sábado, 8 de junio de 2013

Un manojo de recuerdos

El quinto escalón fue el último de cordura. En el sexto abrí el bolso y saque un cuaderno. El decimocuarto fue un fibrón. El octavo un alfajor. El decimoséptimo el manojo de llaves más grande que haya visto en mi vida. El décimo la billetera. 
Pensaba solo en el sol de la siesta, aunque afuera llovieran ruidos a montones. Cacé la primera a ojo. Un mar de ilusiones puestas en una simple llave que no abrió. La siguió una con pinta de copada. Dientes filosos formaban una sonrisa cómplice que se metió en la oscuridad y se apagó, se entristeció y no abrió. 
Adentro cayó alguna olla que retumbo todo el edificio. Afuera seguía intentando. ¿Cuántas llaves puede tener un hombre sin volverse loco? Yo, luego de unas cuantas, ya sentía algunas neuronas escaparse. 
Esta me miraba mal. Su mal humor me superaba. Casi sin ganas, como si la hubiera despertado para ir a laburar, o como si llegara de laburar y no encontrara la llave para abrir la puerta, entró resignada a intentar ayudar a su patrón. No abrió.
La puerta me observaba a carcajadas. Un golpe seco desde el otro lado la asustó. Se sonrojó y calló la risa. Yo me reía ahora y era mi chance. Las manos me temblaban de ansiedad. La llave número diecisiete se inspiró. Ganó en velocidad. Giró una, giró dos, era el Diego en su esplendor. Y gol. Ojos llenos de lágrimas, perdí la razón. Desaforado empujé la puerta. No abrió. No valió. Offside. Quedé rojo y transpirado, con la cara aplastada en la madera, sin abrir los ojos como aquel que en la cancha gritó el gol, que luego entendió que no valió y ahora no quiere hacerse cargo de las miradas acusadoras de su alrededor. 
La traba del otro lado y yo solo en el mundo. Yo y mi frío sudor. Frío como ese invierno cuando una madre se escapó inexplicablemente y dejó al nene solo. Y el nene rompió la cerradura quedando perdido en sí mismo. Frió como los ojos del cerrajero mirándolo fijo con sus pupilas congeladas. Se retorció el nene, se torturó y pataleó en el piso mientras miraba al mortífero cerrajero llevándose su vida.
Un disparo en el interior del departamento resonó en cada poro de mi piel. Poros que ya se confundían con canillas. 
Mi presión ya estaba por el piso y me invitaba a dormir con ella. Arrastré mis pies hasta la puerta de en frente. Toqué timbre... nada. Toqué timbre. La vista anochecía. Nadie abrió. Las piernas se resignaron. Caí al piso. Toqué timbre desde allí. Los ojos cerrajeros me desmayaban desde algún lugar del mundo. 
Alcancé a girar arrodillado cuando la puerta de mi departamento se abrió. Con la última pizca de vista percibí dos siluetas que salían corriendo. “¡Te voy a matar hijo de puta!” gritó uno y desaparecieron. 
Me paré y caminé seguro de cruzar la puerta. La cerré tras de mí. Puse traba. El ambiente estaba hecho un desastre. Vidrios rotos y sangre por todos lados. Por alguna razón esa escena no me resultó del todo sorprendente, fue casi como un déjà vu. Tal vez no había demasiado tiempo para pensar en eso, no estaban dadas las condiciones mentales necesarias para tal deducción. Apenas pensé en lo que me costaría limpiarlo. No era el momento. Hice la cama y puse el despertador. Me acosté a dormir al fin.

No hay comentarios:

Publicar un comentario