Se metió por la
ventana tras verlos entrar, sonrientes, un día más de un mes más.
Se instaló naturalmente como un
perteneciente más.
Unos días los observaba apartado,
ajeno al momento. Pasivo de su propia invasión. Otros días sobrevolaba las
cabezas de los cinco. Cada una en particular, de sol a luna, de sueño a verdad,
hasta hacerlas estallar.
Era consciente de la molestia que
causaba en ellos, el clima generado. No era consciente, era culpable, un paso
más desde el consciente.
No disfrutaba ni renegaba como lo
hacían ellos. Soportaba los codazos y siempre estaba ahí. Permaneciente.
Incoloro o brillante, siempre estaba ahí.
Su intromisión causaba todo y,
todos, soñaban liberarse de él. Hubo gritos y quejas. Hubo peleas eternas entre
ellos. Peleas en el interior de la casa, peleas en el interior de la mente y el
cuerpo. Luchas de poder, de realidad, de alegría, de explosión…
Se marchó por su ventana a la vista
de todos, apagados, un día más del mismo mes.
Se sentó en el cordón y esperó.
Primero salió uno y huyó por la
calle; después el segundo salió por la puerta, o, mejor dicho, se echó a correr
con la misma velocidad con que escapa una presa del depredador, y se ocultó
bien lejos del primero; después el tercero; después el cuarto; después el
quinto.
Y el sexto se paró en la vereda y
caminó. Despacio o sin rumbo, caminó. Orgulloso al fin de haber cumplido su
trabajo.
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