jueves, 27 de junio de 2013

La tejedora ausente

-A ver, repasémoslo  una vez más. ¿Usted dice que la última vez que la vio estaba tejiendo?
-Claro señor.
-¿Sola en su casa? 
-Ya le he dicho que sí, oficial.
-Entonces, salió a hacer las compras y cuando regresó, su hija había desaparecido.
-No exactamente señor, - replicó la mujer mientras su ceño fruncido se relajaba, y apagaba el tono de su voz-  eso es lo que intentaba explicarle…
-Ah! Cierto.  Según usted, Ylge se transformó en ese ovillo que sostiene entre sus manos. ¿Cómo sugiere que tome constancia de ese hecho en una denuncia? Es absurdo. Pero está bien, supongamos que le creo. Pero me temo que según lo que usted dice, ella no está extraviada. No podemos buscar a alguien que no ha desaparecido, ¿me entiende?
-Es que no me entiende. Yo no pretendo que la busquen, ¡ella está aquí! ¡Lo único que quiero es que encierren a ese hijo de puta, que pague por lo que hizo!
-No sé cómo más decírselo doña, no hay evidencia de que él haya cometido delito alguno. Si usted no denuncia siquiera la desaparición de su hija, no podemos iniciar la investigación, por ende no podemos detener a nadie. No puede haber culpable sin crimen. Además, se lo digo con sinceridad, estoy siendo paciente pero me cuesta horrores mantener la seriedad mientras la escucho. No entiendo que puede tener que ver este chico con la supuesta “metamorfosis” de la muchacha. ¿Acaso lo vio entrar o salir de su casa durante el día de hoy? ¿Su hija le había comentado algo?
-¡Pero no! Mi hijita era una persona muy reservada, no hablaba demasiado. Pero si usted hubiese visto la forma en que él la miraba no tendría dudas, se lo aseguro.
-Disculpe el atrevimiento, pero déjeme decirle que su hija es una joven muy hermosa según recuerdo. Es normal, casi inevitable, que cause ese efecto sobre los hombres. No me malinterprete pero, me consta que a muchos se le dificulta ignorar su presencia.
-Yo sé bien el efecto que tenía mi hija sobre los hombres, pero esto era diferente. Este chico estaba fuertemente obsesionado, créame. Durante los últimos seis meses, al menos, se la pasó acosándola. Mi niña no salía demasiado, no le interesaba socializar. Si dejaba la casa, lo hacía por iniciativa mía, porque ya no aguantaba verla encerrada tejiendo. Y él siempre estaba donde ella iba. Si decidía que me acompañara a hacer las compras, primero nos lo cruzábamos en la panadería, más tarde en la carnicería y sin que me diera cuenta también estaba en la verdulería. Muchos encuentros “casuales” ¿no le parece? Además, no se limitaba a perseguirla y observarla. Aprovechaba cada vez que yo la dejaba un momentito sola para acercársele, hablarle.
-Si lo que me dice es certero, podemos estar ante un caso de fuga conjunta. Puede ser que él la haya convencido para que escapen juntos.
-Eso es imposible, ¡mi hija no se fue a ningún lado!
-Siga contándome mejor, señora.
-Bueno, lo cierto es que no tengo mucha más información. Hoy fue la primera vez que la dejé sola, en meses. Y estoy segura que él lo sabía, de alguna manera se había enterado. Seguro, aprovechó mi distracción cuando me detuve a charlar con el cartero, y se le presentó en la entrada. Mi hija es muy inocente, muy inocente. Si alguien toca la puerta ella abre, no conoce la maldad ni los peligros de la vida. No conoce a los hombres como él.
-Con todo respeto, yo no puedo basarme en un par de miradas y encuentros casuales para ir contra el pibe. Ninguna persona en su sano juicio lo haría. Escúcheme, esto sucede a menudo. Seguramente, en unos días reciba noticias de Ylge diciéndole que se fue para encontrar su razón de ser, o alguna de esas filosofías baratas de hoy en día. Lo he visto en muchas adolescentes de su edad. Según parece la moda es escaparse un tiempo de sus hogares. Discúlpeme señora pero hasta acá llegué, tengo más casos que atender.
-Espere un minuto, por favor. ¡Usted no me entiende! No es madre ni sabe de la conexión que teníamos con mi hija. Puedo jurar que esta es Ylge –exclamó la mujer mientras apretaba fuertemente el ovillo e intentaba contener las lágrimas que ya se le comenzaban a escapar- Esta es Ylge, y él es el culpable. Debe hacer algo, por favor, ¡se lo suplico!

A pesar de la insistencia, el oficial, convencido de que nada extraordinario había sucedido, se alejaba cada vez más de la escena. 

Comunidad

Conozco el efecto que causo en la gente, por lo que no me extrañó en absoluto que se mostraran distantes la primera vez que me acerqué. Distantes tal vez suene un poco violento, y no es el caso, para nada. Atemorizados se ajusta con mayor certeza a la realidad.
Detrás de esa fingida indiferencia y ese sobreactuado rechazo yo sé lo que verdaderamente se esconde. Hay situaciones en la vida en que un conjunto de sentimientos desconocidos, por lo intensos, se apoderan de uno y ya no se sabe bien cómo actuar a partir de ahí. Entonces, ante tal estado de desconcierto, uno puede llegar a cargar las culpas sobre un inocente.
Un poco de envidia, es lógica. No por nada mis papás siempre insistían en mi personalidad arrolladora y mi belleza sobrenatural. Cuando era chico me fastidiaba un poco, pero ahora puedo entender perfectamente su cuasi obsesión por registrar con la video y la cámara cada momento de mi vida. Esos álbumes y casetes van a cumplir un papel protagonista cuando, ya muerto, inauguren mi museo personal.
También debe haber un poco de enojo, aunque estoy seguro que lo van a superar. Siendo portador de un estilo excepcional no me extrañaría que sus mujeres estén muertas conmigo. Imagino que alguna, traicionada por el inconsciente, habrá pronunciado mi nombre en algún momento de pasión. O quizá fue incapaz de reprimir comerme con los ojos enfrente de su legítimo. Un episodio como estos enfurecerían a cualquier hombre, pero, otra vez, ¿soy yo el culpable?
En una ocasión los vi caminar en fila, como siempre acostumbran, por la plaza del centro. Yo estaba solo y un poco triste. En sus caras tampoco se percibía mucha alegría, por lo que me dije, ¿no es ésta la oportunidad perfecta para el comienzo de una linda amistad? Y me acerqué. Como si nada, intentando seguir su ritmo e imitando el movimiento homogéneo de sus cuerpos, caminé detrás suyo. Me posicioné justo después del último y marché recto, sin pasar los límites de la línea que ellos trazaban con la perfecta sincronía de sus pasos. Todo iba perfecto, casi podía imaginarme siendo uno más, formando parte, y la tristeza ya no se sentía. Entonces, el que caminaba inmediatamente delante mío giró su cabeza y me miró de reojo. Como un efecto dominó, los demás repitieron el gesto, sin alterar su paseo. Yo sonreí ampliamente, mostrando todos mis dientes, irresistible. Pero ellos no. Otra vez sentí que me observaban con desprecio y no entendí por qué. Aceleraron su ritmo, pero yo también podía caminar más rápido. Al cruzar la calle el semáforo me retuvo y tuve que dejarlos ir. Producto del esfuerzo, estaba empapado en transpiración ¿habrá sido por eso? Tal vez les molestó el olor, ellos siempre tan prolijos y pulcros. Sin embargo, los defectos nos hacen humanos ¿no es cierto?

Por mi parte, pretendo que me acepten como sea. Estoy realmente dispuesto, y me conozco, cuando una meta se presenta como imposible de alcanzar, en lugar de desalentarme, funciona a la inversa e intensifica mis deseos. Si esto es una prueba que debo pasar, una especie de evaluación para comprobar si mis intenciones son sinceras o si soy capaz y digno de estar junto a ellos, lo voy a hacer. En el caso de que aun guarden conmigo algún tipo de rencor, entonces será cuestión de tiempo para que recapaciten. Mientras tanto, mantengo firme mi ánimo. Estoy seguro de que cuando me conozcan, les voy a encantar.

Dos días más

Se metió por la ventana tras verlos entrar, sonrientes, un día más de un mes más.
Se instaló naturalmente como un perteneciente más.
Unos días los observaba apartado, ajeno al momento. Pasivo de su propia invasión. Otros días sobrevolaba las cabezas de los cinco. Cada una en particular, de sol a luna, de sueño a verdad, hasta hacerlas estallar.
Era consciente de la molestia que causaba en ellos, el clima generado. No era consciente, era culpable, un paso más desde el consciente.
No disfrutaba ni renegaba como lo hacían ellos. Soportaba los codazos y siempre estaba ahí. Permaneciente. Incoloro o brillante, siempre estaba ahí.
Su intromisión causaba todo y, todos, soñaban liberarse de él. Hubo gritos y quejas. Hubo peleas eternas entre ellos. Peleas en el interior de la casa, peleas en el interior de la mente y el cuerpo. Luchas de poder, de realidad, de alegría, de explosión…
Se marchó por su ventana a la vista de todos, apagados, un día más del mismo mes.
Se sentó en el cordón y esperó.
Primero salió uno y huyó por la calle; después el segundo salió por la puerta, o, mejor dicho, se echó a correr con la misma velocidad con que escapa una presa del depredador, y se ocultó bien lejos del primero; después el tercero; después el cuarto; después el quinto.
Y el sexto se paró en la vereda y caminó. Despacio o sin rumbo, caminó. Orgulloso al fin de haber cumplido su trabajo.

Puntos y puntadas

Yo tejía, el choque de las agujas me excitaba, y me relajaba a la vez, casi como un mantra. A menudo mi condena al perpetuo tejido era una complicación, ya que necesitaba muchos ovillos de lana para continuar mi obra. Al igual que mi hermana, Ylge, que allá estaba en la otra habitación, con sus agujas y su lanar.

Mis sentidos puestos en la tela, mis dedos en las agujas y mi pensamiento en mi hermana ¿de qué se trataría su nueva creación? Cuando oí que una puerta se cerraba levanté la mirada y ahí estaba ella, con sus verdes cristales exultantes me confesó que esa noche esperaba a su novio. Terminado su discurso, apenas hice un leve movimiento con la cabeza en señal de aprobación y volví a mi tejido. Ylge era una tejedora aún más constante que yo. Ella sólo dejaba su labor en ocasiones de suma importancia. Tal como lo hacía nuestra madre.
Al sonar el timbre, Ylge corrió a la entrada e intentó girar el picaporte, pero sus manos transpiraban ansiedad y el trámite se demoró más de la cuenta. Por fin pudo abrir. Por la puerta entró un hombre alto, muy pintón y con una elegante media sonrisa que conjugaba perfectamente con sus ojos color café. Una breve presentación, casi protocolar, y a lo nuestro. Yo a mi lana, y ellos, a la suya.
Al cabo de una hora me dirigí a mi cuarto por más materia prima y al pasar por la pieza de Ylge vi que estaba vacía. Ni mi hermana ni su cortejante se hallaban en ella. No le di importancia a este detalle, tal vez el muchacho se habría marchado por la puerta trasera pero, ¿con qué necesidad haría una cosa así? Lo único que llegué a ver, entre agujas y dedales en la mesa de luz, fue un ovillo de lana que nunca antes había visto. Era una lana de un hermoso verde. “Qué afortunada” me dije. 

Caricias al corazón

Una sí, una no, una sí, una no. A veces soy infantil, a veces hasta las baldosas de las más pálidas veredas porteñas logran sacar al niño que hay en mí. En eso estaba cuando levanté la vista hacia el caserón de la esquina. Era una vivienda que seguramente estaba abandonada, sus paredones parecían desgajarse año a año. Mi sorpresa fue ver que se abría la puerta, hecho que de cotidiano no tenía nada. Del interior salieron cinco hombres.
Mi cabeza dio mil vueltas hasta interpretar lo que mis ojos veían. Estaba frente a mí la oportunidad manifiesta de llegar a esa meta que me había puesto cuando niño. Jugar un picadito en una plaza. Eso sólo, ni más ni menos que eso. Dicho evento hubiera sido un sueño de haberse cumplido. Yo lo consideraba una quijotada, ya que por alguna razón se me hacía muy difícil conseguir un amigo, un sancho, un alma que me acompañase en mis locuras (así llamaban las personas a mis ideas). Más utópica se volvía mi empresa, si para tener éxito necesitaba tres, o cinco, o siete personas. Pues ahí estaban, todos mis amigos en fila.
Sin más cavilaciones me crucé de vereda y fui a su encuentro. No llegaba a ofrecerles ser parte de mi aventura, que ya sentía que sería rechazada con elegancia. A pesar de esto me les planté y me uní a su grupo. Yo sabía que debía apurarme en ubicar el momento justo y hacerles la propuesta a mis nuevos amigos, no podía esperar mucho ya que los de guardapolvo me andaban buscando, y en el hospital me esperaban las jeringas.
No hubo caso. Herido en mi orgullo, esquivando sus palabras punzantes, sus empujones y sus codazos los traté de persuadir una vez más. Nada.

Desde la última negativa recuerdo haber sentido un golpe seco en la nuca, y al cabo de un parpadeo encontrarme en esta monótona habitación, medio drogado y con un chaleco que me abraza. Al fin de cuentas, él es el único capaz de hacerlo.

sábado, 8 de junio de 2013

La última puntada

Puse el agua en el fuego y preparé el mate. Busqué el CD de Soda Stereo y puse la misma canción que escuchamos en su auto la primera vez que él me pasó a buscar. Sonaba “Prófugos” y me acordé de ese perfume que me inundaba el cuerpo en nuestros encuentros ilegítimos, y por unos segundos hasta sentí que volvía a verme en sus ojos negros. El silbido de la pava hirviendo me hizo volver en mí y me obligué a caer en la realidad, de fondo seguía estando el mismo disco pero ahora se escuchaba “Corazón delator”.
Procuré terminar de una vez con este trabajo. Me senté en el sillón, abrí el costurero y saqué la aguja y el hilo. Al haber pasado por tantas generaciones, el vestido de mi bisabuela ya me dejaba poco lugar para hacer mis propias remodelaciones, pero sinceramente me daba lo mismo. Así que tomé la larga y filosa aguja, e intentando que mi desgano no me jugara una mala pasada comencé a enhebrarla. Ejercía una presión enorme sobre ella, quizás traduciendo lo que yo sentía o solo por la transpiración de mis manos. La tenía firme entre mis dedos pero el hilo insistía en bifurcarse. Él parecía estar hablando por mí. Si tiraba de la punta que había atravesado la aguja, resultaban dos hilos muy finitos, uno hilvanado y el otro no. Procedí a cambiar de aguja, pero el problema era el hilo. Lo forcé, lo sorbí, lo enrosqué y cuando estaba a punto de resolverlo me vi interrumpida por el timbre.
Me sorprendí al ver que era Laura. No esperaba que pasara por casa porque ella estaba encargada de la organización de la fiesta, por un momento tuve la terrible esperanza de que hubiese surgido algún imprevisto. Su sonrisa amenazaba con buenas noticias, entonces decidí hacerla pasar y escucharla mientras continuaba con mi tarea.
Al parecer, revolviendo cosas antiguas, se encontró con el velo que nuestra madre había utilizado en su casamiento. La velocidad de sus palabras denotaba su emoción, y mientras más rápido me hablaba mis posibilidades de introducir el hilo en la aguja decaían. No lograba posar definitivamente mi atención sobre ninguna de las dos cosas. Imaginaba cuál sería su gesto si él me viera a través de un velo. Divagué sobre estas ideas durante los largos minutos en que Laura describía la seguidilla de sensaciones que tuvo cuando ella ingresó al altar. A mí esos temblores solo me trasladaban de nuevo a ese auto. Nuevamente estaba redibujando esta secuencia en mi cabeza. Sentí un tirón en mis manos, una vez más la realidad, mi hermana me acababa de sacar la aguja de la mano y había logrado enhebrarla. 
Una última puntada y el vestido ya estaba cosido. Aparentemente todo se encontraba listo para la fiesta. 

Balada para mi muerte

Subí el volumen al máximo. Ahora sí, Piazzola resonaba por todos los rincones de la casa. Me dirigí al baño entre saltos, agitando un incienso de rosas que hacía de batuta, dejando que el humo marcara mi camino. Mientras dejaba cargando la bañadera con espuma, la decoré con unos cuantos pétalos de flores silvestres. Luego prendí algunas velitas aromáticas, acomodándolas de distinta manera hasta dar con la iluminación perfecta.  Las pompas de jabón danzaban de aquí para allá al compás del gran músico y el calor ya había empañado el espejo, probé el agua con apenas un dedito del pie y estaba exquisita. Había llegado el dichoso momento. 
Sin cerrar la canilla me sumergí en sus profundidades. Me quedé unos minutos, inmóvil, mirando como los reflejos de algunos rayos de la bombita se colaban por sobre la superficie, jugando con los distintos ángulos, entreabriendo y cerrando los ojos, con sólo la nariz sobresaliendo por fuera del agua. Cuando mis pupilas ardieron lo suficiente, coincidiendo como lo esperaba con el cambio de ritmo, jugué a ser papá Noel, un pomposo caniche toy y hasta muñeco de nieve, porque lo importante era no pensar, despejar la mente, vaciarla de todo significado.

Ahora  sólo quedaba el toque final. Tomé el frasquito que yacía en uno de los bordes y  lo examiné jugueteando con su contenido. Las pastillitas chocaban contra las paredes de vidrio rebotando de aquí para allá hasta ceder a la fuerza de gravedad. Sujeté fuertemente la tapa e intenté desenroscarla de un tirón, consiguiendo únicamente dañarme aún más las manos. Mis dedos ya se habían arrugado por el agua, y ni con la fuerza de todos mis músculos juntos y todas las venas dilatadas a punto de estallar pude abrir el condenado frasco. Había estado planeando este momento durante meses, no podía dejar que este  hijo de puta me lo arruinase, por lo que probé nuevamente, esta vez con más cuidado intentando controlar la presión, pero fui derrotado. Recogí el cuchillo del suelo para intentar apuñalar una y otra vez al condenado frasco, que seguía inmutable, como si se riera de todos mis esfuerzos. El agua que comenzaba a rebalsarse, se ponía cada vez más roja, contrastando brutalmente con mi palidez cada vez más fantasmal. Me dolían las muñecas de tanto forcejeo y sus heridas parecían desgarrarse cada vez más en  cada intento. Probé mordiendo y arañando, me tragué pequeñas partes de dientes rotos y como si fuera poco casi me disloco la mandíbula. Ni con dedos de pinza, ni con boca de halcón, tenía que aceptarlo, estaba jugando conmigo, mostrándome una vez más que uno mismo no puede ser artífice de su propio destino. La desesperación se había apoderado de mis nervios sacudiendo al pequeño entre mis temblorosos dedos húmedos. El dolor me atravesaba todo el cuerpo, así como también aquello de lo que había querido alejarme, los tan temidos pensamientos. Una vez más, estaba frente a la encrucijada del final emancipatorio o el cruel arrepentimiento. Finalmente comenzaba a sonar el último compás de la novena pista del disco, iba a ser lenta, lo sabía, lenta y terrible.

Un manojo de recuerdos

El quinto escalón fue el último de cordura. En el sexto abrí el bolso y saque un cuaderno. El decimocuarto fue un fibrón. El octavo un alfajor. El decimoséptimo el manojo de llaves más grande que haya visto en mi vida. El décimo la billetera. 
Pensaba solo en el sol de la siesta, aunque afuera llovieran ruidos a montones. Cacé la primera a ojo. Un mar de ilusiones puestas en una simple llave que no abrió. La siguió una con pinta de copada. Dientes filosos formaban una sonrisa cómplice que se metió en la oscuridad y se apagó, se entristeció y no abrió. 
Adentro cayó alguna olla que retumbo todo el edificio. Afuera seguía intentando. ¿Cuántas llaves puede tener un hombre sin volverse loco? Yo, luego de unas cuantas, ya sentía algunas neuronas escaparse. 
Esta me miraba mal. Su mal humor me superaba. Casi sin ganas, como si la hubiera despertado para ir a laburar, o como si llegara de laburar y no encontrara la llave para abrir la puerta, entró resignada a intentar ayudar a su patrón. No abrió.
La puerta me observaba a carcajadas. Un golpe seco desde el otro lado la asustó. Se sonrojó y calló la risa. Yo me reía ahora y era mi chance. Las manos me temblaban de ansiedad. La llave número diecisiete se inspiró. Ganó en velocidad. Giró una, giró dos, era el Diego en su esplendor. Y gol. Ojos llenos de lágrimas, perdí la razón. Desaforado empujé la puerta. No abrió. No valió. Offside. Quedé rojo y transpirado, con la cara aplastada en la madera, sin abrir los ojos como aquel que en la cancha gritó el gol, que luego entendió que no valió y ahora no quiere hacerse cargo de las miradas acusadoras de su alrededor. 
La traba del otro lado y yo solo en el mundo. Yo y mi frío sudor. Frío como ese invierno cuando una madre se escapó inexplicablemente y dejó al nene solo. Y el nene rompió la cerradura quedando perdido en sí mismo. Frió como los ojos del cerrajero mirándolo fijo con sus pupilas congeladas. Se retorció el nene, se torturó y pataleó en el piso mientras miraba al mortífero cerrajero llevándose su vida.
Un disparo en el interior del departamento resonó en cada poro de mi piel. Poros que ya se confundían con canillas. 
Mi presión ya estaba por el piso y me invitaba a dormir con ella. Arrastré mis pies hasta la puerta de en frente. Toqué timbre... nada. Toqué timbre. La vista anochecía. Nadie abrió. Las piernas se resignaron. Caí al piso. Toqué timbre desde allí. Los ojos cerrajeros me desmayaban desde algún lugar del mundo. 
Alcancé a girar arrodillado cuando la puerta de mi departamento se abrió. Con la última pizca de vista percibí dos siluetas que salían corriendo. “¡Te voy a matar hijo de puta!” gritó uno y desaparecieron. 
Me paré y caminé seguro de cruzar la puerta. La cerré tras de mí. Puse traba. El ambiente estaba hecho un desastre. Vidrios rotos y sangre por todos lados. Por alguna razón esa escena no me resultó del todo sorprendente, fue casi como un déjà vu. Tal vez no había demasiado tiempo para pensar en eso, no estaban dadas las condiciones mentales necesarias para tal deducción. Apenas pensé en lo que me costaría limpiarlo. No era el momento. Hice la cama y puse el despertador. Me acosté a dormir al fin.