domingo, 15 de septiembre de 2013

Salvatierra*

Mientras se deslizan lentamente las fotografías por sobre la pared del Museo Röell, se dibuja en el inconsciente del espectador el retrato de una vida que no pudo ser puesta en palabras. El museo parece ser el tan ansiado final de esta inagotable obra de arte, parece el desenlace de un extenso viaje, parece la orilla finalmente divisada al otro lado de esta historia. Para el ya fallecido pintor, que pasó por completo desapercibido en vida, puede que el museo no sea lo que esperaba encontrar en el último margen del lienzo. Pero si puede que lo sea para sus hijos Luis y Miguel, artífices y responsables de tamaña puesta en escena.
Una sala de amplias proporciones en uno de los museos más reconocidos de Holanda cae desmerecida al ser puesta en comparación con la intensa envergadura de la obra de Salvatierra. No es una cuestión de tamaños, ni en sentido literal ni figurado. Sino más bien el conflicto recae en la imposibilidad de enfrascar un alma completa entre simples paredes y miradas que no alcanzan a comprender. La tela guarda celosamente entre sus pliegues una historia disponible sólo para quien quiera escucharla: nos revela apenas una breve brisa de un alma acallada pero no silenciada.

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A los catorce años, Salvatierra, comenzó a visitar a un pintor alemán y anarquista llamado Herbert Holt, que vivió durante un tiempo en su natal Barrancales. Holt le enseñó diversas técnicas que se pueden apreciar en su obra, pero sobretodo fue quien le enseñó a pintar todos los días. Holt a su vez tiene algunos lugares de privilegio en la tela, representado en diversas personificaciones.
-Yo creo que mi padre aprendió de Holt también cierto gusto por la libertad, cierta anarquía vital o aislamiento feliz. Una simplificación de la vida a las cosas mínimas, para poder continuar haciendo, sin estorbos, lo que a él le gustaba.
A los veinte años, Salvatierra se vio abandonado por su primer maestro. Cuando Holt partió le dejó un largo rollo de tela, el primero, cuya longitud inspiró el comienzo del río.

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La constante ilustrada en la tela es siempre el río, tan majestuoso como terrible, tan lleno de vida como de muerte. Atraviesa la vida del pintor, en todo aspecto, de la infancia a la adultez.  A la orilla del río aparece la escena de su casamiento con Helena Ramirez, fiel compañera de su vida, retratada con el amor que le profesaba y del que todos pueden hacer memoria. Pero también se refleja la tragedia: la muerte de su única hija mujer, Estela, cuando tenía apenas doce años, ahogada en el río. De ambas, ya ausentes hace años, sólo quedan los recuerdos y la tela.
Lo único que acompaña al río en casi toda su extensión es Barrancales, pueblo que vio nacer y morir a Juan Salvatierra. Fue en Barrancales, y a los nueve años, donde fue brutalmente herido por un caballo, accidente que lo dejó en el limbo durante algún tiempo y que lo mandó de regreso muy mutilado. Barrancales, donde su familia había arribado como sobrevivientes de la absoluta pobreza, y donde los altos estándares del éxito, en relación con los logros de su padre, se forjaron implacablemente. Barrancales, hogar de sus primeras obras, destruidas por sus propias manos cuando comenzó con la tela. Barrancales, donde pasó sesenta años pintando y sin decir una palabra.

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En un rincón de la tela, como en tantos otros, un grupo de jóvenes mujeres se desvisten junto al río, bañadas por el sol de la mañana, pudorosas, pero a la vista.
-Las pintaba porque necesitaba ver…  ver todo eso que le escondían al “mudito”.
Miguel trata de desempolvar recuerdos de su padre. Cuesta discernir si su melancolía al hablar se debe a que su padre ya no se encuentra en este mundo o si es por cierto grado de vergüenza ante la comparación con él. El misterio que encierra la figura de Salvatierra, escondida detrás del impenetrable silencio, no llega a develarse por completo. ¿Es Salvatierra quien deviene de las múltiples interpretaciones de sus espectadores en el museo? ¿O será el producto de los testimonios de sus allegados, principalmente de sus hijos? Ambos pueden separarse y contrastarse como dos personas distintas y al mismo tiempo volverse a diluir en una sola, con solo un par de trazos. Quizá ese sea el efecto secundario del arte, o quizá sea lo que Salvatierra quiso lograr.

Mucho más puede especularse sobre su hacer y sus formas.  Sobre su vida personal, su talento y su condición física, pero no resulta ya realmente necesario. Salvatierra fue un hombre que lo dijo todo, sin hablar.

*El perfil corresponde a una consigna realizada a partir de la lectura de Salvatierra de Pedro Mairal.

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