jueves, 26 de septiembre de 2013

Juan Salvatierra, pintor excepcional*

Un accidente lo dejó mudo para siempre. Sus manos lograron expresar desde aquel momento las palabras.

Un museo, una sala, un cuadro. El museo Röell, una sala que parece un acuario y un cuadro de casi cuatro kilómetros de recuerdos que se mueven lentamente de derecha a izquierda. El cuadro es enorme porque fue pintado durante sesenta años, sesenta años de una vida, la vida de un hombre, un hombre misterioso y  totalmente desconocido: Juan Salvatierra. Aparece escrito en una plaquita abajo, casi ni se ve. Pocos saben que el corresponsal de aquella pequeña signatura metálica era mudo y que sólo a causa de su mudez pudo conocer el estrambótico universo de los pinceles.
A los nueve años Salvatierra sufrió un accidente cuyas cicatrices lo marcaron de por vida. La equitación es una actividad típica de Barrancales, es una muestra de masculinidad y fortaleza y, como no podía ser de otra forma, el niño varón de los Salvatierra tampoco quedó exento. El accidente ocurrió así: paseaba a caballo con sus primos cerca del río cuando el animal se espantó en pleno galope. El pequeño se derrumbó y permaneció inconsciente por un tiempo. Al principio lo creyeron muerto, pero la cocinera lo reanimó.
Cada tanto lo visitaba un médico que en vez de curarlo, se dedicaba a vaciar la bodega de la casa. El problema dejó de tener importancia para el pobre niño postrado cuando el borracho le regaló unas acuarelas.
Es bien sabido que las personas pueden nacer mudas o perder la capacidad vocal en el transcurso de su vida debido a una lesión o enfermedad pero el caso de Juan Salvatierra resultaba sumamente curioso, nadie logró descifrar si las causas eran físicas o psicológicas, pero lo cierto, es que ese pequeño niño nunca más volvió a pronunciar palabra alguna.
El no hablar con nadie lo volvió tímido y retraído, pero esa soledad que lo alejaba de las personas fue la que lo impulsó a  comenzar a pintar y a dibujar, a crear su propio mundo, el “mundo Salvatierra”. Su lienzo no tardó en llenarse de  coloridas aves revoltosas, de perros atrevidos, de insectos repugnantes, hasta sus primas adolescentes y sus tías cincuentonas se encontraban incrustadas o perdidas en aquel cambalache, eso sí, siempre juntas como en manada, al igual que el resto de los animales. Pintaba sus días, sus noches, sus sentimientos y sus más profundos pensamientos, en resumen: su vida entera.
Pero de todos modos, no era un mundo brillante. Pasó a ser el mudito, el tonto de la familia, el juguete de sus primas, que lo forzaban a escribir para que no olvidara el abecedario. Miguel, su hijo menor, nos cuenta que su tía Dolores siempre se refería, sin evitar reírse, a un recuerdo anecdótico donde “Juancito” esperaba entre los arbustos de la orilla que las chicas terminasen de cambiarse para meterse al agua. Él aplaudía una vez, para saber si ya podía mirar, y le decían que no. Al rato volvía a aplaudir y le volvían a decir que no. Cuando escuchaba las risas él se daba vuelta y veía a sus primas ya dentro del agua. Este fue un acontecimiento que, sin dudas, no pudo dejar pasar jamás: en la tela permanece petrificado este recuerdo de sus primas adolescentes. 
En sus años de juventud, comenzó a visitar a un pintor alemán anarquista llamado Holt, que le enseñó las técnicas del óleo. Así fue que comenzó aquel lienzo infinito en el que quedaron grabados todos los sucesos de su vida y de su familia. Su caída del caballo; las visitas a Holt; el retrato de Helena Ramírez (su esposa), son algunos recuerdos de su vida temprana.
Pero todavía hay algo más penoso y horrible que perder la voz: perder una hija. La suya murió ahogada cuando la corriente del río la llevaba. En su tela la dibujó en el río, junto con figuras horrendas y colores lúgubres. De esa forma llevó el luto ¿qué más se podía esperar?
 En la pintura también quedó grabado para siempre el recuerdo de la partida de Miguel a Buenos Aires. Aparece sentado en el micro, saludando por la ventanilla. Más adelante aparecen, repetidas veces, los alborotos que se armaban cuando se juntaban todos sus amigos, los pescadores. Se los puede ver tomando cerveza y jugando a las cartas alrededor de una mesa redonda.
Pero Salvatierra no era ningún tontito. Fue lo suficientemente perspicaz para ocultar sus amoríos con diferentes amantes, nunca lo descubrieron. Pero claro que semejante secreto debía ser contado. Entonces acudió a su mejor confidente: la tela.
–Se llama Eugenia, Eugenia Rocamora – afirma Miguel. –Me enteré al examinar la pintura.
También nos cuenta que su papá tuvo un hijo con otra amante, una mujer uruguaya. ¿Cuándo se enteró? Ni más ni menos que cuando encontró un rollo que faltaba para completar  la obra.
Llámeselo mudo, pintor, papá, amante o infeliz, pero el hombre sí sabía dibujar. Era un tipo desconocido, infiel, misterioso, un tipo común y corriente, pero un gran pintor al fin. Las manos de Salvatierra se transformaron en palabra pura, y con ellas pudo expresar sin temores los desgarradores gritos de su alma durante sesenta años.


 *El perfil corresponde a una consigna realizada a partir de la lectura de Salvatierra de Pedro Mairal

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