Una sí, una no, una sí, una no. A veces soy
infantil, a veces hasta las baldosas de las más pálidas veredas porteñas logran
sacar al niño que hay en mí. En eso estaba cuando levanté la vista hacia el
caserón de la esquina. Era una vivienda que seguramente estaba abandonada, sus
paredones parecían desgajarse año a año. Mi sorpresa fue ver que se abría la
puerta, hecho que de cotidiano no tenía nada. Del interior salieron cinco
hombres.
Mi cabeza dio mil vueltas hasta interpretar lo
que mis ojos veían. Estaba frente a mí la oportunidad manifiesta de llegar a
esa meta que me había puesto cuando niño. Jugar un picadito en una plaza. Eso
sólo, ni más ni menos que eso. Dicho evento hubiera sido un sueño de haberse
cumplido. Yo lo consideraba una quijotada, ya que por alguna razón se me hacía
muy difícil conseguir un amigo, un sancho, un alma que me acompañase en mis
locuras (así llamaban las personas a mis ideas). Más utópica se volvía mi
empresa, si para tener éxito necesitaba tres, o cinco, o siete personas. Pues
ahí estaban, todos mis amigos en fila.
Sin más cavilaciones me crucé de vereda y fui
a su encuentro. No llegaba a ofrecerles ser parte de mi aventura, que ya sentía
que sería rechazada con elegancia. A pesar de esto me les planté y me uní a su
grupo. Yo sabía que debía apurarme en ubicar el momento justo y hacerles la
propuesta a mis nuevos amigos, no podía esperar mucho ya que los de guardapolvo
me andaban buscando, y en el hospital me esperaban las jeringas.
No hubo caso. Herido en mi orgullo, esquivando
sus palabras punzantes, sus empujones y sus codazos los traté de persuadir una
vez más. Nada.
Desde la última negativa recuerdo haber
sentido un golpe seco en la nuca, y al cabo de un parpadeo encontrarme en esta
monótona habitación, medio drogado y con un chaleco que me abraza. Al fin de
cuentas, él es el único capaz de hacerlo.
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