Había decidido empezar a leer una novela. Así que tomé el
libro de la biblioteca, abrí la tapa y ahí estábamos. Ella, una hoja en blanco,
tímida e impune de tinta; yo, un hombre más, igualmente tímido, y con una mano automática
lista para dar esas caricias al olvido. Acaricie por vez primera, otra hoja
menos tímida dijo: “Oliver Twist”. Volví
a acariciar, la nueva página insistió con mayor énfasis: “Charles Dickens - Oliver Twist”. Al parecer había sido bautizada, tenía
nombre y apellido, la novela era así y no de otra manera para iniciar el
contacto presentándose ante el mundo, o, en este caso, ante un extraño hombre
más. Regresé a la hoja en blanco, buscando comprender un poco más a la novela,
pero nada había cambiado. Tímida e impune de tinta, un origen silencioso,
génesis de nombres y apellidos que incomprensiblemente aparecen, sólo por
cuestiones de nomenclatura, porque nos molesta llamarlos enigma.
¿De dónde vino la novela? Seguramente provino de las
manos de Dickens, pero como no soy un historiador, escapa a mi conocimiento la
existencia de una nota, entre formal, como un documento firmado, y muy
improvisada, como un papel arrancado con las manos; o quizás, un pacto
implícito, inconsciente, entre un autor y su editor, entre Dickens y sus
lectores, entre los libros y las personas. Un mensaje sordo en un código comprendido
por todos nosotros: “dejar esta hoja en
blanco, por favor, la primera en blanco…”
No voy a ponerme crítico literario, ni a reproducir la
cara de sorpresa resignada que puse, cuando me di cuenta de que los libros
también son como las personas. Humanidad y libros, ambos con un origen
incierto, una hoja en blanco que no nos dice de dónde venimos. Personas y libros
vinculadas por dos lazos, uno histórico e intelectual –según el cual los libros son la materialización del conocimiento
propiamente humano–; y otro lazo oculto, de
hojas en blanco –según el cual los libros también son como las personas–. Oculto, no invisible, vestido con el imperceptible manto
que suele esconder a las cosas que parecieran estar en su lugar, estáticamente
nerviosas, a punto de ser descubiertas.
El lazo intelectual encuentra su explicación académica en
la humanidad como creadora de escritura, y más tarde, de libros. Louis-Jean
Calvet, en el Posfacio de su “Historia de la escritura”, señala una serie de
instancias comunes en el camino hacia el alfabeto, como manifestación de un
estado de la escritura alcanzado por las personas: de pictogramas a valores
fonéticos, que evolucionan en una escritura silábica y, por acrofonía, hacia el
alfabeto.
En un principio limitamos la escritura a funciones
sociales primordiales, a saberes prácticos: la contabilidad, la difusión de
leyes, la memoria de los muertos. Recién a partir de mediados del siglo XV,
gracias a la invención de la imprenta moderna, comenzaron a aparecer en libros
los títulos que, aún hoy, continúan disponibles en los aparadores de las
librerías. Construcciones abstraídas hacia la literatura o el orden de las
ideas: obras literarias acerca de hospicios y la población más degradada de
Londres, u obras del pensamiento de históricos intelectuales.
Desde el momento en que los libros empezaron a ser vistos
como contenedores de literatura, filosofía, historia, en definitiva, de cultura
–en el sentido del ámbito de las artes y la
intelectualidad–, se identificó a lector y escritor como hombres necesariamente
cultos o dueños de cierto grado de sabiduría o creatividad. Este primer lazo, vinculado
específicamente con esta idea de cultura, contribuyó a la idea del libro cómo
instrumento: abstraído del sujeto, contenedor del conocimiento, materializado
en un bloque de hojas de un particular atractivo.
Hoy en día, texturas, ilustraciones, tapas blandas y
duras nos interpelan desde el sentido común: “Los libros van en la biblioteca, son movibles y caben en las palmas de
ambas manos por si te place llevarlos contigo a otro lugar”. Con el único
fin de impedir que nos concentremos en el segundo lazo, el oculto y no
invisible, según el cual los libros –además de
libros–, también son como las personas: de un origen incierto, de
páginas blancas, de arbitrarios nombres y apellidos que empiezan a vivir, a
escribir y ser escritos.
El parecido supera la impresión de que los libros son
personas en tanto la historia de sus personajes, a saber: en tanto que Dante
recorra infierno, purgatorio y paraíso, o que Alonso Quijano se comporte como “El
ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”. Supera la identificación que las
personas puedan sentir respecto de algunos libros, eso que nos hace preferir
“Rayuela” de Julio Cortázar y justificarnos diciendo: “Por París. Por sus puentes. Los no encuentros de Oliveira y la Maga.
Por Rocamadour. Los mates, la patafísica. Por el paraguas rojo del parque y las
tizas que escriben en el suelo”. Todo como si hubiésemos formado parte de
los acontecimientos, nacido en el capítulo 1 y finalizado en el 56 –o en el 73 y el 131
respectivamente, porque “Rayuela” así lo permite–. Esto es: transcurrir
nosotros mismos, crecer, desarrollarnos, vivir, hasta donde las páginas nos lo
permitan.
Un final de libro donde también
se han desperdigado otras menores coincidencias superficiales: un índice, como
la agónica recopilación de momentos que, en forma de un sueño, podría por
última vez iluminar los ojos de un hombre desahuciado; o una reseña en la
contratapa, como la materialización de la piedra escrita usada para separarnos
de la existencia terrenal, generalmente escrita con palabras amables, quizá no
del todo ciertas por el recorte y su necesaria brevedad, pero que, definitivamente,
reflejan un modo en que posiblemente alguien pudiese recordarnos.
Estas coincidencias son superficiales
y menores, no por sí mismas, sino por la comparación con otra más importante. En
el final, entre novela y contratapa, un salto vacío, una segunda hoja en blanco,
la última hoja. Tan enigmática, que no nos remite a nada que no sea la primera,
tímida e impune de tinta. ¿Serán el espacio donde deberíamos responder nosotros,
en lugar de preguntarnos por qué están en blanco? Acaso demuestran el retorno
de lo reprimido, aquello que desconocemos y nos permite vivir como vivimos: ¿De
dónde venimos y a dónde vamos? Preguntas sin responder u hojas en blanco sin
escribir, no lo sé.
Están quienes las usan para
dedicar los libros: palabras de amor, aprecio, mensajes y firmas no de hombres
más, sino de personas especiales. Otros más detallistas llevan en ellas la cuenta
de sus notas de lectura. Los más despistados piensan que están por protección,
porque aún no se han preguntado cuánto es lo que en realidad puede proteger un
escudo hecho de fibra de papel. También es posible encontrar algunos que se
hacen los sordos, o todavía no escuchan, porque aún no tomaron el libro de la
biblioteca, y abrieron la tapa con el detenimiento suficiente para mirar de
frente a estos espejos vacíos que, capaces de recordarnos lo desconocido, lo más
importante nos lo dicen sin hablar: “dejar
esta hoja en blanco, por favor, la primera en blanco…. y no se lo olvide, porque
es igual para ustedes, la última hoja va en blanco también.”
Sin embargo, más allá de
todo esto, los libros más reservados, los que no muestran hojas en blanco
porque no las tienen, también aguardan en los estantes su turno para ser
leídos; y, pese a su carencia, son igualmente apilados en librerías, acomodados
en habitaciones y expuestos en despachos, junto a los que sí. Esos que quizá se
dieron cuenta de que las hojas en blanco no cumplen una función específica,
pero que, de igual manera, han decidido mantenerlas vivas, latentes: una al
comienzo y otra al final.
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