente escrita con palabras amables, quizá no del todo ciertas por el recorte y su necesaria brevedad, pero que, definitivamente, reflejan un modo en que posiblemente alguien pudiese recordarnos.
Estas coincidencias son superficiales y menores, no por sí mismas, sino por la comparación con otra más importante. En el final, entre novela y contratapa, un salto vacío, una segunda hoja en blanco, la última hoja. Tan enigmática, que no nos remite a nada que no sea la primera, tímida e impune de tinta. ¿Serán el espacio donde deberíamos responder nosotros, en lugar de preguntarnos por qué están en blanco? Acaso demuestran el retorno de lo reprimido, aquello que desconocemos y nos permite vivir como vivimos: ¿De dónde venimos y a dónde vamos? Preguntas sin responder u hojas en blanco sin escribir, no lo sé.
Están quienes las usan para dedicar los libros: palabras de amor, aprecio, mensajes y firmas no de hombres más, sino de personas especiales. Otros más detallistas llevan en ellas la cuenta de sus notas de lectura. Los más despistados piensan que están por protección, porque aún no se han preguntado cuánto es lo que en realidad puede proteger un escudo hecho de fibra de papel. También es posible encontrar algunos que se hacen los sordos, o todavía no escuchan, porque aún no tomaron el libro de la biblioteca, y abrieron la tapa con el detenimiento suficiente para mirar de frente a estos espejos vacíos que, capaces de recordarnos lo desconocido, lo más importante nos lo dicen sin hablar: “dejar esta hoja en blanco, por favor, la primera en blanco…. y no se lo olvide, porque es igual para ustedes, la última hoja va en blanco también.”
Sin embargo, más allá de todo esto, los libros más reservados, los que no muestran hojas en blanco porque no las tienen, también aguardan en los estantes su turno para ser leídos; y, pese a su carencia, son igualmente apilados en librerías, acomodados en habitaciones y expuestos en despachos, junto a los que sí. Esos que quizá se dieron cuenta de que las hojas en blanco no cumplen una función específica, pero que, de igual manera, han decidido mantenerlas vivas, latentes: una al comienzo y otra al final.

Ensayo sobre la palabra "alumno"

Alumno”,  vocablo supuestamente formado por la unión entre el prefijo “a” y una derivación de la raíz “lumen, luminis” que es “lumno”. En la lengua helénica, “a” significa sin, mientras que en latín la raíz “lumen, luminis” es luz. Siguiendo esta lógica, la palabra “alumno” significa etimológicamente “sin luz”, vacío, incapaz, hueco; algo que necesariamente deberá ser activado por una fuerza externa. Bajo esta idea, difundida pero equivocada, la ideología de la enseñanza encuentra un argumento demasiado tentador para invocar al dios del verticalismo absoluto. El rol pedagógico queda aprisionado en esta cárcel, detrás de los barrotes que señalan el límite del alumno respecto a su propia condición: la de ser un sujeto sin chispa. El mito circula por los pasillos, por las aulas, por los textos e inclusive se hace presente en cualquier conversación cotidiana. Este “error”, más del orden de lo causal que de lo casual, construye una idea de estudiante que legitima la exacerbación del profesor ante un individuo que no es nada ni nadie, solo un cuerpo desprovisto de posibilidades y capacidades y que se encuentra perdido, en la nebulosa del conocimiento otorgado verticalmente, pero buscando el botón que ilumine su recinto mental.  ¿Será entonces la acción de recibirse el momento en el que los “sin luces” encuentran en algún lugar de su mente ese botón y deciden prenderlo de una vez por todas? De un día para el otro, esas supuestas carencias intelectuales quedan en el olvido y se transforman en anteriores a la condición de “graduado”. Porque el alumno o “sin luz” ya no es más un alumno cualquiera, sino que pasa a ser un “ex alumno”, un “ex sin luz”. Interesante agregado que no es para nada accesorio ya que el prefijo “ex” agrega la dimensión temporal y significa “que fue y ya no es”. Las personas, cuando son designadas bajo este símbolo del antes y el después, se miden por la diferencia entre lo que son y lo que fueron, el límite lingüístico vuelve evidente una situación mitad real, mitad imaginaria. Para muchos es el haber recibido un título lo que marca la diferencia entre haber prendido esa luz o permanecer en la oscuridad. Pero lo peligroso no es reconocer el límite, sino ver a ese límite como una transformación real, como alguien que dejo de ser algo y ahora es otra cosa. El “error” circula impunemente por el mundo académico y se manifiesta ya desde la ideologización de la etimología de la palabra. No se trata de una formación construida a partir de la unión entre un prefijo y una raíz derivada, sino que es una palabra afijada que encuentra su origen en “alumnus”, que en latín significa “discípulo”. El sustantivo “lumen” no forma parte del vocablo “alumno”, como así tampoco el prefijo “a”. Ahora, el problema radica en investigar e indagar sobre la etimología de la palabra “alumnus”, ya habiendo descartado la concepción que extrae del aprendiz su capacidad reflexiva y crítica. “Alumnus” proviene del sustantivo “alére” en latín, que significa “alimentar” y del cual también se deriva “alo, alui, alitum” que quieren decir nutrir, cultivar, educar, entre otras cosas. El alumno es alguien que se alimenta y que se nutre de conocimiento y herramientas necesarias para desarrollar y cumplir las tareas que le requieran. No de casualidad, las universidades figuran como “alma mater” del graduado, como madre nutricia. Si bien también sería impensado decir que el profesor sabe lo mismo que el alumno, es equivocado creer que el pensamiento se desarrolla luego de haber adquirido un título o de haber cursado una carrera universitaria. El alimento intelectual se construye dialécticamente en una relación de aprendizaje. El profesor ya no es la fuerza externa determinante para el nivel de análisis o la capacidad del alumno, lo obligatoriamente necesario para encender su chispa, sino un colaborador en la formación de este, promotor de su reflexión y su interés sobre los asuntos que se trabajen. Por otra parte, podríamos decir la construcción conceptual “ex alumno” adquiere nuevos sentidos. Ya no se trata de una persona que ha logrado encontrar su capacidad y que se ha reconciliado con su ser pensante, sino más bien se trata de alguien que ha dejado de alimentarse de una fuente particular, como es la universidad, la escuela, etc. La distinción ayuda a desestructurar el argumento que convence a muchos profesores, y a algunos alumnos también, de que los estudiantes son jóvenes inmaduros con respecto a sus decisiones y a las posturas que puedan adoptar dentro y fuera de una clase universitaria. Ideología y uso del lenguaje se acoplan como carga y vehículo. Uno transporta al otro y, si no se discute, la pulseada la gana la idea y no la crítica a ella. Este es solo un ejemplo, pero definitivamente no es el único.

De los autoservicios chinos



     Higiénicamente hablando, existen tres tipos de personas: las que son extremadamente limpias, las normales y las roñosas. Siguiendo con esta línea, pero cambiando radicalmente de objeto, los supermercados se dividen en dos grandes grupos: los que se muestran como prolijos y limpios y, caminando por la góndola opuesta, los supermercados chinos.
     Estos autoservicios son sinónimo de desorden, desprolijidad, mugre y peligro. Peligro , por ejemplo, de morir envenenado o intoxicado a causa de una manteca que había perdido la cadena de frío o que, como comúnmente suele suceder, esta vencida. Peligro, también, de contagiarse de rabia a causa de la mordedura de una inmunda rata, o de infectarse de tétanos por motivo de una cortadura.
     Una de las peores amenazas, sino la peor, a la hora de entrar a un autoservicio de esta índole, es la estafa. Sus dueños hacen de de la frase “no entendo” su arma principal de convencimiento. Los empresarios asiáticos son verdaderamente intuitivos y no necesitan muchas señales para comprender el peligro de una situación y comenzar a utilizar su muletilla defensiva que les permitirá cansar al consumidor. Como curiosa contraposición a la “poca relación con la lengua española”, los dueños de los supermercados (porque siempre atienden los propietarios las cajas, jamás son capaces de conceder tamaña responsabilidad ni al más profesional de los banqueros) son verdaderos expertos a la hora de devolver el vuelto. Estadísticamente hablando, los chinos son más precisos que un neurocirujano y  tan sabios como un catedrático a la hora de dar el vuelto, confundiéndose en menos del 0,001% de las situaciones.
     A pesar de que ya se han enumerado una gran cantidad de desventajas que caracterizan a los super chinos, aún existen otras. Más que conocido es el vinculo existente entre los autoservicios y la hollywoodense “Mafia China”. Los noticieros son elocuentes y con gran asiduidad aparecen noticias de tiroteos en supermercados chinos. Como resultados de esos enfrentamientos que parecen desatar la furia de los dragones asiáticos obtenemos gente secuestrada, muerta y, también, el supermercado clausurado. El riesgo de morir en estos tipos de supermercados es altísimo Por otro lado. imaginar la posibilidad de resultar erróneamente secuestrado por la mafia me genera pánico. ¿Cómo explicarle a los chinos que no tengo nada que ver y que sólo estaba comprando? ¿Me entenderían? ¿O terminaría a la vera del riachuelo a causa de nuestras deficiencias comunicacionales? ¿Serían mis ojos la cabal evidencia de mi inocencia? La sola idea es terrorífica.
     Como si fuera poca la cantidad de mugre y suciedad que alberga un supermercado chino, los empleados y los dueños duermen dentro del mismo. Como lo leíste. Es una vivienda y a la vez una empresa. A simple vista, existen ventajas tentadoras. Primero, la cercanía al trabajo, lo que evita gastar dinero en viáticos y padecer viajes epopéyicos. En segundo lugar, la cantidad de impuestos que se pagan es menor, desde el impuesto municipal, que es solo para una propiedad, hasta los más comunes que incluyen importantes descuentos si hablamos de una empresa. A pesar de los pros, los perjudicados en esta situación, como siempre, son los consumidores. Es una obviedad aclarar que en ese lugar donde los chinos trabajan, también cocinan, se asean, se acicalan y hasta se reproducen.
     Ahora bien, si hay algo que reconocer en el ámbito de la cultura asiática, es la generosidad. Existen sobradas evidencias de que estas sociedades trabajan en un contexto de solidaridad y colaboración permanente. Para nuestra fortuna, los chinos rioplatenses no son la excepción. Existe una nueva modalidad de trabajo en los supermercados chinos que es relativamente reciente y está en pleno proceso de expansión. En una transparente muestra de hermandad con el pueblo latinoamericano, los chinos han decidido trabajar en sociedad con nuestros vecinos bolivianos, insertándolos en el sector de verdulería y frutería para, de este modo, conseguir la expansión de sus horizontes y, como objetivo camuflado, buscar que la adaptación y la aceptación sea más rápida y pase desapercibida por los habitantes. Es inevitable pensar que el proceso de expansión de la cultura asiática seguirá desarrollándose. Para reafirmar esta suposición, existen mixturas culturales que parecen más que viables: por ejemplo, una combinación con el pueblo paraguayo, colocando servicios de albañilería en cualquier supermercado. Por otro lado, quizás no tan legal y digno como el proyecto anterior, se podrían poner puestos clandestinos de distribución y consumo de droga, en sociedad con nuestros hermanos colombianos. Las posibilidades son varias.
     La República Popular China cuenta con una población aproximada de 1.400.000.000 de personas. Está liderando el ranking mundial de población y las grandes urbes de la segunda economía mundial ya están totalmente saturadas. Es así, que intentando regular la situación poblacional de las ciudades, los gobernantes chinos han impulsado una política de emigración que ya ha involucrado a varios países de todo el mundo. Para nuestra desgracia, uno de ellos, es Argentina. Los chinos son la plaga nacional del siglo XXI. Sin ir más lejos, hay alrededor de cinco supermercados de origen oriental rondando cerca de mi casa. Ya casi no existen variantes. Están los chinos y los chinos.
     Dicho esto, creo que lo próximo que hay que hacer, es tomar medidas para controlar el avance de estas personas. El tiempo será el encargado de decir cuáles son las posturas de los chinos con respecto al futuro. Por lo pronto, cada vez son más y más.  En un momento histórico donde las libertades nacionales se encuentran en total discusión y cuestionamiento, creo que este ensayo es una pequeña contribución a intentar proteger un derecho que involucra a la totalidad del pueblo argentino: el derecho a elegir libremente el supermercado en el que queremos comprar.