miércoles, 20 de noviembre de 2013

Siempre aparecen cuando alzo mi voz


 El encuentro
Es invierno pero la tarde parece verano, un día radiante. El sol golpea nuestros cuerpos cansados. Dejamos de lado la rutina, el trabajo, los horarios, las tareas a cumplir, para ir unas horas al pasado, reflexionar el presente y anhelar un futuro. Un tiempo distinto nos toca vivir, la democracia nos permite preguntar, nos obliga a recordar, a no olvidar…a decir, a hablar por los que no callaron. Solo una frase viene nuestra mente: Podrán cortar todas las flores pero no detendrán la primavera.
            14:30 hs, 30º a la sombra. El barrio Cafferatta  descansa tranquilo. Un mundo aparte dentro de la vorágine de la Ciudad de Buenos Aires. Lindero con el parque Chacabuco, atravesado por calles circulares. Lugar que reposa y oculta historias de gran intensidad. Llegamos.
            Un colegio, el Alberto Zinny. Nosotros, en frente esperando que Enriqueta responda al timbre. Chalet de dos plantas, techo de tejas, una pequeña puertita sin rejas. Mientras tanto cruzando la vereda los niños juegan, corretean por el patio de la escuela, parecen volar con la misma libertad de las gaviotas durante el amanecer de alguna playa del sur. A las aves de esta casa, sin embargo, les han cortado las alas.
            Enriqueta se asoma por el balcón de la planta alta: ¡Ya bajo! Con mucha amabilidad nos hace pasar. Cierra la puerta con llave e instantáneamente dice: Por esa mirilla me asomé y vi a los milicos.

La verdad
5 de Abril de 1977 aproximadamente a las 5 de la mañana. Un golpe, dos golpes, tres golpes. Fuertes golpes en la puerta. Fuertes. Fuertes. ¡Si no abrís, la echamos abajo! Su casa. Siendo invadida. Siempre, la impresión que tengo, esto lo repito siempre, una persona enorme con un arma enorme. Abro la puerta, me dicen que son del Ejército Argentino, están con camperas, era abril, pelo largo, bigotes y que vienen a buscar a un montonero, entonces, directamente sin que yo diga nada suben, recuerda Enriqueta.
Silencio y pasos. Oscuridad, estrellas. Caos y organización a la vez. Pasos que suben la escalera. Uno, dos, tres, uno, dos, tres. El corazón de una madre que palpita. El alma de dos jóvenes que soñaban, que creían.
Algunos arriba, otros metieron un Falcon verde de culata en el guardacoches.
Los padres, veintiún años cuidando a un niño, su niño, alimentando sus ganas de ayudar, de no ser indiferente ante las injusticias sociales, católicos, rezando, pidiendo que nada malo suceda en esa habitación en donde los encerraron con su pequeña nieta, de once meses que  duerme tranquila, sin percatarse, sin poder decir adiós.
La última vez que Enriqueta escuchó la voz de su hijo pudo oír que decía: Yo no tengo armas, ésta es la casa de mis padres.

Militante, Católico, Solidario
Era callado, un poco tímido, pero se le pasaba cuando jugaba al futbol o gritaba los goles de Racing con el padre, cuenta Estela, su hermana mayor. El hijo desaparecido de Enriqueta Maroni fue un joven que nació y creció en una familia de clase  media, católica de Buenos Aires. Cuando llegó al centro de detención al que se lo llevaron el 5 de abril a él y a su mujer le dieron un número y una letra. Pero es un detenido-desaparecido llamado Juan Patricio. Un sueño, un ideal, una vida, una acción, una lucha. Una persona con historia que habla en la voz de todo aquel que lo recuerde.
            De niño en la casa era un poco travieso, le gustaba molestar a su hermana mayor y hacerla enojar. Uno de sus pasatiempos favoritos era la lectura. Se devoraba las historias de aventuras, entre sus preferidos se encontraban los libros de Julio Verne y Emilio Salgari. Fue un excelente alumno y buen compañero. Estudió la primaria en la escuela San Francisco de Sales y la secundaria en el Colegio de los Hermanos Lasalle. Siempre fue instruido en la fe, en el amor al prójimo y la solidaridad desde el seno familiar. Escribió diferentes cartas a lo largo de su vida, en ellas menciona que para él la única forma de ser cristiano era estar con los más necesitados, criticaba las políticas del gobierno de Isabel Martínez de Perón y hablaba de Independencia económica.
            Pero no fue sólo un hombre de palabras, predicó con el ejemplo como Jesús enseñó. Comenzó su militancia social en los Movimientos de Reflexión Cristiana, allí dio inicio a su lucha por un mundo más justo e igualitario. Ese lugar no sólo le dio ganas de seguir luchando sino también una esposa.
            Juan vivía en la casa sus padres con su familia, cursaba la carrera de sociología en la Universidad de Buenos Aires, trabajaba en Aerolíneas Argentinas y militaba en Montoneros. Con una voz compungida pero orgullosa Enriqueta nos cuenta una conversación que tuvo con su hijo un tiempo antes del trágico desenlace.

    Pero Juan, vos tenés una nena chiquita, ¿no te das cuenta cómo te exponés y exponés a tu hija?
    No mamá, yo justamente porque quiero que todos los demás chicos tengan los mismo que tiene mi hija, es por eso que estoy militando.

Sin su padre se quedó María Paula, la bebé que aquel trágico día aprendió a no olvidar. Hoy es una mujer que se encuentra en la agrupación Hijos por la Identidad y la Justicia, en contra del Olvido y el Silencio. Menciona en una entrevista que empezó a militar desde los dieciocho años, pero que siente que tantos años de lucha han valido la pena, que puede alzar la mirada y decirles a sus hijos, los nietos de Juan Patricio, que han logrado mucho de lo que se propusieron. No sólo su padre sino también sus tíos serían un motor muy fuerte por el cuál hoy orgullosa sigue sus pasos.

M-46
Enriqueta recuerda. Ella, su marido, su nieta en un cuarto. Tenían a su merced a Juan Patricio y su esposa. Llegó el hermano de Enriqueta, quién pasaba frecuentemente a saludar. Venía con su auto. Lo dejaron estacionar. Afuera había camiones del ejército por todos lados. Abrió la puerta y entró a la casa. Se había sumado al momento de terror. Lo encapucharon, le pusieron un revolver en la cabeza, lo encerraron en un dormitorio.  Cuando por fin los hombres encargados de “defender a la patria” deciden irse, le ordenan a este último integrante de la familia que llegó a la casa que cuente hasta un número, diez, veinte, treinta, así hubiera sido uno, hubiera sido eterno, y que les abra la puerta a los que aún se encontraba encerrados.
            La casa era un desastre. Los cajones de los muebles dados vueltas en el piso, la ropa tirada, los objetos de valor que faltaban. Ladrones. Juan Patricio y su mujer habían desaparecido. María Rosa Giganti también fue secuestrada esa noche junto con su marido pero liberada dos días más tarde. Apareció disfrazada a horas de la madrugada. En su testimonio en uno de los juicios ella declaró: Yo era una persona mutilada (…) Me habían liberado, pero estaba desaparecida de mí misma.
            Fueron horas de incansable dolor. Los vendaron, los encapucharon, los llevaron a ella y al amor de su vida al centro clandestino El Atlético. Allí sucedieron cosas, esas que han pasado comúnmente en la historia, que se repiten generación tras generación en diferentes lugares del planeta por diversos motivos. Esas que nadie comprende pero todos comprenden. Esas que no hay que olvidar y atreverse a escuchar. Porque cada golpe, cada picana, cada disparo dejaron una herida en el alma de la historia argentina. Una herida que se  hizo huella. Una huella que se vuelve memoria. Una memoria que sana pero no repara, sin embargo impide que nos vuelvan a dañar. María tuvo suerte. A ella la desnudaron y la ataron a una camilla de pies y manos, no la llegaron a torturar, pero le dan un número y una letra M-46. Cuando la llaman por su nuevo nombre ella no reacciona, la golpean, le dan la ropa y la tiran a la calle.
María tuvo  suerte. Sin embargo, el dolor puede ser aún más fuerte.


El segundo pedazo de corazón arrancado
 A Enriqueta, esa misma noche no sólo le secuestran de su  propia casa a su hijo y a su nuera- la que por suerte luego reaparece-; sino también, a una de sus hijas con su yerno que vivían en otro lugar. Al parecer se había organizado un operativo para irrumpir en ambas casas al mismo tiempo. La Madre nos dice: Yo sabía que mi hija también militaba.
Esa fue la razón por la que aquel horrible día en medio del desastre, una vez que ella logra salir de la habitación donde la habían encerrado, lo primero que hizo fue pedirle a su hermano que vaya a lo de María Beatriz, su hija  y la ponga al tanto de lo sucedido. Necesitaba advertirle que algo andaba muy mal. Pero cuando el hermano de Enriqueta llegó, ya era tarde, el escenario era el mismo que el de la casa del barrio Cafferatta y solo había quedado la perra ladrando en la puerta. Se habían llevado a su hija y a su yerno, Carlos Rincón. A diferencia de su nuera, tanto ellos dos como su hijo Patricio nunca aparecieron.
En una declaración la hermana mayor, unos años posteriores a la desaparición de sus hermanos mencionaba: Bety desde muy temprano mostró un compromiso con los demás; primero con la familia. Cuenta que les hacía tortas y scons a sus sobrinos  y pintaba cuadros para adornar el comedor diario de su familia. Pero también recuerda el compromiso de María Beatriz con quienes no tenían salud, casa, comida o educación. No fue casual que eligiera licenciarse en trabajo social en la Universidad de Buenos Aires.
 Esta joven que al momento de desaparecer solo tenía veintitrés años trabajaba en el hospital Finochietto de Avellaneda y en un salita de Mataderos, en Ciudad oculta. En ese momento ya estaba recibida, casada con el hombre que la acompañaría en su destino. Pero desde muy temprano ya había comenzado a ayudar a su madre en trabajos sociales que realizaba en la Villa del Bajo Flores en la cual se encontraba el padre Vernazza. Allí inauguraron una guardería para las mujeres del barrio, lugar al que Bety iba a colaborar. Una anécdota que nos cuentan, la perseverancia en lo que creía correcto Un día, en el hospital faltó una válvula para una chiquita que debía ser operada del corazón. Bety toco todas las puertas hasta que pudo dar con ella. Su militancia en Montoneros es otro ejemplo de compromiso con un modelo  de país diferente. Un país libre justo y soberano.
Con esas imágenes que inundan sus mentes es como su familia los mantienen con vida a ella y a su hermano, es el fiel homenaje a su lucha incansable, por la que dieron su vida. Tal vez sin saberlo, tal vez con la esperanza de revivir en un mañana mejor. “Son humanos” dirá la madre acerca de sus hijos, humanos que tenían solidaridad, compromiso y una entrega. Uno de nosotros pregunta ¿Usted encuentra alguna diferencia entre los jóvenes de antes y los de ahora? porque por lo que nos dice en ese momento eran mucho más maduros siendo tan jóvenes. Enriqueta nos contesta: Era una época tan distinta (…) Ellos tenían un proyecto personal, que era único en ellos y un proyecto también colectivo dentro de la militancia.
Beatriz tiene una hermana melliza, Margarita, a quién le han quitado la mitad del cuerpo, la mitad del corazón, la mitad del alma. No se puede más que comprender en silencio el dolor y la pena. Se moría en vida, embaraza de su primera hija, tenía que unir la pérdida con la llegada. Margarita se moría y engendraba vida y así siguió viviendo.

La madre erguida
 Enriqueta Maroni, Madre de Plaza de Mayo. Mujer valiente que tiene cuatro hijos. Dos de ellos detenidos-desaparecidos. Dos personas que no están porque “algo habían hecho”. Querían un mundo más justo e igualitario, pensaban diferente a lo establecido, militaban en Montoneros y ayudaban a los más necesitados. Su compromiso siempre fue el otro.  Pero no aprendieron esos ideales en algún otro lugar. En su casa, la solidaridad la absorbieron con el ejemplo. Una familia de carácter social. Enriqueta es docente, dejó de enseñar en escuelas primarias para dedicarse a la alfabetización en villas y la ayuda comunitaria. Sus hijos Bety y Juan la acompañaban en esos compromisos con la sociedad. Luego ella necesitó de la ayuda de ellos, para que le den fuerza para seguir pidiendo justicia. En su casa hay muchas fotos de sus hijos. Ella los quiere vivos y sonrientes. Nadie sabe qué les paso luego de esa noche trágica. Sólo sabe que su hijo estuvo en el Atlético. “Nadie nos va a devolver a nuestros hijos desaparecidos. La única manera de seguir vivas es mostrar qué fue lo que pasó, recordarlo. Hay que luchar por la justicia y creer que un cambio es posible”
A  los pies del sillón, mocasines de cuero negro impecable, se cruzan, se descruzan, golpean en la cerámica ocre, beige, se impacientan. Pero ella es paciente, demasiado. Esos movimientos no son el retrato fiel de lo que es su vida.
Su voz sí.
Las manos manchadas de viejitas, arrugadas. El rostro también. Detrás de los anteojos, ojos que ven, que miran, que saben. Una frente alta, tan alta como ancha. Como boca una línea delgada, que se mueve poco pero modula a la perfección. De ella nacen palabras que son dichas hace mucho, que se repiten hasta el cansancio día tras día y sin embargo no se cansan de existir. Tiene problemas en las piernas. Su espalda es curva, tuvo que ser fuerte, soportar una carga pesada. Antes llegaba a ver por la mirilla, ahora no. Antes en el año 1977, llegaba a ver. Su voz refleja, se quiebra, se arma, se parte, se arma nuevamente, tiembla. Su voz es su arma, el arma de Enriqueta Maroni, que acompañada de un estandarte blanco emprendió hace años esta cruzada por la justicia que evita que avancen los peores enemigos de una causa justa: la indiferencia, el olvido y el silencio.
¿Dónde están aquellas flores que alegraban el jardín? Las fue buscando con su cuerpo erguido hasta que las vértebras se doblaron y aun así las siguió buscando. Preguntaba pero nadie le daba respuestas. En ese momento, las sombras se encuentran y deciden unirse para ser cuerpo. Ella comparte el dolor con otras madres que también buscan. ¿Cómo te llamas? A vos te pasa lo mismo que a mí. Solo eso importaba. Se organizaron y fueron ellas y sus hijos. Las primeras catorce se reúnen un sábado con las palomas. Pero necesitaban que alguien más las oiga, que el mundo las oiga, que ellos las oigan gritar. ¿Dónde están?
Entonces un jueves empezaron a girar. Paso a paso en la Plaza donde otras veces se pidió por libertad. A partir de ese momento Enriqueta tuvo una nueva vida, un nuevo comenzar. Ya no fue más solamente su nombre, ahora es una Madre de Plaza de Mayo, una defensora de los derechos humanos, la memoria viva de sus hijos, sus ideales y su terrible destino. Llegó a ver la condena de los culpables, los que manejaron el Atlético y aun así sigue luchando. Nada va a reparar su dolor pero seguir firme en sus convicciones la mantuvo siempre en pie.Nuestro amor por nuestros hijos e hijas nos hacía desafiar todo su aparato represivo.

La partida peregrina  
Se apaga el grabador. Comenzamos el ritual de las cordiales despedidas. Nosotros habíamos ido sin saber una parte de una historia y nos estamos yendo con la crónica en mente. Tenemos una voz, una verdad que merece ser contada, la verdad de Enriqueta, la verdad de las Madres, la verdad del dolor, la desesperación y el recuerdo. El recuerdo de quienes fueron sus hijos, quienes fueron Juan Patricio, María Beatríz y por qué murieron hermanados con otras 30.000 historias argentinas. Una última pregunta…¿Murieron?.   


No hay comentarios:

Publicar un comentario