miércoles, 20 de noviembre de 2013

Museo Ezeiza 73. Una obra de Pompeyo Audivert

Ezeiza. Los murmullos de los objetos eran cada vez más fuertes: “Ezeiza, Ezeiza”. Los objetos se exhibían como una muestra de arte, como un campo de batalla. Ezeiza. Cuatro personas eran filmadas, un pequeño globo rojo decoraba la imagen.  No callaban. Los disparos sonaban, pero no se oían. La gente corría, pero no se movía. Ezeiza, Ezeiza. Gritos, pánico, muerte, en el sosegado ambiente de una sala. Una bandera decoraba la puerta por donde ingresamos. El cañón, apuntando a la bandera, proyectaba sobre el paño la imagen del globo y los militantes.

            Un megáfono. Se oyó por primera vez una voz clara: “Los objetos están bajo control”. La voz vino de unos hombres parados en el palco que daba de frente a las puertas. Nos hablaron. Nos quisieron convencer. Los escuchamos. Era claro, estábamos en un museo. Consistía en eso, entonces, deambular entre cuerpos sin vida, sin historia, con la memoria fracturada y la sangre diluida.*

Sentado en el escritorio de una sala, en el Teatro Estudio El Cuervo, en la calle Santiago Del Estero, barrio Constitución, Pompeyo Audivert sostiene su cabeza y mira a través de la ventana como sin importarle otra cosa que el hilo narrativo de su discurso. Nos dice: “Se me ocurre armar un museo, en donde se vean los restos de Ezeiza. Situar a los actores entre la base del soporte y el objeto mismo, en ese punto donde se juntan el ayer y el hoy. El objeto como signo del ayer y el soporte como signo del hoy. Ahí metimos los cuerpos de los actores como una forma de restituir la sangre histórica que siempre el museo sustrae. De algún modo el museo, como una maquina fetichista destinada a atenuar y a pervertir la fuerza de la sangre histórica que dice representar, teje una versión del acontecimiento.”.
La sangre chorrea de una naranja; es contenida en un termo; es trasladada por una rueda; es mancha en un delantal.

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 Cuando, en 1924, el Consejo Deliberante de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, cedió los predios para la creación de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), se especificó que si dichos predios eran utilizados con otros fines, deberían volver al poder del gobierno de la ciudad. Durante la última dictadura militar argentina (1976-1983), paralelamente a la escuela, la ESMA funcionó como centro clandestino de detención, tortura y exterminio. 28 años tuvieron que pasar para que, en el 2004, el reclamo histórico de los organismos de Derechos Humanos fuese escuchado, y el predio de Avenida del Libertador 8151 sea conocido como “Espacio Memoria y Derechos Humanos” (ex- ESMA). Hoy en día el predio funciona como espacio cultural y convoca a personas de todas las edades a participar de los eventos, exposiciones y otras actividades que, en su mayoría tienen como eje central, la Memoria. Recordar es aprender.
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            Un tapado rojo. Se acercó con una sonrisa acogedora, cómo si fuésemos sus huéspedes. Nos pidió las entradas, las cortó y siguió bordeando la fila, repitiéndole una y otra vez su pequeño discurso a cada persona. En ese instante lo notamos, el universo cambió de repente. El aire se tornó denso, como si estuviese por suceder una catástrofe. Las miradas taciturnas de nuestros compañeros en la hilera se cruzaron varias veces. El tapado rojo se deja ver por última vez, mientras atraviesa la puerta del lado derecho.
            Lentes de sol. Gritó austero. La fila debía mantenerse derecha, sus conformantes permanecerían pacientes mientras fueran ingresando al museo. No había de qué preocuparse, los objetos estaban bajo control. El hombre con sobretodo marrón y lentes de sol continuó gritando y bordeando la fila, como si siguiese los pasos de la mujer de rojo. Terminó de dar la vuelta y cuando estaba emprendiendo su camino de vuelta al museo se detuvo frente a nosotros. “Hola” dijo, pudimos ver sus ojos tensos durante dos segundos a través del cristal, luego siguió su camino.

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“El cuerpo habla en nombre del objeto, (...) es una especie de convención que queda muy afirmada por el hecho de que el actor esta puesto ahí, que está yaciendo entre el objeto y el soporte, que está en una especie de latencia abajo de una bandera de argentina y a su vez está siendo interrogado por los guardianes del museo, que pasan a funcionar como interrogadores. Interrogan al objeto, no al luchador.”

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            Uno de los trece objetos habla por Carlos Dominguez. Dice que es uno de los caídos en Ezeiza, pero ahora es un termo. Recibe un pequeño papel que desdobla y lee atentamente. “Haremos la revolución socialista, pero la haremos los muchachos peronistas”, decía el diminuto pliego. “Claro, compañero” respondió con una sonrisa dibujada en el semblante que prontamente se apagó. Un rocío helado cayó sobre el predio aledaño al aeropuerto internacional de Ezeiza la mañana del 21 de junio de 1973. La mano del cuidador del museo volvió a presionar el gatillo de su rociador. La cara le llovía, y pequeñas gotas decoraban el termo color celeste. “No pueden llorar por su cuenta, así que tenemos que ayudarlos” nos dijo, amenazante y su mano se cerró por tercera vez. La cara se frunció y el termo se apoyó sobre la mesa.


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            “¿Usted de dónde viene, compañero?” Su mano sostenía un grabador. “De Capital” le contestaron. “Soy estudiante de comunicación”. Los ojos de Sebastián Brunstein brillaban. “¿Vino a ver la llegada del General?”. Pálido rostro, las cintas magnéticas caían hasta la altura de sus rodillas. “No, lo vine a ver a usted, cuénteme por favor ¿de dónde es?” La pluma corría por la hoja mientras él mismo se llevaba el grabador a los labios. Era de Lanús y estudiaba periodismo. Venía de la Unidad Básica de Monte Chingolo con un grupo de maestras.

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“Todo lo que es la sucesión sobre el objeto, es poética del actor, y lo que hace al dueño del objeto, es investigación histórica.”

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Gamulán Blanco. Las voces de todos los objetos presentes comenzaron a entremezclarse. De pronto, desde el fondo del museo, algunos empezaron a corear una canción, pronto los demás fueron abandonando los soportes progresivamente y acompañaron con su voz y su cuerpos el tema “Fuiste mía un verano”. Con los ojos puestos en el contradictorio palco comenzamos a sentir su peso muerto desde atrás. Se subieron al escenario sin dejar de entonar el estribillo de la famosa canción de Leonardo Favio. El sonido del avión alejándose nos devolvió a la realidad. "Otra vez será". Entonces unos hombres comenzaron con su discurso de cierre. Nos agradecieron a los espectadores del museo por la visita y señalaron que del museo se podía salir por dos flancos, por derecha y por izquierda, “y es que siempre hay una salida por izquierda”. Por supuesto emprendimos nuestro camino hacia la puerta de los zurdos, pero al llegar nos quedamos atascados en el aglomerado de gente que, al igual que nosotros, se encontró con una salida bloqueada. Las palabras de los dirigentes del museo se desvanecieron en el aire, todos tuvimos que salir por la derecha. 

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