jueves, 27 de junio de 2013

Puntos y puntadas

Yo tejía, el choque de las agujas me excitaba, y me relajaba a la vez, casi como un mantra. A menudo mi condena al perpetuo tejido era una complicación, ya que necesitaba muchos ovillos de lana para continuar mi obra. Al igual que mi hermana, Ylge, que allá estaba en la otra habitación, con sus agujas y su lanar.

Mis sentidos puestos en la tela, mis dedos en las agujas y mi pensamiento en mi hermana ¿de qué se trataría su nueva creación? Cuando oí que una puerta se cerraba levanté la mirada y ahí estaba ella, con sus verdes cristales exultantes me confesó que esa noche esperaba a su novio. Terminado su discurso, apenas hice un leve movimiento con la cabeza en señal de aprobación y volví a mi tejido. Ylge era una tejedora aún más constante que yo. Ella sólo dejaba su labor en ocasiones de suma importancia. Tal como lo hacía nuestra madre.
Al sonar el timbre, Ylge corrió a la entrada e intentó girar el picaporte, pero sus manos transpiraban ansiedad y el trámite se demoró más de la cuenta. Por fin pudo abrir. Por la puerta entró un hombre alto, muy pintón y con una elegante media sonrisa que conjugaba perfectamente con sus ojos color café. Una breve presentación, casi protocolar, y a lo nuestro. Yo a mi lana, y ellos, a la suya.
Al cabo de una hora me dirigí a mi cuarto por más materia prima y al pasar por la pieza de Ylge vi que estaba vacía. Ni mi hermana ni su cortejante se hallaban en ella. No le di importancia a este detalle, tal vez el muchacho se habría marchado por la puerta trasera pero, ¿con qué necesidad haría una cosa así? Lo único que llegué a ver, entre agujas y dedales en la mesa de luz, fue un ovillo de lana que nunca antes había visto. Era una lana de un hermoso verde. “Qué afortunada” me dije. 

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