lunes, 28 de octubre de 2013

Dos miradas

Uno entró al edificio de Constitución con la tranquilidad de los que no tienen que dar explicaciones y con el sobrio humor de los que, si tuvieran que darlas, podrían hacerlo sin demasiados problemas. Cuando llego al aula, miró de reojo a través de la parte vidriada de la puerta –mientras sostenía una campera en su mano derecha- y esperó a que llegara la profesora para entrar al séptimo salón de la facultad. Su aspecto era francamente opuesto al que uno puede esperar de un escritor –o, mejor dicho, al de la imagen estereotípica que un alumno de primer año de la facultad tiene de lo que es “un escritor”. El conjunto de jogging y campera marca Adidas parecía, quizás, más apta para vestir a uno de los personajes de la novela de Cristian Alarcón (Cuando me muera quiero que me toquen cumbia) que al autor de Dos veces junio.
            El otro, apenas una semana atrás, había entrado al mismo edificio de Santiago del Estero y había hecho el mismo –corto- camino que lleva hasta la puerta del aula siete. Sin embargo, seguramente no lo acompañaban las mismas sensaciones que al primero. Cuando se prestó a entrar y a pararse enfrente de los –al menos- cuarenta jóvenes que lo esperaban sentados, su aspecto distaba del que mostraría su colega una semana después. La camisa celeste que había elegido para dar su charla se oscurecía en algunas zonas de la espalda por la transpiración que le provocaban sus nervios. “¿Me preguntarán algo que no pueda responderles? ¿Y si la novela les pareció horrible?”, quizás haya pensado –equivocadamente- el protagonista de aquel día.
            Uno es Martín Kohan; el otro, Ariel Ídez. Uno, con las ideas, pareciera ser, mucho más claras que el otro; con un objetivo claro en lo que respecta a qué se debe decir en una charla literaria. Porque esa fue la sensación que dejó Martín Kohan en aquellos que presenciamos las casi dos horas que duró su exposición. “Lo más importante es el cómo, no el qué…una vez que tienen el cómo de una novela, lo tienen todo”, repetía una y otra vez el petiso escritor de cabello castaño, en lo que parecía ser un manual de instrucciones –emulando a las instrucciones para escribir un cuento que alguna vez desarrolló Julio Cortázar- para futuros escritores. Desde que se plantó frente a todos tuvo muy claro cuál era el mensaje a transmitir, y aprovechó con mucha sutileza cada pregunta para colar alguna de sus máximas a la hora de escribir. “Yo escribo a mano alzada…nada de máquinas de escribir ni de teclados, porque eso me hace perder contacto con lo que escribo”, lanzaba, en lo que sin lugar a dudas era una plantada de bandera ante los –actualmente- métodos más comunes de escritura. Y esa frase quizás sea un fiel reflejo de lo que fue la charla con Kohan desde el principio hasta el final: una conversación de café…solo que con cuarenta personas escuchándolo únicamente a él.
            Idez se había sentado en la silla de Kohan una semana antes. Con su aspecto un tanto desgarbado y su ropa de estudiante de posgrado universitario, este escritor “aireano” entró con el desafío de despejar las muchas dudas que puede dejar –y en efecto había dejado- su novela en cuestión: La última de César Aira. Tanto para él como para su audiencia esta era una experiencia prácticamente nueva, y esto se notó. Para la semana siguiente, cuando apareció Kohan frente a la “Cátedra Cortés”, había un poco más de experiencia de los dos lados: los alumnos ya teníamos en nuestras espaldas la charla con Idez, y Kohan llevaba cómodo su experiencia en estas situaciones. Si bien tardó los primeros quince minutos en acomodarse, Idez entró en ritmo al tiempo que la audiencia lo hacía, respondiendo ávidamente todas las inquietudes que surgían. Para cuando todos habían entrado en ritmo (y esto incluye a quienes escriben esta crónica) el tiempo de las preguntas se había acabado, el reloj marcaba las once, y el aula debía ser desocupada.

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