El encuentro
Es invierno pero la tarde parece verano, un día radiante. El
sol golpea nuestros cuerpos cansados. Dejamos de lado la rutina, el trabajo,
los horarios, las tareas a cumplir, para ir unas horas al pasado, reflexionar
el presente y anhelar un futuro. Un tiempo distinto nos toca vivir, la
democracia nos permite preguntar, nos obliga a recordar, a no olvidar…a decir,
a hablar por los que no callaron. Solo una frase viene nuestra mente: Podrán cortar todas las flores pero no
detendrán la primavera.
14:30 hs, 30º a la sombra. El barrio
Cafferatta descansa tranquilo. Un mundo
aparte dentro de la vorágine de la Ciudad de Buenos Aires. Lindero con el
parque Chacabuco, atravesado por calles circulares. Lugar que reposa y oculta
historias de gran intensidad. Llegamos.
Un colegio, el Alberto Zinny.
Nosotros, en frente esperando que Enriqueta responda al timbre. Chalet de dos
plantas, techo de tejas, una pequeña puertita sin rejas. Mientras tanto
cruzando la vereda los niños juegan, corretean por el patio de la
escuela, parecen volar con la misma libertad de las gaviotas durante el
amanecer de alguna playa del sur. A las aves de esta casa, sin embargo, les han
cortado las alas.
Enriqueta se asoma por el balcón de
la planta alta: ¡Ya bajo! Con mucha
amabilidad nos hace pasar. Cierra la puerta con llave e instantáneamente dice: Por esa mirilla me asomé y vi a los milicos.
La verdad
5 de Abril de 1977 aproximadamente a las 5 de la mañana. Un golpe, dos
golpes, tres golpes. Fuertes golpes en la puerta. Fuertes. Fuertes.
¡Si no abrís, la echamos abajo! Su
casa. Siendo invadida. Siempre, la impresión que tengo,
esto lo repito siempre, una persona enorme con un arma enorme. Abro la puerta,
me dicen que son del Ejército Argentino, están con camperas, era abril, pelo
largo, bigotes y que vienen a buscar a un montonero, entonces, directamente sin
que yo diga nada suben, recuerda Enriqueta.
Silencio
y pasos. Oscuridad, estrellas. Caos y organización a la vez. Pasos que suben la escalera. Uno , dos,
tres, uno, dos, tres. El corazón de una madre que palpita. El alma de dos jóvenes
que soñaban, que creían.
Algunos
arriba, otros metieron un Falcon verde de culata en el guardacoches.
Los
padres, veintiún años cuidando a un niño, su niño, alimentando sus ganas de
ayudar, de no ser indiferente ante las injusticias sociales, católicos,
rezando, pidiendo que nada malo suceda en esa habitación en donde los
encerraron con su pequeña nieta, de once meses que duerme tranquila, sin percatarse, sin poder
decir adiós.
La
última vez que Enriqueta escuchó la voz de su hijo pudo oír que decía: Yo no tengo armas, ésta es la casa de mis
padres.
Militante,
Católico, Solidario
Era
callado, un poco tímido, pero se le pasaba cuando jugaba al futbol o gritaba
los goles de Racing con el padre, cuenta Estela, su hermana mayor. El hijo
desaparecido de Enriqueta Maroni fue un joven que nació y creció en una familia
de clase media, católica de Buenos
Aires. Cuando llegó al centro de detención al que se lo llevaron el 5 de abril a
él y a su mujer le dieron un número y una letra. Pero es un
detenido-desaparecido llamado Juan Patricio. Un sueño, un ideal, una vida, una
acción, una lucha. Una persona con historia que habla en la voz de todo aquel
que lo recuerde.
De niño en la
casa era un poco travieso, le gustaba molestar a su hermana mayor y hacerla
enojar. Uno de sus pasatiempos favoritos era la lectura. Se devoraba
las historias de aventuras, entre sus preferidos se encontraban los libros de
Julio Verne y Emilio Salgari. Fue un excelente alumno y buen compañero. Estudió
la primaria en la escuela San Francisco
de Sales y la secundaria en el Colegio de los Hermanos Lasalle. Siempre fue
instruido en la fe, en el amor al prójimo y la solidaridad desde el seno
familiar. Escribió diferentes cartas a lo largo de su vida, en ellas menciona
que para él la única forma de ser cris tiano
era estar con los más necesitados, criticaba las políticas del gobierno
de Isabel Martínez de Perón y hablaba de Independencia económica.
Pero no fue sólo un hombre de
palabras, predicó con el ejemplo como Jesús enseñó. Comenzó su militancia
social en los Movimientos de Reflexión Cristiana, allí dio inicio a su lucha
por un mundo más justo e igualitario. Ese lugar no sólo le dio ganas de seguir
luchando sino también una esposa.
Juan vivía en la casa sus padres con
su familia, cursaba la carrera de sociología en la Universidad de Buenos Aires,
trabajaba en Aerolíneas Argentinas y militaba en Montoneros. Con una voz compungida pero orgullosa Enriqueta nos
cuenta una conversación que tuvo con su hijo un tiempo antes del trágico
desenlace.
—
Pero Juan, vos tenés una nena chiquita, ¿no te das
cuenta cómo te exponés y exponés a tu hija?
—
No mamá, yo justamente porque quiero que todos los
demás chicos tengan los mismo que tiene mi hija, es por eso que estoy militando.
Sin su padre se quedó María Paula, la bebé que aquel
trágico día aprendió a no olvidar. Hoy es una mujer que se encuentra en la agrupación Hijos
por la Identidad y la Justicia, en contra del Olvido y el Silencio. Menciona en
una entrevista que empezó a militar desde los dieciocho años, pero que siente
que tantos años de lucha han valido la pena, que puede alzar la mirada y decirles
a sus hijos, los nietos de Juan Patricio, que han logrado mucho de lo que se propusieron.
No sólo su padre sino también sus tíos serían un motor muy fuerte por el cuál
hoy orgullosa sigue sus pasos.
M-46
Enriqueta
recuerda. Ella, su marido, su nieta en un cuarto. Tenían a su merced a Juan Patricio
y su esposa. Llegó el hermano de Enriqueta, quién pasaba frecuentemente a
saludar. Venía con su auto. Lo dejaron estacionar. Afuera había camiones del
ejército por todos lados. Abrió la puerta y entró a la casa. Se había sumado al
momento de terror. Lo encapucharon, le pusieron un revolver en la cabeza, lo
encerraron en un dormitorio. Cuando por
fin los hombres encargados de “defender a la patria” deciden irse, le ordenan a
este último integrante de la familia que llegó a la casa que cuente hasta un
número, diez, veinte, treinta, así hubiera sido uno, hubiera sido eterno, y que
les abra la puerta a los que aún se encontraba encerrados.
La casa era un desastre. Los cajones de los muebles dados
vueltas en el piso, la ropa tirada, los objetos de valor que faltaban. Ladrones. Juan Patricio y su mujer
habían desaparecido. María Rosa
Giganti también fue secuestrada esa noche junto con su marido pero liberada dos
días más tarde. Apareció disfrazada a horas de la madrugada. En su
testimonio en uno de los juicios ella declaró: Yo era una persona mutilada (…) Me habían liberado, pero estaba
desaparecida de mí misma.
Fueron horas de incansable dolor.
Los vendaron, los encapucharon, los llevaron a ella y al amor de su vida al
centro clandestino El Atlético. Allí sucedieron cosas, esas que han pasado
comúnmente en la historia, que se repiten generación tras generación en
diferentes lugares del planeta por diversos motivos. Esas que nadie comprende
pero todos comprenden. Esas que no hay que olvidar y atreverse a escuchar.
Porque cada golpe, cada picana, cada disparo dejaron una herida en el alma de
la historia argentina. Una herida que se
hizo huella. Una huella que se vuelve memoria. Una memoria que sana pero
no repara, sin embargo impide que nos vuelvan a dañar. María tuvo suerte. A
ella la desnudaron y la ataron a una camilla de pies y manos, no la llegaron a
torturar, pero le dan un número y una letra M-46.
Cuando la llaman por su nuevo nombre ella no reacciona, la golpean, le dan la
ropa y la tiran a la calle.
María
tuvo suerte. Sin
embargo, el dolor puede ser aún más fuerte.
El segundo pedazo de corazón arrancado
A
Enriqueta, esa misma noche no sólo le secuestran de su propia casa a su hijo y a su nuera- la que
por suerte luego reaparece-; sino también, a una de sus hijas con su yerno que
vivían en otro lugar. Al
parecer se había organizado un operativo para irrumpir en ambas casas al mismo
tiempo. La Madre nos dice: Yo sabía que
mi hija también militaba.
Esa fue la razón
por la que aquel horrible día en medio del desastre, una vez que ella logra
salir de la habitación donde la habían encerrado, lo primero que hizo fue
pedirle a su hermano que vaya a lo de María Beatriz, su hija y la ponga al tanto de lo sucedido. Necesitaba
advertirle que algo andaba muy mal. Pero cuando el hermano de Enriqueta llegó,
ya era tarde, el escenario era el mismo que el de la casa del barrio Cafferatta
y solo había quedado la perra ladrando en la puerta. Se habían
llevado a su hija y a su yerno, Carlos
Rincón. A diferencia de su nuera, tanto ellos dos como su hijo Patricio nunca
aparecieron.
En una declaración
la hermana mayor, unos años posteriores a la desaparición de sus hermanos
mencionaba: Bety desde muy temprano
mostró un compromiso con los demás; primero con la familia. Cuenta que
les hacía tortas y scons a sus sobrinos y pintaba cuadros para adornar el comedor
diario de su familia. Pero también recuerda el compromiso de María Beatriz con
quienes no tenían salud, casa, comida o educación. No fue casual que eligiera
licenciarse en trabajo social en la Universidad de Buenos Aires.
Esta joven que al momento de desaparecer solo
tenía veintitrés años trabajaba en el hospital Finochietto de Avellaneda y en
un salita de Mataderos, en Ciudad oculta. En ese momento ya estaba recibida,
casada con el hombre que la acompañaría en su destino. Pero desde muy temprano ya
había comenzado a ayudar a su madre en trabajos sociales que realizaba en la
Villa del Bajo Flores en la cual se encontraba el padre Vernazza. Allí inauguraron
una guardería para las mujeres del barrio, lugar al que Bety iba a colaborar. Una
anécdota que nos cuentan, la perseverancia en lo que creía correcto Un día, en el hospital faltó una válvula
para una chiquita que debía ser operada del corazón. Bety toco todas las
puertas hasta que pudo dar con ella. Su militancia en Montoneros es otro
ejemplo de compromiso con un modelo de
país diferente. Un país libre justo y soberano.
Con esas imágenes
que inundan sus mentes es como su familia los mantienen con vida a ella y a su
hermano, es el fiel homenaje a su lucha incansable, por la que dieron su vida.
Tal vez sin saberlo, tal vez con la esperanza de revivir en un mañana mejor.
“Son humanos” dirá
la madre acerca de sus hijos, humanos que tenían solidaridad, compromiso y una
entrega. Uno
de nosotros pregunta ¿Usted encuentra alguna diferencia entre los jóvenes
de antes y los de ahora? porque por lo que nos dice en ese momento eran mucho más
maduros siendo tan jóvenes. Enriqueta nos contesta: Era una época tan distinta (…) Ellos tenían un proyecto personal, que era único en ellos y un
proyecto también colectivo dentro de la militancia.
Beatriz tiene una hermana melliza, Margarita, a quién le
han quitado la mitad del cuerpo, la mitad del corazón, la mitad del alma. No se
puede más que comprender en silencio el dolor y la pena. Se moría en vida,
embaraza de su primera hija, tenía que unir la pérdida con la llegada. Margarita
se moría y engendraba vida y así siguió viviendo.
La madre erguida
Enriqueta Maroni, Madre de Plaza de Mayo. Mujer valiente
que tiene cuatro hijos. Dos de ellos detenidos-desaparecidos. Dos personas que
no están porque “algo habían hecho”. Querían un mundo más justo e igualitario,
pensaban diferente a lo establecido, militaban en Montoneros y ayudaban a los
más necesitados. Su compromiso siempre fue el otro. Pero no aprendieron esos ideales en algún
otro lugar. En su casa, la solidaridad la absorbieron con el ejemplo. Una
familia de carácter social. Enriqueta es docente, dejó de enseñar en escuelas
primarias para dedicarse a la alfabetización en villas y la ayuda comunitaria.
Sus hijos Bety y Juan la acompañaban en esos compromisos con la sociedad. Luego
ella necesitó de la ayuda de ellos, para que le den fuerza para seguir pidiendo
justicia. En su casa hay muchas fotos de sus hijos. Ella los quiere vivos y
sonrientes. Nadie sabe qué les paso luego de esa noche trágica. Sólo sabe que
su hijo estuvo en el Atlético. “Nadie nos
va a devolver a nuestros hijos desaparecidos. La única manera de seguir vivas
es mostrar qué fue lo que pasó, recordarlo. Hay que luchar por la justicia y
creer que un cambio es posible”
A los pies
del sillón, mocasines de cuero negro impecable, se
cruzan, se descruzan, golpean en la cerámica ocre, beige, se impacientan. Pero
ella es paciente, demasiado. Esos movimientos no son el retrato fiel de lo que
es su vida.
Su voz sí.
Las manos manchadas de viejitas, arrugadas. El
rostro también. Detrás de los anteojos, ojos que ven, que miran, que saben. Una
frente alta, tan alta como ancha. Como boca
una línea delgada, que se mueve poco pero modula a la perfección. De ella
nacen palabras que son dichas hace mucho, que se repiten hasta el cansancio día
tras día y sin embargo no se cansan de existir. Tiene problemas en
las piernas. Su espalda es curva, tuvo
que ser fuerte, soportar una carga pesada. Antes llegaba a ver
por la mirilla, ahora no. Antes en el año 1977, llegaba a ver. Su voz refleja,
se quiebra, se arma, se parte, se arma nuevamente, tiembla. Su voz es su arma, el arma de Enriqueta Maroni, que
acompañada de un estandarte blanco emprendió hace años esta cruzada por la justicia
que evita que avancen los peores enemigos de una causa justa: la indiferencia,
el olvido y el silencio.
¿Dónde están aquellas flores que alegraban el
jardín? Las fue buscando con su cuerpo erguido hasta que las vértebras se
doblaron y aun así las siguió buscando. Preguntaba pero nadie le daba
respuestas. En ese momento, las sombras se encuentran y deciden unirse para ser
cuerpo. Ella comparte el dolor con otras madres que también buscan. ¿Cómo te llamas? A vos te pasa lo mismo que
a mí. Solo eso importaba. Se organizaron y fueron ellas y sus hijos. Las
primeras catorce se reúnen un sábado con las palomas. Pero necesitaban que
alguien más las oiga, que el mundo las oiga, que ellos las oigan gritar. ¿Dónde
están?
Entonces un jueves empezaron a girar. Paso a paso en
la Plaza donde otras veces se pidió por libertad. A partir de ese momento
Enriqueta tuvo una nueva vida, un nuevo comenzar. Ya no fue más solamente su
nombre, ahora es una Madre de Plaza de Mayo, una defensora de los derechos
humanos, la memoria viva de sus hijos, sus ideales y su terrible destino. Llegó
a ver la condena de los culpables, los que manejaron el Atlético y aun así
sigue luchando. Nada va a reparar su dolor pero seguir firme en sus
convicciones la mantuvo siempre en pie.Nuestro amor por nuestros hijos
e hijas nos
hacía desafiar todo su aparato represivo.
La partida peregrina
Se apaga el grabador. Comenzamos el ritual de
las cordiales despedidas. Nosotros habíamos ido sin saber una parte de una
historia y nos estamos yendo con la crónica en mente. Tenemos una voz, una
verdad que merece ser contada, la verdad de Enriqueta, la verdad de las Madres,
la verdad del dolor, la desesperación y el recuerdo. El recuerdo de quienes
fueron sus hijos, quienes fueron Juan Patricio, María Beatríz y por qué
murieron hermanados con otras 30.000 historias argentinas. Una última
pregunta…¿Murieron?.
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