sábado, 1 de diciembre de 2012

Los libros y las personas


Había decidido empezar a leer una novela. Así que tomé el libro de la biblioteca, abrí la tapa y ahí estábamos. Ella, una hoja en blanco, tímida e impune de tinta; yo, un hombre más, igualmente tímido, y con una mano automática lista para dar esas caricias al olvido. Acaricie por vez primera, otra hoja menos tímida dijo: “Oliver Twist”. Volví a acariciar, la nueva página insistió con mayor énfasis: “Charles Dickens - Oliver Twist”. Al parecer había sido bautizada, tenía nombre y apellido, la novela era así y no de otra manera para iniciar el contacto presentándose ante el mundo, o, en este caso, ante un extraño hombre más. Regresé a la hoja en blanco, buscando comprender un poco más a la novela, pero nada había cambiado. Tímida e impune de tinta, un origen silencioso, génesis de nombres y apellidos que incomprensiblemente aparecen, sólo por cuestiones de nomenclatura, porque nos molesta llamarlos enigma.
¿De dónde vino la novela? Seguramente provino de las manos de Dickens, pero como no soy un historiador, escapa a mi conocimiento la existencia de una nota, entre formal, como un documento firmado, y muy improvisada, como un papel arrancado con las manos; o quizás, un pacto implícito, inconsciente, entre un autor y su editor, entre Dickens y sus lectores, entre los libros y las personas. Un mensaje sordo en un código comprendido por todos nosotros: “dejar esta hoja en blanco, por favor, la primera en blanco…”
No voy a ponerme crítico literario, ni a reproducir la cara de sorpresa resignada que puse, cuando me di cuenta de que los libros también son como las personas. Humanidad y libros, ambos con un origen incierto, una hoja en blanco que no nos dice de dónde venimos. Personas y libros vinculadas por dos lazos, uno histórico e intelectual según el cual los libros son la materialización del conocimiento propiamente humano; y otro lazo oculto, de hojas en blanco según el cual los libros también son como las personas. Oculto, no invisible, vestido con el imperceptible manto que suele esconder a las cosas que parecieran estar en su lugar, estáticamente nerviosas, a punto de ser descubiertas.
El lazo intelectual encuentra su explicación académica en la humanidad como creadora de escritura, y más tarde, de libros. Louis-Jean Calvet, en el Posfacio de su “Historia de la escritura”, señala una serie de instancias comunes en el camino hacia el alfabeto, como manifestación de un estado de la escritura alcanzado por las personas: de pictogramas a valores fonéticos, que evolucionan en una escritura silábica y, por acrofonía, hacia el alfabeto.
En un principio limitamos la escritura a funciones sociales primordiales, a saberes prácticos: la contabilidad, la difusión de leyes, la memoria de los muertos. Recién a partir de mediados del siglo XV, gracias a la invención de la imprenta moderna, comenzaron a aparecer en libros los títulos que, aún hoy, continúan disponibles en los aparadores de las librerías. Construcciones abstraídas hacia la literatura o el orden de las ideas: obras literarias acerca de hospicios y la población más degradada de Londres, u obras del pensamiento de históricos intelectuales.
Desde el momento en que los libros empezaron a ser vistos como contenedores de literatura, filosofía, historia, en definitiva, de cultura en el sentido del ámbito de las artes y la intelectualidad–, se identificó a lector y escritor como hombres necesariamente cultos o dueños de cierto grado de sabiduría o creatividad. Este primer lazo, vinculado específicamente con esta idea de cultura, contribuyó a la idea del libro cómo instrumento: abstraído del sujeto, contenedor del conocimiento, materializado en un bloque de hojas de un particular atractivo.
Hoy en día, texturas, ilustraciones, tapas blandas y duras nos interpelan desde el sentido común: “Los libros van en la biblioteca, son movibles y caben en las palmas de ambas manos por si te place llevarlos contigo a otro lugar”. Con el único fin de impedir que nos concentremos en el segundo lazo, el oculto y no invisible, según el cual los libros además de libros–, también son como las personas: de un origen incierto, de páginas blancas, de arbitrarios nombres y apellidos que empiezan a vivir, a escribir y ser escritos.

El parecido supera la impresión de que los libros son personas en tanto la historia de sus personajes, a saber: en tanto que Dante recorra infierno, purgatorio y paraíso, o que Alonso Quijano se comporte como “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”. Supera la identificación que las personas puedan sentir respecto de algunos libros, eso que nos hace preferir “Rayuela” de Julio Cortázar y justificarnos diciendo: “Por París. Por sus puentes. Los no encuentros de Oliveira y la Maga. Por Rocamadour. Los mates, la patafísica. Por el paraguas rojo del parque y las tizas que escriben en el suelo”. Todo como si hubiésemos formado parte de los acontecimientos, nacido en el capítulo 1 y finalizado en el 56 –o en el 73 y el 131 respectivamente, porque “Rayuela” así lo permite–. Esto es: transcurrir nosotros mismos, crecer, desarrollarnos, vivir, hasta donde las páginas nos lo permitan.
Un final de libro donde también se han desperdigado otras menores coincidencias superficiales: un índice, como la agónica recopilación de momentos que, en forma de un sueño, podría por última vez iluminar los ojos de un hombre desahuciado; o una reseña en la contratapa, como la materialización de la piedra escrita usada para separarnos de la existencia terrenal, generalmente escrita con palabras amables, quizá no del todo ciertas por el recorte y su necesaria brevedad, pero que, definitivamente, reflejan un modo en que posiblemente alguien pudiese recordarnos.
Estas coincidencias son superficiales y menores, no por sí mismas, sino por la comparación con otra más importante. En el final, entre novela y contratapa, un salto vacío, una segunda hoja en blanco, la última hoja. Tan enigmática, que no nos remite a nada que no sea la primera, tímida e impune de tinta. ¿Serán el espacio donde deberíamos responder nosotros, en lugar de preguntarnos por qué están en blanco? Acaso demuestran el retorno de lo reprimido, aquello que desconocemos y nos permite vivir como vivimos: ¿De dónde venimos y a dónde vamos? Preguntas sin responder u hojas en blanco sin escribir, no lo sé.
Están quienes las usan para dedicar los libros: palabras de amor, aprecio, mensajes y firmas no de hombres más, sino de personas especiales. Otros más detallistas llevan en ellas la cuenta de sus notas de lectura. Los más despistados piensan que están por protección, porque aún no se han preguntado cuánto es lo que en realidad puede proteger un escudo hecho de fibra de papel. También es posible encontrar algunos que se hacen los sordos, o todavía no escuchan, porque aún no tomaron el libro de la biblioteca, y abrieron la tapa con el detenimiento suficiente para mirar de frente a estos espejos vacíos que, capaces de recordarnos lo desconocido, lo más importante nos lo dicen sin hablar: “dejar esta hoja en blanco, por favor, la primera en blanco…. y no se lo olvide, porque es igual para ustedes, la última hoja va en blanco también.”
Sin embargo, más allá de todo esto, los libros más reservados, los que no muestran hojas en blanco porque no las tienen, también aguardan en los estantes su turno para ser leídos; y, pese a su carencia, son igualmente apilados en librerías, acomodados en habitaciones y expuestos en despachos, junto a los que sí. Esos que quizá se dieron cuenta de que las hojas en blanco no cumplen una función específica, pero que, de igual manera, han decidido mantenerlas vivas, latentes: una al comienzo y otra al final.

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