sábado, 1 de diciembre de 2012

Ensayo sobre la palabra "alumno"

Alumno”,  vocablo supuestamente formado por la unión entre el prefijo “a” y una derivación de la raíz “lumen, luminis” que es “lumno”. En la lengua helénica, “a” significa sin, mientras que en latín la raíz “lumen, luminis” es luz. Siguiendo esta lógica, la palabra “alumno” significa etimológicamente “sin luz”, vacío, incapaz, hueco; algo que necesariamente deberá ser activado por una fuerza externa. Bajo esta idea, difundida pero equivocada, la ideología de la enseñanza encuentra un argumento demasiado tentador para invocar al dios del verticalismo absoluto. El rol pedagógico queda aprisionado en esta cárcel, detrás de los barrotes que señalan el límite del alumno respecto a su propia condición: la de ser un sujeto sin chispa. El mito circula por los pasillos, por las aulas, por los textos e inclusive se hace presente en cualquier conversación cotidiana. Este “error”, más del orden de lo causal que de lo casual, construye una idea de estudiante que legitima la exacerbación del profesor ante un individuo que no es nada ni nadie, solo un cuerpo desprovisto de posibilidades y capacidades y que se encuentra perdido, en la nebulosa del conocimiento otorgado verticalmente, pero buscando el botón que ilumine su recinto mental.  ¿Será entonces la acción de recibirse el momento en el que los “sin luces” encuentran en algún lugar de su mente ese botón y deciden prenderlo de una vez por todas? De un día para el otro, esas supuestas carencias intelectuales quedan en el olvido y se transforman en anteriores a la condición de “graduado”. Porque el alumno o “sin luz” ya no es más un alumno cualquiera, sino que pasa a ser un “ex alumno”, un “ex sin luz”. Interesante agregado que no es para nada accesorio ya que el prefijo “ex” agrega la dimensión temporal y significa “que fue y ya no es”. Las personas, cuando son designadas bajo este símbolo del antes y el después, se miden por la diferencia entre lo que son y lo que fueron, el límite lingüístico vuelve evidente una situación mitad real, mitad imaginaria. Para muchos es el haber recibido un título lo que marca la diferencia entre haber prendido esa luz o permanecer en la oscuridad. Pero lo peligroso no es reconocer el límite, sino ver a ese límite como una transformación real, como alguien que dejo de ser algo y ahora es otra cosa. El “error” circula impunemente por el mundo académico y se manifiesta ya desde la ideologización de la etimología de la palabra. No se trata de una formación construida a partir de la unión entre un prefijo y una raíz derivada, sino que es una palabra afijada que encuentra su origen en “alumnus”, que en latín significa “discípulo”. El sustantivo “lumen” no forma parte del vocablo “alumno”, como así tampoco el prefijo “a”. Ahora, el problema radica en investigar e indagar sobre la etimología de la palabra “alumnus”, ya habiendo descartado la concepción que extrae del aprendiz su capacidad reflexiva y crítica. “Alumnus” proviene del sustantivo “alére” en latín, que significa “alimentar” y del cual también se deriva “alo, alui, alitum” que quieren decir nutrir, cultivar, educar, entre otras cosas. El alumno es alguien que se alimenta y que se nutre de conocimiento y herramientas necesarias para desarrollar y cumplir las tareas que le requieran. No de casualidad, las universidades figuran como “alma mater” del graduado, como madre nutricia. Si bien también sería impensado decir que el profesor sabe lo mismo que el alumno, es equivocado creer que el pensamiento se desarrolla luego de haber adquirido un título o de haber cursado una carrera universitaria. El alimento intelectual se construye dialécticamente en una relación de aprendizaje. El profesor ya no es la fuerza externa determinante para el nivel de análisis o la capacidad del alumno, lo obligatoriamente necesario para encender su chispa, sino un colaborador en la formación de este, promotor de su reflexión y su interés sobre los asuntos que se trabajen. Por otra parte, podríamos decir la construcción conceptual “ex alumno” adquiere nuevos sentidos. Ya no se trata de una persona que ha logrado encontrar su capacidad y que se ha reconciliado con su ser pensante, sino más bien se trata de alguien que ha dejado de alimentarse de una fuente particular, como es la universidad, la escuela, etc. La distinción ayuda a desestructurar el argumento que convence a muchos profesores, y a algunos alumnos también, de que los estudiantes son jóvenes inmaduros con respecto a sus decisiones y a las posturas que puedan adoptar dentro y fuera de una clase universitaria. Ideología y uso del lenguaje se acoplan como carga y vehículo. Uno transporta al otro y, si no se discute, la pulseada la gana la idea y no la crítica a ella. Este es solo un ejemplo, pero definitivamente no es el único.

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