Ni bien me gradué fui contratado
como practicante en el único hospital de un pueblo rural bastante alejado de mi
ciudad. Los pueblerinos me aceptaron casi inmediatamente trayéndome obsequios o
invitándome a sus reuniones. Lo cierto es que todo parecía marchar a la
perfección y que no me imaginaba los terribles hechos que tendría que
presenciar.
Con el invierno comenzó
el declive. Las estufas nunca funcionaban y mis turnos de guardia aumentaban
progresivamente, así como también la cantidad de enfermos en la sala de espera.
La primera en caer fue una paciente de no más de quince años que viviría a unas
dos cuadras de mi casa. Pude ver como sus ojos se envidriaban de golpe y su
mueca de dolor permanecía intacta en un grito ahogado. Dicen que uno de los
momentos claves de nuestra profesión es el choque que nos produce el primer
muerto. No es correcto involucrarnos, tenemos que tomarlos únicamente como
organismos, como puro-cuerpo, en caso contrario no podríamos cumplir de forma
correcta con nuestra labor. Al caer la vida nuestro trabajo termina, no queda
nada por hacer, ya otras fuerzas superiores se encargaran de ello.
Lamentablemente, a mi me ocurrió sin estar preparado.
Luego de este hecho, todo
se torno más siniestro y turbulento, comencé a entender que hay casos en los
que el destino ya está escrito, y lo único que podemos hacer es prolongar el
sufrimiento, pero que es imposible burlarse de la parca. Días más tarde murieron
sus padres y sus dos hermanos, los hallaron sin vida en su casa, sentados en el
sillón y con la televisión aún encendida. Al tiempo no tardaron en infectarse
también algunos niños de las casas vecinas, todos ellos presentando los mismos
síntomas que la primera chica: Marcas y moretones en la zona de los muslos que
luego se extendían por todo el cuerpo en forma de ronchas abismales que no
tardaban en reventar algunas venas produciendo el desangramiento del individuo.
El doctor Baltasar estaba cada vez más tenso
cuando se le preguntaba sobre el tema y siempre lo esquivaba audazmente con
alguno de esos chistes sádicos que tan bien se le daban. Sabía que se había
desatado una epidemia, pero quizás le avergonzaba el hecho de no poder
identificar el fenómeno y por lo tanto tampoco la cura. Después de todo, era el médico ejemplar, algo rígido
y arisco, pero siempre dispuesto a hacer lo que fuera necesario. Por lo menos,
estas fueron mis primeras impresiones.
Una de mis tantas noche
de vigilia mientras me dirigía a una de las salas para cambiarle el suero a una
paciente, descubrí que la puerta ya se encontraba entreabierta, lo único que
iluminaba el cuarto era la luna llena que filtraba su brillo a través del
ventanal. Alguien se me había adelantado, apoyé la mejilla contra la ranura
para poder espiar y conseguí distinguir entre las sombras la silueta fornida de
Baltasar con sus pantalones bajos frente a la camilla. Un calor me subió por el
pecho y unas nauseas terribles que me hicieron vomitar. El médico se dio vuelta
al escuchar mis arcadas y salió de la habitación resbalándose con mi vomito, lo
que por suerte me fue de gran ayuda para huir sin que me viese.
Los días siguientes me
volví frío y distante, intentando hacer las cosas sin pensar, solamente ejecutando.
Mi tarea se limitó al traslado de los cuerpos a la morgue y a asistir a las
diferentes autopsias que no parecían resolver nada. Estaba claro que nos
encontrábamos ante una emergencia sanitaria y las autoridades se negaban a
declarar públicamente el hecho antes de que nosotros les diéramos una
explicación racional y científica. Los medios se encargaban de encubrirlos
perfectamente promocionando distintas actividades locales para atraer el
turismo, cosa que propiciaba el cúmulo de personas. Tampoco ayudaba el hecho de
que el pueblo solía organizar festivales y juntadas. Si tan solo hubieran
declarado la cuarentena obligatoria quizás podríamos haber prevenido algunos
contagios, pero la muerte con su hedor nauseabundo se había vuelto algo natural
en las paredes pegajosas del hospital.
Hacía ya varios días
que no había vuelto a cruzarme al doctor Baltasar, probablemente había huido
luego de haberse visto descubierto. La situación se nos estaba desbordando y no
tener a un experto al que recurrir complicaba bastante las cosas. La mayoría de
las secretarias y del personal de limpieza (incluida Jennifer, una de las
chicas con las que más de una vez, ya pasados de copas, habíamos terminado en
mi habitación) ya se habían contagiado por lo que no era raro que los
escritorios permanecieran vacíos. El
caos había embadurnado el hospital, ya no eran los médicos los únicos que
atendíamos sino que más de una vez me encontré pidiéndole algún tipo de
colaboración a los pacientes que estaban en mejores condiciones o a algún que
otro acompañante.
Ese día nevó. Me
recuerdo saliendo de la pensión con las lanas envolviendo todo mi cuerpo y el
frió carcomiendo mis costillas que se quejaban intensamente. El ardor no cesó
en todo el trayecto por lo que ni bien llegué al trabajo me saqué la remera
para examinarme. Pude notar las ronchas expandiéndose retorcidas por todo mi
torso, reproduciéndose en miles de pequeños moretones que no tardaron en
profundizarse y desgarrarme la piel. Un escalofrió me recorrió la espalda. Tomé
un puñado de medicamentos de farmacia y corrí hacia la única de las salas que se encontraba vacía.
Me preparé una inyección e intenté desinfectar mis heridas. Luego me acosté en
una de las camillas para tomarme la temperatura. Al girar hacia un costado para
acomodarme mejor, me sorprendí al ver doctor Baltasar en la camilla de al lado.
Sus ojos fijos en mí me lo explicaron todo. Habíamos descubierto el motivo de
los contagios pero ya era demasiado tarde.
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