Uno
entró al edificio de Constitución con la tranquilidad de los que no tienen que
dar explicaciones y con el sobrio humor de los que, si tuvieran que darlas,
podrían hacerlo sin demasiados problemas. Cuando llego al aula, miró de reojo a
través de la parte vidriada de la puerta –mientras sostenía una campera en su
mano derecha- y esperó a que llegara la profesora para entrar al séptimo salón
de la facultad. Su aspecto era francamente opuesto al que uno puede esperar de
un escritor –o, mejor dicho, al de la imagen estereotípica que un alumno de
primer año de la facultad tiene de lo que es “un escritor”. El conjunto de
jogging y campera marca Adidas parecía, quizás, más apta para vestir a uno de
los personajes de la novela de Cristian Alarcón (Cuando me muera quiero que me toquen cumbia) que al autor de Dos veces junio.
El otro, apenas una semana atrás,
había entrado al mismo edificio de Santiago del Estero y había hecho el mismo
–corto- camino que lleva hasta la puerta del aula siete. Sin embargo,
seguramente no lo acompañaban las mismas sensaciones que al primero. Cuando se
prestó a entrar y a pararse enfrente de los –al menos- cuarenta jóvenes que lo
esperaban sentados, su aspecto distaba del que mostraría su colega una semana
después. La camisa celeste que había elegido para dar su charla se oscurecía en
algunas zonas de la espalda por la transpiración que le provocaban sus nervios.
“¿Me preguntarán algo que no pueda responderles? ¿Y si la novela les pareció
horrible?”, quizás haya pensado –equivocadamente- el protagonista de aquel día.
Uno es Martín Kohan; el otro, Ariel
Ídez. Uno, con las ideas, pareciera ser, mucho más claras que el otro; con un
objetivo claro en lo que respecta a qué se debe decir en una charla literaria.
Porque esa fue la sensación que dejó Martín Kohan en aquellos que presenciamos
las casi dos horas que duró su exposición. “Lo más importante es el cómo, no el
qué…una vez que tienen el cómo de una novela, lo tienen todo”, repetía una y
otra vez el petiso escritor de cabello castaño, en lo que parecía ser un manual
de instrucciones –emulando a las instrucciones para escribir un cuento que
alguna vez desarrolló Julio Cortázar- para futuros escritores. Desde que se
plantó frente a todos tuvo muy claro cuál era el mensaje a transmitir, y
aprovechó con mucha sutileza cada pregunta para colar alguna de sus máximas a
la hora de escribir. “Yo escribo a mano alzada…nada de máquinas de escribir ni
de teclados, porque eso me hace perder contacto con lo que escribo”, lanzaba, en
lo que sin lugar a dudas era una plantada de bandera ante los –actualmente-
métodos más comunes de escritura. Y esa frase quizás sea un fiel reflejo de lo
que fue la charla con Kohan desde el principio hasta el final: una conversación
de café…solo que con cuarenta personas escuchándolo únicamente a él.
Idez
se había sentado en la silla de Kohan una semana antes. Con su aspecto un tanto
desgarbado y su ropa de estudiante de posgrado universitario, este escritor
“aireano” entró con el desafío de despejar las muchas dudas que puede dejar –y
en efecto había dejado- su novela en cuestión: La última de César Aira. Tanto para él como para su audiencia esta
era una experiencia prácticamente nueva, y esto se notó. Para la semana
siguiente, cuando apareció Kohan frente a la “Cátedra Cortés”, había un poco
más de experiencia de los dos lados: los alumnos ya teníamos en nuestras
espaldas la charla con Idez, y Kohan llevaba cómodo su experiencia en estas
situaciones. Si bien tardó los primeros quince minutos en acomodarse, Idez
entró en ritmo al tiempo que la audiencia lo hacía, respondiendo ávidamente
todas las inquietudes que surgían. Para cuando todos habían entrado en ritmo (y
esto incluye a quienes escriben esta crónica) el tiempo de las preguntas se
había acabado, el reloj marcaba las once, y el aula debía ser desocupada.
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