Puse el agua en el fuego y preparé el mate.
Busqué el CD de Soda Stereo y puse la misma canción que escuchamos en su auto
la primera vez que él me pasó a buscar. Sonaba “Prófugos” y me acordé de ese
perfume que me inundaba el cuerpo en nuestros encuentros ilegítimos, y por unos
segundos hasta sentí que volvía a verme en sus ojos negros. El silbido de la
pava hirviendo me hizo volver en mí y me obligué a caer en la realidad, de fondo
seguía estando el mismo disco pero ahora se escuchaba “Corazón delator”.
Procuré terminar de una vez con este trabajo. Me senté en el sillón, abrí el costurero y saqué la aguja y el hilo. Al haber pasado por tantas generaciones, el vestido de mi bisabuela ya me dejaba poco lugar para hacer mis propias remodelaciones, pero sinceramente me daba lo mismo. Así que tomé la larga y filosa aguja, e intentando que mi desgano no me jugara una mala pasada comencé a enhebrarla. Ejercía una presión enorme sobre ella, quizás traduciendo lo que yo sentía o solo por la transpiración de mis manos. La tenía firme entre mis dedos pero el hilo insistía en bifurcarse. Él parecía estar hablando por mí. Si tiraba de la punta que había atravesado la aguja, resultaban dos hilos muy finitos, uno hilvanado y el otro no. Procedí a cambiar de aguja, pero el problema era el hilo. Lo forcé, lo sorbí, lo enrosqué y cuando estaba a punto de resolverlo me vi interrumpida por el timbre.
Me sorprendí al ver que era Laura. No esperaba que pasara por casa porque ella estaba encargada de la organización de la fiesta, por un momento tuve la terrible esperanza de que hubiese surgido algún imprevisto. Su sonrisa amenazaba con buenas noticias, entonces decidí hacerla pasar y escucharla mientras continuaba con mi tarea.
Al parecer, revolviendo cosas antiguas, se encontró con el velo que nuestra madre había utilizado en su casamiento. La velocidad de sus palabras denotaba su emoción, y mientras más rápido me hablaba mis posibilidades de introducir el hilo en la aguja decaían. No lograba posar definitivamente mi atención sobre ninguna de las dos cosas. Imaginaba cuál sería su gesto si él me viera a través de un velo. Divagué sobre estas ideas durante los largos minutos en que Laura describía la seguidilla de sensaciones que tuvo cuando ella ingresó al altar. A mí esos temblores solo me trasladaban de nuevo a ese auto. Nuevamente estaba redibujando esta secuencia en mi cabeza. Sentí un tirón en mis manos, una vez más la realidad, mi hermana me acababa de sacar la aguja de la mano y había logrado enhebrarla.
Una última puntada y el vestido ya estaba cosido. Aparentemente todo se encontraba listo para la fiesta.
Procuré terminar de una vez con este trabajo. Me senté en el sillón, abrí el costurero y saqué la aguja y el hilo. Al haber pasado por tantas generaciones, el vestido de mi bisabuela ya me dejaba poco lugar para hacer mis propias remodelaciones, pero sinceramente me daba lo mismo. Así que tomé la larga y filosa aguja, e intentando que mi desgano no me jugara una mala pasada comencé a enhebrarla. Ejercía una presión enorme sobre ella, quizás traduciendo lo que yo sentía o solo por la transpiración de mis manos. La tenía firme entre mis dedos pero el hilo insistía en bifurcarse. Él parecía estar hablando por mí. Si tiraba de la punta que había atravesado la aguja, resultaban dos hilos muy finitos, uno hilvanado y el otro no. Procedí a cambiar de aguja, pero el problema era el hilo. Lo forcé, lo sorbí, lo enrosqué y cuando estaba a punto de resolverlo me vi interrumpida por el timbre.
Me sorprendí al ver que era Laura. No esperaba que pasara por casa porque ella estaba encargada de la organización de la fiesta, por un momento tuve la terrible esperanza de que hubiese surgido algún imprevisto. Su sonrisa amenazaba con buenas noticias, entonces decidí hacerla pasar y escucharla mientras continuaba con mi tarea.
Al parecer, revolviendo cosas antiguas, se encontró con el velo que nuestra madre había utilizado en su casamiento. La velocidad de sus palabras denotaba su emoción, y mientras más rápido me hablaba mis posibilidades de introducir el hilo en la aguja decaían. No lograba posar definitivamente mi atención sobre ninguna de las dos cosas. Imaginaba cuál sería su gesto si él me viera a través de un velo. Divagué sobre estas ideas durante los largos minutos en que Laura describía la seguidilla de sensaciones que tuvo cuando ella ingresó al altar. A mí esos temblores solo me trasladaban de nuevo a ese auto. Nuevamente estaba redibujando esta secuencia en mi cabeza. Sentí un tirón en mis manos, una vez más la realidad, mi hermana me acababa de sacar la aguja de la mano y había logrado enhebrarla.
Una última puntada y el vestido ya estaba cosido. Aparentemente todo se encontraba listo para la fiesta.
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