Un
accidente lo dejó mudo para siempre. Sus manos lograron expresar desde aquel
momento las palabras.
Un museo, una
sala, un cuadro. El museo Röell, una sala que parece un acuario y un cuadro de
casi cuatro kilómetros de recuerdos que se mueven lentamente de derecha a
izquierda. El cuadro es enorme porque fue pintado durante sesenta años, sesenta
años de una vida, la vida de un hombre, un hombre misterioso y totalmente desconocido: Juan Salvatierra. Aparece
escrito en una plaquita abajo, casi ni se ve. Pocos saben que el corresponsal
de aquella pequeña signatura metálica era mudo y que sólo a causa de su mudez
pudo conocer el estrambótico universo de los pinceles.
A los nueve años
Salvatierra sufrió un accidente cuyas cicatrices lo marcaron de por vida. La
equitación es una actividad típica de Barrancales, es una muestra de
masculinidad y fortaleza y, como no podía ser de otra forma, el niño varón de
los Salvatierra tampoco quedó exento. El accidente ocurrió así: paseaba a
caballo con sus primos cerca del río cuando el animal se espantó en pleno
galope. El pequeño se derrumbó y permaneció inconsciente por un tiempo. Al
principio lo creyeron muerto, pero la cocinera lo reanimó.
Cada tanto lo
visitaba un médico que en vez de curarlo, se dedicaba a vaciar la bodega de la
casa. El problema dejó de tener importancia para el pobre niño postrado cuando
el borracho le regaló unas acuarelas.
Es
bien sabido que las personas pueden nacer mudas o perder la capacidad vocal en
el transcurso de su vida debido a una lesión o enfermedad pero el caso de Juan
Salvatierra resultaba sumamente curioso, nadie logró descifrar si las causas eran físicas o psicológicas, pero lo cierto, es que
ese pequeño niño nunca más volvió a pronunciar palabra alguna.
El no hablar con
nadie lo volvió tímido y retraído, pero esa soledad que lo alejaba de las
personas fue la que lo impulsó a
comenzar a pintar y a dibujar, a crear su propio mundo, el “mundo
Salvatierra”. Su lienzo no tardó en llenarse de
coloridas aves revoltosas, de perros atrevidos, de insectos repugnantes,
hasta sus primas adolescentes y sus tías cincuentonas se encontraban
incrustadas o perdidas en aquel cambalache, eso sí, siempre juntas como en manada,
al igual que el resto de los animales. Pintaba sus días, sus noches, sus
sentimientos y sus más profundos pensamientos, en resumen: su vida entera.
Pero de todos
modos, no era un mundo brillante. Pasó a ser el mudito, el tonto de la familia,
el juguete de sus primas, que lo forzaban a escribir para que no olvidara el
abecedario. Miguel, su hijo menor, nos cuenta que su tía Dolores siempre se
refería, sin evitar reírse, a un recuerdo anecdótico donde “Juancito” esperaba
entre los arbustos de la orilla que las chicas terminasen de cambiarse para
meterse al agua. Él aplaudía una vez, para saber si ya podía mirar, y le decían
que no. Al rato volvía a aplaudir y le volvían a decir que no. Cuando escuchaba
las risas él se daba vuelta y veía a sus primas ya dentro del agua. Este fue un
acontecimiento que, sin dudas, no pudo dejar pasar jamás: en la tela permanece
petrificado este recuerdo de sus primas adolescentes.
En sus años de
juventud, comenzó a visitar a un pintor alemán anarquista llamado Holt, que le enseñó
las técnicas del óleo. Así fue que comenzó aquel lienzo infinito en el que
quedaron grabados todos los sucesos de su vida y de su familia. Su caída del
caballo; las visitas a Holt; el retrato de Helena Ramírez (su esposa), son
algunos recuerdos de su vida temprana.
Pero todavía hay
algo más penoso y horrible que perder la voz: perder una hija. La suya murió
ahogada cuando la corriente del río la llevaba. En su tela la dibujó en el río,
junto con figuras horrendas y colores lúgubres. De esa forma llevó el luto ¿qué
más se podía esperar?
En la pintura también quedó grabado para
siempre el recuerdo de la partida de Miguel a Buenos Aires. Aparece sentado en
el micro, saludando por la ventanilla. Más adelante aparecen, repetidas veces,
los alborotos que se armaban cuando se juntaban todos sus amigos, los
pescadores. Se los puede ver tomando cerveza y jugando a las cartas alrededor
de una mesa redonda.
Pero Salvatierra
no era ningún tontito. Fue lo suficientemente perspicaz para ocultar sus
amoríos con diferentes amantes, nunca lo descubrieron. Pero claro que semejante
secreto debía ser contado. Entonces acudió a su mejor confidente: la tela.
–Se llama Eugenia,
Eugenia Rocamora – afirma Miguel. –Me enteré al examinar la pintura.
También nos cuenta
que su papá tuvo un hijo con otra amante, una mujer uruguaya. ¿Cuándo se
enteró? Ni más ni menos que cuando encontró un rollo que faltaba para
completar la obra.
Llámeselo mudo,
pintor, papá, amante o infeliz, pero el hombre sí sabía dibujar. Era un tipo
desconocido, infiel, misterioso, un tipo común y corriente, pero un gran pintor
al fin. Las manos de Salvatierra se transformaron en palabra pura, y con ellas
pudo expresar sin temores los desgarradores gritos de su alma durante sesenta
años.
*El perfil corresponde a una consigna realizada a partir de la lectura de Salvatierra de Pedro Mairal
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