sábado, 8 de junio de 2013

Balada para mi muerte

Subí el volumen al máximo. Ahora sí, Piazzola resonaba por todos los rincones de la casa. Me dirigí al baño entre saltos, agitando un incienso de rosas que hacía de batuta, dejando que el humo marcara mi camino. Mientras dejaba cargando la bañadera con espuma, la decoré con unos cuantos pétalos de flores silvestres. Luego prendí algunas velitas aromáticas, acomodándolas de distinta manera hasta dar con la iluminación perfecta.  Las pompas de jabón danzaban de aquí para allá al compás del gran músico y el calor ya había empañado el espejo, probé el agua con apenas un dedito del pie y estaba exquisita. Había llegado el dichoso momento. 
Sin cerrar la canilla me sumergí en sus profundidades. Me quedé unos minutos, inmóvil, mirando como los reflejos de algunos rayos de la bombita se colaban por sobre la superficie, jugando con los distintos ángulos, entreabriendo y cerrando los ojos, con sólo la nariz sobresaliendo por fuera del agua. Cuando mis pupilas ardieron lo suficiente, coincidiendo como lo esperaba con el cambio de ritmo, jugué a ser papá Noel, un pomposo caniche toy y hasta muñeco de nieve, porque lo importante era no pensar, despejar la mente, vaciarla de todo significado.

Ahora  sólo quedaba el toque final. Tomé el frasquito que yacía en uno de los bordes y  lo examiné jugueteando con su contenido. Las pastillitas chocaban contra las paredes de vidrio rebotando de aquí para allá hasta ceder a la fuerza de gravedad. Sujeté fuertemente la tapa e intenté desenroscarla de un tirón, consiguiendo únicamente dañarme aún más las manos. Mis dedos ya se habían arrugado por el agua, y ni con la fuerza de todos mis músculos juntos y todas las venas dilatadas a punto de estallar pude abrir el condenado frasco. Había estado planeando este momento durante meses, no podía dejar que este  hijo de puta me lo arruinase, por lo que probé nuevamente, esta vez con más cuidado intentando controlar la presión, pero fui derrotado. Recogí el cuchillo del suelo para intentar apuñalar una y otra vez al condenado frasco, que seguía inmutable, como si se riera de todos mis esfuerzos. El agua que comenzaba a rebalsarse, se ponía cada vez más roja, contrastando brutalmente con mi palidez cada vez más fantasmal. Me dolían las muñecas de tanto forcejeo y sus heridas parecían desgarrarse cada vez más en  cada intento. Probé mordiendo y arañando, me tragué pequeñas partes de dientes rotos y como si fuera poco casi me disloco la mandíbula. Ni con dedos de pinza, ni con boca de halcón, tenía que aceptarlo, estaba jugando conmigo, mostrándome una vez más que uno mismo no puede ser artífice de su propio destino. La desesperación se había apoderado de mis nervios sacudiendo al pequeño entre mis temblorosos dedos húmedos. El dolor me atravesaba todo el cuerpo, así como también aquello de lo que había querido alejarme, los tan temidos pensamientos. Una vez más, estaba frente a la encrucijada del final emancipatorio o el cruel arrepentimiento. Finalmente comenzaba a sonar el último compás de la novena pista del disco, iba a ser lenta, lo sabía, lenta y terrible.

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