jueves, 27 de junio de 2013

Caricias al corazón

Una sí, una no, una sí, una no. A veces soy infantil, a veces hasta las baldosas de las más pálidas veredas porteñas logran sacar al niño que hay en mí. En eso estaba cuando levanté la vista hacia el caserón de la esquina. Era una vivienda que seguramente estaba abandonada, sus paredones parecían desgajarse año a año. Mi sorpresa fue ver que se abría la puerta, hecho que de cotidiano no tenía nada. Del interior salieron cinco hombres.
Mi cabeza dio mil vueltas hasta interpretar lo que mis ojos veían. Estaba frente a mí la oportunidad manifiesta de llegar a esa meta que me había puesto cuando niño. Jugar un picadito en una plaza. Eso sólo, ni más ni menos que eso. Dicho evento hubiera sido un sueño de haberse cumplido. Yo lo consideraba una quijotada, ya que por alguna razón se me hacía muy difícil conseguir un amigo, un sancho, un alma que me acompañase en mis locuras (así llamaban las personas a mis ideas). Más utópica se volvía mi empresa, si para tener éxito necesitaba tres, o cinco, o siete personas. Pues ahí estaban, todos mis amigos en fila.
Sin más cavilaciones me crucé de vereda y fui a su encuentro. No llegaba a ofrecerles ser parte de mi aventura, que ya sentía que sería rechazada con elegancia. A pesar de esto me les planté y me uní a su grupo. Yo sabía que debía apurarme en ubicar el momento justo y hacerles la propuesta a mis nuevos amigos, no podía esperar mucho ya que los de guardapolvo me andaban buscando, y en el hospital me esperaban las jeringas.
No hubo caso. Herido en mi orgullo, esquivando sus palabras punzantes, sus empujones y sus codazos los traté de persuadir una vez más. Nada.

Desde la última negativa recuerdo haber sentido un golpe seco en la nuca, y al cabo de un parpadeo encontrarme en esta monótona habitación, medio drogado y con un chaleco que me abraza. Al fin de cuentas, él es el único capaz de hacerlo.

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