jueves, 26 de septiembre de 2013

De Juan*

Un golpe de suerte, un Diego en 1986, agua en el desierto, un desierto en medio del mar. Virgen de Luján.
Todo esto maquinaba yo mientras las jugadas del destino me depositaban en Barrancales. Pueblo diminuto,  gente amable, a pesar de la internacional revolución de los cables y las pantallas digitales. Ya casi nada quedaba de la luz mala, de los relinchos de algún tordillo o de los paseos a orillas del río.
Agua y Sol, Diego y Bilardo, profetas en su tierra. ¡Salvatierra!, intrigante y recurrente  apellido; perteneciente a Juan, un altanero empresario y parlanchín amigo, hijo de un escribano. Juan era un joven que se la pasaba dibujando rebuscadas figuras que él llamaba “canoas”, aduciendo poseer un particular linaje artístico. Este Salvatierra, tantas veces por mí menospreciado, se empeñaba en enseñarme fotografías digitales de una supuesta obra maestra con la cual él tendría alguna clase de relación, hecho que yo no podía menos que descreer, ya que dicha obra carecía de firma, siempre presentaba diseños distintos y físicamente había desaparecido en un incendio o algo así, una hermosa fantasía.
Una tarde de aquellas, haciendo memoria encontré que las fotos que me mostraba Juan eran iguales a las exhibidas en el museo que yo había visitado en Holanda. En aquella oportunidad me había llamado la atención la reproducción de una obra de pincel argentino. A partir de entonces, mates de por medio, Salvatierra me fue contando más y más acerca de sus fotos.
Años después guardo en mi cuaderno algunos disparadores sobre los que mi amigo insistía con marcada perseverancia (discriminación, mudez, accidente, sangre, vida, mil pinturas en una, secretos, lenguaje, orillas, Uruguay, ocaso, correo, candombe, pescadores, negro canoero, fuego, holandeses, enigma, odio, nostalgia). Así las cosas intenté reparar la memoria de un ilustre personaje olvidado por algunos y por la mayoría desconocido. Desde ahora asociaré el nombre de Juan Salvatierra más bien a aquella figura eterna en su obra; ese mudo que no paraba de hablar. A quien, gracias a un amigo, afortunadamente pude conocer casi tanto como hubiera querido.
En cuestión de meses repasé la obra completa con especial atención a sus detalles y pude conocer más de cerca la historia de aquel héroe del silencio, profeta del respeto y el amor al arte.
En palabras de mi amigo la explícita influencia del Salvatierra romántico que entregaba el corazón en cada tela. Entre líneas descubrí un dejo de resignación (que no opacaba el orgullo) ante las peripecias amorosas que suponían los trazos del pintor.
Juan Salvatierra, hombre de las mil historias que imprimió cada momento de su vida en una única obra dejando en ella su vitalidad, tiempo, impulsos y pasiones.

Si algo sabemos es que el artista puede convivir con sus penas haciendo de ellas una pieza inigualable. Evidencia palpable la de Juan Salvatierra, que a través de su pintura, hizo que las parsimoniosas aguas del Río Uruguay ahogaran sus penas y sus vergüenzas, empapando de emociones hoy, los ojos de mi entrevistado.

*El perfil corresponde a una consigna realizada a partir de la lectura de Salvatierra de Pedro Mairal

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