domingo, 16 de diciembre de 2012

Reflexión: la página en blanco


“Una nueva página en blanco es un desafío, pero ya no estoy tan desprotegida/o e insegura como cuando abrí la puerta del aula y me encontré con un grupo de desconocidos, unidos a mí por las ganas de aprender a escribir, algunos, otros por la obligación de cursar una materia más. No sabía que trabajando a la par con ellos iba a recuperar el placer de escribir.”

La página en blanco siempre es un desafío, un obstáculo que intento ignorar. Noté que suelo evitarla dado que no escribo sin una motivación que me permita cubrir ese vacío lleno de posibilidades. Porque, en definitiva, esa hoja, mientras continúe blanca, puede convertirse en cualquier cosa.
En lo personal siempre necesito pensar o sentir algo, necesito tener un norte lo más claro posible que me permita empezar a escribir, pero no de cualquier forma. Primero anoto fragmentos con los que construiré una columna vertebral para mi texto, no importa cuán larga sea, pero sí, me es de vital importancia, que cuente con un inicio y un final; o por lo menos con un bosquejo de alguno de ellos, en cuyo caso, tendré que trabajar hasta donde pueda, prescindiendo de la pieza faltante. Luego escribo un borrador rápido, lo cual trae sus consecuencias: errores de tipeo, palabras inventadas y descripciones de sensaciones que quiero reflejar pero que, en la velocidad, no me preocupo por su correcta expresión. Generalmente durante esta etapa, cuando alcanzo una velocidad constante de tipeo, no me detengo por nada; intento no distraerme aunque me llene de culpa saber que hay otra cosa que podría, o incluso debería, estar haciendo. Y esto es porque soy consciente de que si no escribo todo lo que se me cruce por la cabeza, no voy a poder volver a escribirlo tal como lo siento en ese instante; quizá no pueda volver a encontrar el orden dentro de una oración, o simplemente una palabra que, a mi parecer, puede hacer la diferencia en cuanto a lo que se pretende transmitir. Una vez obtenido el borrador, desarrollo el escrito intentando aplicar algún conocimiento teórico y prestando especial atención a las reglas que rompí durante la realización del mismo (reglas ortográficas, tiempos verbales, etc.) Terminado este proceso, obtengo una primera versión de mi trabajo mínimamente presentable. Lo que sea que haya escrito debe reflejar en algún punto mis intenciones primeras, y aclaro “en algún punto” porque la mayoría de las veces, durante el desarrollo, puedo llegar a suprimir ideas enteras, o a ampliar otras que eran sólo una oración, las cuales inesperadamente terminan convirtiéndose en uno o más párrafos. Realizado todo esto ya debería tener un escrito listo para pasar por la última y más larga etapa, el reposo; que es tal sólo para el texto, porque en lo que a mí trabajo concierne, es la fase que más concentración me demanda. Tengo que leer y releer para, por ejemplo, detectar redundancias, suprimir oraciones o convertir un párrafo en dos, porque contiene temáticas muy diferentes.
Desde luego no siempre me maneje en estos términos. Siento que he aprendido a tener en cuenta cosas, que antes ignoraba, y a distinguir otras, que antes realizaba mecánicamente. Pese a mi intento de leer la mayoría de los libros que me parezcan interesantes creo, que de no haber cursado este cuatrimestre, hubiera tardado más tiempo en notar por mi cuenta muchas de las cosas que he aprendido. Sobre todo en lo que respecta a lo vinculado con escribir para los demás, para ser leído. Antes del primer cuatrimestre establecía con la escritura una relación, casi, exclusivamente psicológica, de descarga. Mis primeros textos, aunque nunca explicite mi vinculación con ellos, debo reconocer que eran extremadamente personales. Desde luego, teniendo esto en cuenta, el contacto con los textos de los compañeros de cátedra, actuales y pasados, no me resultó sencillo. Es decir, uno sabe que no es el único que escribe, pero encontrarse (tener que obligatoriamente encontrarse) de frente con otros textos tan buenos es una experiencia muy especial. Algunos trabajos del blog de la cátedra ponen la vara a una altura considerable. Resulta difícil, antes y después de la cursada, no recoger los guantes de la desprotección y la inseguridad frente a esos trabajos. De hecho, aún ahora, creo que esos guantes me quedan bien. Debe ser porque, pese a contar con una mayor cantidad de recursos para escribir, siento una cuota de responsabilidad, de la que tengo que hacerme cargo y antes ignoraba. Pero no siempre es invierno para andar usando guantes, en verano también puede hacer frío, y parte del aprendizaje es volver al mismo punto de partida, sentarse nuevamente frente a esa hoja en blanco desde una nueva perspectiva, en el mejor de los casos, desde una instancia superadora.
La inseguridad es pasajera, y en mi caso, la asocio principalmente al momento de la búsqueda de esas ideas que algunos llaman inspiración; porque, superada esa etapa, el resto del proceso de escritura me resulta placentero. No suelo presionarme para escribir, pero cuando existen fechas de entrega, el tiempo pasa y todavía no pensé en algo que me provoque empezar, puedo llegar a ponerme realmente nervioso e indeciso.
En conclusión, sé que si no me quito los guantes de la inseguridad no puedo hacer libremente con las manos, las cosas pareciesen resbalarse fácilmente de mis dedos hasta el suelo. Sin embargo, inevitablemente en algún momento, la inseguridad vuelve a ser un par guantes en el suelo. Mi problema es que esas prendas se aprovechan de mis distracciones para escabullirse y volver a posarse sobre mí, dejándome sin aliento ni la posibilidad de preguntarme: ¿Cuándo fue que se me volvieron a trepar?
En esos momentos de nerviosismo, es cuando debo devolverlos al suelo sacudiendo mis manos para poder buscar ideas, conseguir pensar en algo que no sean guantes, y así empezar un nuevo texto. Aunque sería un hipócrita si dijera que siempre consigo librarme de esa inseguridad. En ciertas ocasiones efectivamente consigo superar esa sensación, pero también puedo mandar a “reposar” un texto a un rincón húmedo hasta nuevo aviso, escribir hojas enteras sin darme cuenta, o dedicarme a ver pasar el tiempo, deseando que la búsqueda de ideas no se prolongue demasiado. Porque las horas no esperan por nadie, y la hoja que no está escrita continúa siendo sólo eso, una hoja en blanco.

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