jueves, 26 de septiembre de 2013

De Juan*

Un golpe de suerte, un Diego en 1986, agua en el desierto, un desierto en medio del mar. Virgen de Luján.
Todo esto maquinaba yo mientras las jugadas del destino me depositaban en Barrancales. Pueblo diminuto,  gente amable, a pesar de la internacional revolución de los cables y las pantallas digitales. Ya casi nada quedaba de la luz mala, de los relinchos de algún tordillo o de los paseos a orillas del río.
Agua y Sol, Diego y Bilardo, profetas en su tierra. ¡Salvatierra!, intrigante y recurrente  apellido; perteneciente a Juan, un altanero empresario y parlanchín amigo, hijo de un escribano. Juan era un joven que se la pasaba dibujando rebuscadas figuras que él llamaba “canoas”, aduciendo poseer un particular linaje artístico. Este Salvatierra, tantas veces por mí menospreciado, se empeñaba en enseñarme fotografías digitales de una supuesta obra maestra con la cual él tendría alguna clase de relación, hecho que yo no podía menos que descreer, ya que dicha obra carecía de firma, siempre presentaba diseños distintos y físicamente había desaparecido en un incendio o algo así, una hermosa fantasía.
Una tarde de aquellas, haciendo memoria encontré que las fotos que me mostraba Juan eran iguales a las exhibidas en el museo que yo había visitado en Holanda. En aquella oportunidad me había llamado la atención la reproducción de una obra de pincel argentino. A partir de entonces, mates de por medio, Salvatierra me fue contando más y más acerca de sus fotos.
Años después guardo en mi cuaderno algunos disparadores sobre los que mi amigo insistía con marcada perseverancia (discriminación, mudez, accidente, sangre, vida, mil pinturas en una, secretos, lenguaje, orillas, Uruguay, ocaso, correo, candombe, pescadores, negro canoero, fuego, holandeses, enigma, odio, nostalgia). Así las cosas intenté reparar la memoria de un ilustre personaje olvidado por algunos y por la mayoría desconocido. Desde ahora asociaré el nombre de Juan Salvatierra más bien a aquella figura eterna en su obra; ese mudo que no paraba de hablar. A quien, gracias a un amigo, afortunadamente pude conocer casi tanto como hubiera querido.
En cuestión de meses repasé la obra completa con especial atención a sus detalles y pude conocer más de cerca la historia de aquel héroe del silencio, profeta del respeto y el amor al arte.
En palabras de mi amigo la explícita influencia del Salvatierra romántico que entregaba el corazón en cada tela. Entre líneas descubrí un dejo de resignación (que no opacaba el orgullo) ante las peripecias amorosas que suponían los trazos del pintor.
Juan Salvatierra, hombre de las mil historias que imprimió cada momento de su vida en una única obra dejando en ella su vitalidad, tiempo, impulsos y pasiones.

Si algo sabemos es que el artista puede convivir con sus penas haciendo de ellas una pieza inigualable. Evidencia palpable la de Juan Salvatierra, que a través de su pintura, hizo que las parsimoniosas aguas del Río Uruguay ahogaran sus penas y sus vergüenzas, empapando de emociones hoy, los ojos de mi entrevistado.

*El perfil corresponde a una consigna realizada a partir de la lectura de Salvatierra de Pedro Mairal

Juan Salvatierra, pintor excepcional*

Un accidente lo dejó mudo para siempre. Sus manos lograron expresar desde aquel momento las palabras.

Un museo, una sala, un cuadro. El museo Röell, una sala que parece un acuario y un cuadro de casi cuatro kilómetros de recuerdos que se mueven lentamente de derecha a izquierda. El cuadro es enorme porque fue pintado durante sesenta años, sesenta años de una vida, la vida de un hombre, un hombre misterioso y  totalmente desconocido: Juan Salvatierra. Aparece escrito en una plaquita abajo, casi ni se ve. Pocos saben que el corresponsal de aquella pequeña signatura metálica era mudo y que sólo a causa de su mudez pudo conocer el estrambótico universo de los pinceles.
A los nueve años Salvatierra sufrió un accidente cuyas cicatrices lo marcaron de por vida. La equitación es una actividad típica de Barrancales, es una muestra de masculinidad y fortaleza y, como no podía ser de otra forma, el niño varón de los Salvatierra tampoco quedó exento. El accidente ocurrió así: paseaba a caballo con sus primos cerca del río cuando el animal se espantó en pleno galope. El pequeño se derrumbó y permaneció inconsciente por un tiempo. Al principio lo creyeron muerto, pero la cocinera lo reanimó.
Cada tanto lo visitaba un médico que en vez de curarlo, se dedicaba a vaciar la bodega de la casa. El problema dejó de tener importancia para el pobre niño postrado cuando el borracho le regaló unas acuarelas.
Es bien sabido que las personas pueden nacer mudas o perder la capacidad vocal en el transcurso de su vida debido a una lesión o enfermedad pero el caso de Juan Salvatierra resultaba sumamente curioso, nadie logró descifrar si las causas eran físicas o psicológicas, pero lo cierto, es que ese pequeño niño nunca más volvió a pronunciar palabra alguna.
El no hablar con nadie lo volvió tímido y retraído, pero esa soledad que lo alejaba de las personas fue la que lo impulsó a  comenzar a pintar y a dibujar, a crear su propio mundo, el “mundo Salvatierra”. Su lienzo no tardó en llenarse de  coloridas aves revoltosas, de perros atrevidos, de insectos repugnantes, hasta sus primas adolescentes y sus tías cincuentonas se encontraban incrustadas o perdidas en aquel cambalache, eso sí, siempre juntas como en manada, al igual que el resto de los animales. Pintaba sus días, sus noches, sus sentimientos y sus más profundos pensamientos, en resumen: su vida entera.
Pero de todos modos, no era un mundo brillante. Pasó a ser el mudito, el tonto de la familia, el juguete de sus primas, que lo forzaban a escribir para que no olvidara el abecedario. Miguel, su hijo menor, nos cuenta que su tía Dolores siempre se refería, sin evitar reírse, a un recuerdo anecdótico donde “Juancito” esperaba entre los arbustos de la orilla que las chicas terminasen de cambiarse para meterse al agua. Él aplaudía una vez, para saber si ya podía mirar, y le decían que no. Al rato volvía a aplaudir y le volvían a decir que no. Cuando escuchaba las risas él se daba vuelta y veía a sus primas ya dentro del agua. Este fue un acontecimiento que, sin dudas, no pudo dejar pasar jamás: en la tela permanece petrificado este recuerdo de sus primas adolescentes. 
En sus años de juventud, comenzó a visitar a un pintor alemán anarquista llamado Holt, que le enseñó las técnicas del óleo. Así fue que comenzó aquel lienzo infinito en el que quedaron grabados todos los sucesos de su vida y de su familia. Su caída del caballo; las visitas a Holt; el retrato de Helena Ramírez (su esposa), son algunos recuerdos de su vida temprana.
Pero todavía hay algo más penoso y horrible que perder la voz: perder una hija. La suya murió ahogada cuando la corriente del río la llevaba. En su tela la dibujó en el río, junto con figuras horrendas y colores lúgubres. De esa forma llevó el luto ¿qué más se podía esperar?
 En la pintura también quedó grabado para siempre el recuerdo de la partida de Miguel a Buenos Aires. Aparece sentado en el micro, saludando por la ventanilla. Más adelante aparecen, repetidas veces, los alborotos que se armaban cuando se juntaban todos sus amigos, los pescadores. Se los puede ver tomando cerveza y jugando a las cartas alrededor de una mesa redonda.
Pero Salvatierra no era ningún tontito. Fue lo suficientemente perspicaz para ocultar sus amoríos con diferentes amantes, nunca lo descubrieron. Pero claro que semejante secreto debía ser contado. Entonces acudió a su mejor confidente: la tela.
–Se llama Eugenia, Eugenia Rocamora – afirma Miguel. –Me enteré al examinar la pintura.
También nos cuenta que su papá tuvo un hijo con otra amante, una mujer uruguaya. ¿Cuándo se enteró? Ni más ni menos que cuando encontró un rollo que faltaba para completar  la obra.
Llámeselo mudo, pintor, papá, amante o infeliz, pero el hombre sí sabía dibujar. Era un tipo desconocido, infiel, misterioso, un tipo común y corriente, pero un gran pintor al fin. Las manos de Salvatierra se transformaron en palabra pura, y con ellas pudo expresar sin temores los desgarradores gritos de su alma durante sesenta años.


 *El perfil corresponde a una consigna realizada a partir de la lectura de Salvatierra de Pedro Mairal

domingo, 15 de septiembre de 2013

Salvatierra*

Mientras se deslizan lentamente las fotografías por sobre la pared del Museo Röell, se dibuja en el inconsciente del espectador el retrato de una vida que no pudo ser puesta en palabras. El museo parece ser el tan ansiado final de esta inagotable obra de arte, parece el desenlace de un extenso viaje, parece la orilla finalmente divisada al otro lado de esta historia. Para el ya fallecido pintor, que pasó por completo desapercibido en vida, puede que el museo no sea lo que esperaba encontrar en el último margen del lienzo. Pero si puede que lo sea para sus hijos Luis y Miguel, artífices y responsables de tamaña puesta en escena.
Una sala de amplias proporciones en uno de los museos más reconocidos de Holanda cae desmerecida al ser puesta en comparación con la intensa envergadura de la obra de Salvatierra. No es una cuestión de tamaños, ni en sentido literal ni figurado. Sino más bien el conflicto recae en la imposibilidad de enfrascar un alma completa entre simples paredes y miradas que no alcanzan a comprender. La tela guarda celosamente entre sus pliegues una historia disponible sólo para quien quiera escucharla: nos revela apenas una breve brisa de un alma acallada pero no silenciada.

***
A los catorce años, Salvatierra, comenzó a visitar a un pintor alemán y anarquista llamado Herbert Holt, que vivió durante un tiempo en su natal Barrancales. Holt le enseñó diversas técnicas que se pueden apreciar en su obra, pero sobretodo fue quien le enseñó a pintar todos los días. Holt a su vez tiene algunos lugares de privilegio en la tela, representado en diversas personificaciones.
-Yo creo que mi padre aprendió de Holt también cierto gusto por la libertad, cierta anarquía vital o aislamiento feliz. Una simplificación de la vida a las cosas mínimas, para poder continuar haciendo, sin estorbos, lo que a él le gustaba.
A los veinte años, Salvatierra se vio abandonado por su primer maestro. Cuando Holt partió le dejó un largo rollo de tela, el primero, cuya longitud inspiró el comienzo del río.

***
La constante ilustrada en la tela es siempre el río, tan majestuoso como terrible, tan lleno de vida como de muerte. Atraviesa la vida del pintor, en todo aspecto, de la infancia a la adultez.  A la orilla del río aparece la escena de su casamiento con Helena Ramirez, fiel compañera de su vida, retratada con el amor que le profesaba y del que todos pueden hacer memoria. Pero también se refleja la tragedia: la muerte de su única hija mujer, Estela, cuando tenía apenas doce años, ahogada en el río. De ambas, ya ausentes hace años, sólo quedan los recuerdos y la tela.
Lo único que acompaña al río en casi toda su extensión es Barrancales, pueblo que vio nacer y morir a Juan Salvatierra. Fue en Barrancales, y a los nueve años, donde fue brutalmente herido por un caballo, accidente que lo dejó en el limbo durante algún tiempo y que lo mandó de regreso muy mutilado. Barrancales, donde su familia había arribado como sobrevivientes de la absoluta pobreza, y donde los altos estándares del éxito, en relación con los logros de su padre, se forjaron implacablemente. Barrancales, hogar de sus primeras obras, destruidas por sus propias manos cuando comenzó con la tela. Barrancales, donde pasó sesenta años pintando y sin decir una palabra.

***
En un rincón de la tela, como en tantos otros, un grupo de jóvenes mujeres se desvisten junto al río, bañadas por el sol de la mañana, pudorosas, pero a la vista.
-Las pintaba porque necesitaba ver…  ver todo eso que le escondían al “mudito”.
Miguel trata de desempolvar recuerdos de su padre. Cuesta discernir si su melancolía al hablar se debe a que su padre ya no se encuentra en este mundo o si es por cierto grado de vergüenza ante la comparación con él. El misterio que encierra la figura de Salvatierra, escondida detrás del impenetrable silencio, no llega a develarse por completo. ¿Es Salvatierra quien deviene de las múltiples interpretaciones de sus espectadores en el museo? ¿O será el producto de los testimonios de sus allegados, principalmente de sus hijos? Ambos pueden separarse y contrastarse como dos personas distintas y al mismo tiempo volverse a diluir en una sola, con solo un par de trazos. Quizá ese sea el efecto secundario del arte, o quizá sea lo que Salvatierra quiso lograr.

Mucho más puede especularse sobre su hacer y sus formas.  Sobre su vida personal, su talento y su condición física, pero no resulta ya realmente necesario. Salvatierra fue un hombre que lo dijo todo, sin hablar.

*El perfil corresponde a una consigna realizada a partir de la lectura de Salvatierra de Pedro Mairal.

lunes, 9 de septiembre de 2013

Pisando las sombras

Ni bien me gradué fui contratado como practicante en el único hospital de un pueblo rural bastante alejado de mi ciudad. Los pueblerinos me aceptaron casi inmediatamente trayéndome obsequios o invitándome a sus reuniones. Lo cierto es que todo parecía marchar a la perfección y que no me imaginaba los terribles hechos que tendría que presenciar. 
Con el invierno comenzó el declive. Las estufas nunca funcionaban y mis turnos de guardia aumentaban progresivamente, así como también la cantidad de enfermos en la sala de espera. La primera en caer fue una paciente de no más de quince años que viviría a unas dos cuadras de mi casa. Pude ver como sus ojos se envidriaban de golpe y su mueca de dolor permanecía intacta en un grito ahogado. Dicen que uno de los momentos claves de nuestra profesión es el choque que nos produce el primer muerto. No es correcto involucrarnos, tenemos que tomarlos únicamente como organismos, como puro-cuerpo, en caso contrario no podríamos cumplir de forma correcta con nuestra labor. Al caer la vida nuestro trabajo termina, no queda nada por hacer, ya otras fuerzas superiores se encargaran de ello. Lamentablemente, a mi me ocurrió sin estar preparado.
Luego de este hecho, todo se torno más siniestro y turbulento, comencé a entender que hay casos en los que el destino ya está escrito, y lo único que podemos hacer es prolongar el sufrimiento, pero que es imposible burlarse de la parca. Días más tarde murieron sus padres y sus dos hermanos, los hallaron sin vida en su casa, sentados en el sillón y con la televisión aún encendida. Al tiempo no tardaron en infectarse también algunos niños de las casas vecinas, todos ellos presentando los mismos síntomas que la primera chica: Marcas y moretones en la zona de los muslos que luego se extendían por todo el cuerpo en forma de ronchas abismales que no tardaban en reventar algunas venas produciendo el desangramiento del individuo.
 El doctor Baltasar estaba cada vez más tenso cuando se le preguntaba sobre el tema y siempre lo esquivaba audazmente con alguno de esos chistes sádicos que tan bien se le daban. Sabía que se había desatado una epidemia, pero quizás le avergonzaba el hecho de no poder identificar el fenómeno y por lo tanto tampoco la cura.  Después de todo, era el médico ejemplar, algo rígido y arisco, pero siempre dispuesto a hacer lo que fuera necesario. Por lo menos, estas fueron mis primeras impresiones.
Una de mis tantas noche de vigilia mientras me dirigía a una de las salas para cambiarle el suero a una paciente, descubrí que la puerta ya se encontraba entreabierta, lo único que iluminaba el cuarto era la luna llena que filtraba su brillo a través del ventanal. Alguien se me había adelantado, apoyé la mejilla contra la ranura para poder espiar y conseguí distinguir entre las sombras la silueta fornida de Baltasar con sus pantalones bajos frente a la camilla. Un calor me subió por el pecho y unas nauseas terribles que me hicieron vomitar. El médico se dio vuelta al escuchar mis arcadas y salió de la habitación resbalándose con mi vomito, lo que por suerte me fue de gran ayuda para huir sin que me viese.  
Los días siguientes me volví frío y distante, intentando hacer las cosas sin pensar, solamente ejecutando. Mi tarea se limitó al traslado de los cuerpos a la morgue y a asistir a las diferentes autopsias que no parecían resolver nada. Estaba claro que nos encontrábamos ante una emergencia sanitaria y las autoridades se negaban a declarar públicamente el hecho antes de que nosotros les diéramos una explicación racional y científica. Los medios se encargaban de encubrirlos perfectamente promocionando distintas actividades locales para atraer el turismo, cosa que propiciaba el cúmulo de personas. Tampoco ayudaba el hecho de que el pueblo solía organizar festivales y juntadas. Si tan solo hubieran declarado la cuarentena obligatoria quizás podríamos haber prevenido algunos contagios, pero la muerte con su hedor nauseabundo se había vuelto algo natural en las paredes pegajosas del hospital.
Hacía ya varios días que no había vuelto a cruzarme al doctor Baltasar, probablemente había huido luego de haberse visto descubierto. La situación se nos estaba desbordando y no tener a un experto al que recurrir complicaba bastante las cosas. La mayoría de las secretarias y del personal de limpieza (incluida Jennifer, una de las chicas con las que más de una vez, ya pasados de copas, habíamos terminado en mi habitación) ya se habían contagiado por lo que no era raro que los escritorios permanecieran vacíos.  El caos había embadurnado el hospital, ya no eran los médicos los únicos que atendíamos sino que más de una vez me encontré pidiéndole algún tipo de colaboración a los pacientes que estaban en mejores condiciones o a algún que otro acompañante.

Ese día nevó. Me recuerdo saliendo de la pensión con las lanas envolviendo todo mi cuerpo y el frió carcomiendo mis costillas que se quejaban intensamente. El ardor no cesó en todo el trayecto por lo que ni bien llegué al trabajo me saqué la remera para examinarme. Pude notar las ronchas expandiéndose retorcidas por todo mi torso, reproduciéndose en miles de pequeños moretones que no tardaron en profundizarse y desgarrarme la piel. Un escalofrió me recorrió la espalda. Tomé un puñado de medicamentos de farmacia y corrí hacia la  única de las salas que se encontraba vacía. Me preparé una inyección e intenté desinfectar mis heridas. Luego me acosté en una de las camillas para tomarme la temperatura. Al girar hacia un costado para acomodarme mejor, me sorprendí al ver doctor Baltasar en la camilla de al lado. Sus ojos fijos en mí me lo explicaron todo. Habíamos descubierto el motivo de los contagios pero ya era demasiado tarde.  

Fotos

Entre 1993 y 1996 tuve una casa de fotografía. Eran otras épocas esas, las analógicas. Después todo se fue deteriorando y tuve que dejarlo.
No me pasé una vida soñando con tardes a oscuras y con los dedos manchados de tinta. El local me llegó bastante “de arriba”  y no solo me vino bien, sino que también terminó por gustarme.
Día tras día me levantaba, caminaba al laburo, atendía a un considerable número de clientes hasta el mediodía, almorzaba y seguía atendiendo. La seguridad de la monotonía era reconfortante. Cada tanto alguna jovencita se me quedaba mirando o se escandalizaba por un momento. Luego refunfuñaba algunas palabras poco apropiadas para una señorita y nunca la volvía a ver. Es increíble lo hipócrita que puede ser la gente. Incluso en esta época democrática y de “nuevos valores”. En fin, no todos somos iguales.
Durante la noche solía quedarme hasta altas horas encerrado en el cuarto oscuro, trabajando. Tras el final abrupto de mi última relación, no tenía mucho que hacer. Mi novia, María, se había ido hacía un par de meses. Cuando me dejó tuve una crisis nerviosa y estuve unos días en el hospital. Después de dormir 36 horas seguidas (gracias a algún fármaco legal) desperté solo y rodeado de ese perfume dulzón que usaba siempre. Supuse que ella había pasado la noche en vela, en mi cuarto, llena de culpa por todas sus acciones. La imaginaba, con el torso inclinado sobre mi cama, con la cabeza gacha y la cara oculta entre las manos. No recordaba su rostro. Fue como si mi cuerpo rechazara esa imagen que tanto dolor me había causado. Solo volvía a mí ocasionalmente ese aroma que me volvía loco.
El cuarto oscuro funcionaba para mí como un refugio,  como una pequeña buhardilla en la cima de una casa, alejada de los gritos y los problemas. Estábamos solo yo y mis instrumentos, frente a un misterio por develar. Fantaseaba ser un médico en una fría habitación de la morgue, sin nadie que me critique, sin nadie que se me oponga. Los cuerpos de mis pacientes yacían inmóviles frente a mi ilimitada capacidad para descubrir los secretos que fielmente guardaban entre las sombras. Los finales de sus historias estaban en mis manos. Y yo los manipulaba a mi antojo.
Las imágenes se repetían: el infante sobre la cama de los padres, la abuela celebrando su probable último cumpleaños, las primeras vacaciones con la novia. Imaginaba como debían ser sus vidas, las reales, no solo esos momentos fingidos, los que no se quiere recordar (y mucho menos inmortalizar). El secado de la última tanda tomaba unos 20 minutos, en los que salía a fumar un cigarrillo y terminaba llevándome 10 a la boca, uno tras otro.
Una madrugada, cuando ya estaba por colocar las últimas copias en su sobre, me encontré con ella. Con el pelo suelto sobre los hombros y el flequillo enmarcando los deslumbrantes ojos azules. Me regalaba una sonrisa desde el otro lado del papel, me la dedicaba solo a mí. Detrás de aquel involuntario tatuaje (quizá la marca de una vida bien vivida o la cicatriz que deja un accidente) se adivinaba la sinceridad de su gesto, cálido e invitante. Para mí era única, única y hermosa. Sonreía solo para mí, porque solo yo podría comprenderla.
Me abalancé sobre las otras fotos, ordinarias en su mayoría, salvo, por supuesto, en las que estaba ella. El nombre de un tal “Pablo” figuraba en el sobre. Quizá eran amigos, al menos nada probaba lo contrario
La mañana siguiente fue desesperante. Aguardaba con ansias lo que sabía improbable. La tensión fue subiendo durante todo el día. Pasado el mediodía me convencí de que no iba a venir nadie por las fotografías y hasta pensé en llamar al número de contacto. Finalmente cerca de las cuatro de la tarde apareció el hombre. Mi decepción no fue tan grande como el odio que me corrió por las venas. Alto, fornido, con los músculos atrofiados por el gimnasio o los anabólicos y el pelo ridículamente sostenido con gel. En otras palabras: el perfecto inútil que trata a las mujeres como objetos diseñados para sostener su ego, en todo sentido. Detestaba a esos especímenes y no podía concebir la idea de que él fuera el responsable del encuentro con esa muñequita.  Me pagó las copias y me dejó un nuevo rollo. Bajé la persiana del local dos horas antes de lo habitual y corrí escaleras arriba.
Mientras el agua corría sobre las nuevas copias removiendo el exceso de fijador del papel, confirmé mis sospechas. La bestia la sostenía entre sus brazos, tocándola y besándola. La estaba profanando y encima tenía la desfachatez de enviarme las pruebas. Me invadió la rabia.
***
El musculoso se convirtió en mi mejor cliente: traía un rollo nuevo cada 5 ó 6 días. Como no notó el faltante de la copia destruida, cada tanto elegía alguna fotografía bonita de ella y la guardaba para mi colección personal. Podría haber hecho mis propias copias desde el negativo, pero disfrutaba ver al grandulón revisar rápidamente su pedido sin ni siquiera notar la ausencia. Probablemente la misma atención que le prestaba a ella. Al cabo de un par de meses había cubierto la mitad de mi pared con las fotos robadas.
Hubiera seguido así durante años, sin animarme a nada más, si no hubiese sido por el cambio que percibí en ella. Progresivamente esa luz que emanaba fue apagándose. Sus sonrisas se volvieron más escasas hasta desaparecer por completo y su rostro se llenó de sombras, arrugas y ojeras. Estaba cansada y abatida y la situación parecía empeorar cada vez más.
Me pasaba todos los días pensando en ella, elaborando hipótesis sobre lo que le debía estar pasando, ideando planes irrealizables para ayudarla. Me quedaba tirado en la cama mirando sus fotos por horas, sufriendo por mi amada. No podía concentrarme en el trabajo, así que dejé de abrir el local los días que no esperaba a Pablo.
El punto final lo puso la última toma del rollo de 36. Era una imagen tan cautivante como dolorosa de ver. Tenía la cabeza recostada sobre la almohada, los ojos cerrados y el pelo hacia un lado. Sus dedos se deslizaban fuera de la vista y por debajo de su rostro, pero parte de la palma y la muñeca quedaban en primer plano. Las desagradables marcas dejaban poco lugar a la imaginación. Tenía que hacer algo.
***
Salí poco después que él, lo seguí con el auto y lo vi estacionarlo en su garage. Traté de pasar inadvertido mientras me acercaba hasta tener una buena vista de la ventana. Pablo estaba parado, con ella arrodillada en frente suyo. Sus gritos llegaban hasta mis oídos como un sonido ininteligible, sus gestos eran universalmente comprensibles. Estaban discutiendo, o más bien, él discutía y ella sólo escuchaba en silencio. El bárbaro levantó una mano en dirección al rostro de su víctima y me forzó a apartar la mirada. Cuando retomé la escena él ahora se ubicaba detrás de ella con una gruesa soga en la mano. 
Minutos después salió de la habitación y poco más tarde de la casa, en el mismo auto con el que llegó. No desperdicié un segundo, rodeé la casa, entré por la puerta del jardín y atravesé todos los cuartos hasta llegar al comedor. Corrí dispuesto a liberarla de su tortura. Quería salvarla. Quería ser su héroe. Cuando abrí la puerta de la sala donde ella estaba me embriagó un fuerte aroma frutal. Y entonces la vi.
Arrodillada en el piso, con las manos sujetas en la espalda, el torso inclinado hacia adelante y la cabeza gacha. Miré sus rizos dorados, nada me parecía real. ¿Acaso usaba una peluca…? Cuando levantó la mirada, noté que además sus maravillosos ojos azules eran producto de lentes de contacto. La muchacha repentinamente liberó su mano derecha y la extendió para que la ayudara a ponerse de pie. No entendía que estaba pasando. ¿No la había atado Pablo?
Con la misma mano se retiró la peluca y dejó ver un largo pelo castaño que me era muy familiar.
-          -Gracias por venir, Javier.
La inconfundible voz de María resonó en la habitación al mismo tiempo que dejaba ver el filo del cuchillo que sostenía en su mano izquierda.
-          -Ahora te toca a vos.