domingo, 16 de diciembre de 2012

Reflexión: la página en blanco


“Una nueva página en blanco es un desafío, pero ya no estoy tan desprotegida/o e insegura como cuando abrí la puerta del aula y me encontré con un grupo de desconocidos, unidos a mí por las ganas de aprender a escribir, algunos, otros por la obligación de cursar una materia más. No sabía que trabajando a la par con ellos iba a recuperar el placer de escribir.”

La página en blanco siempre es un desafío, un obstáculo que intento ignorar. Noté que suelo evitarla dado que no escribo sin una motivación que me permita cubrir ese vacío lleno de posibilidades. Porque, en definitiva, esa hoja, mientras continúe blanca, puede convertirse en cualquier cosa.
En lo personal siempre necesito pensar o sentir algo, necesito tener un norte lo más claro posible que me permita empezar a escribir, pero no de cualquier forma. Primero anoto fragmentos con los que construiré una columna vertebral para mi texto, no importa cuán larga sea, pero sí, me es de vital importancia, que cuente con un inicio y un final; o por lo menos con un bosquejo de alguno de ellos, en cuyo caso, tendré que trabajar hasta donde pueda, prescindiendo de la pieza faltante. Luego escribo un borrador rápido, lo cual trae sus consecuencias: errores de tipeo, palabras inventadas y descripciones de sensaciones que quiero reflejar pero que, en la velocidad, no me preocupo por su correcta expresión. Generalmente durante esta etapa, cuando alcanzo una velocidad constante de tipeo, no me detengo por nada; intento no distraerme aunque me llene de culpa saber que hay otra cosa que podría, o incluso debería, estar haciendo. Y esto es porque soy consciente de que si no escribo todo lo que se me cruce por la cabeza, no voy a poder volver a escribirlo tal como lo siento en ese instante; quizá no pueda volver a encontrar el orden dentro de una oración, o simplemente una palabra que, a mi parecer, puede hacer la diferencia en cuanto a lo que se pretende transmitir. Una vez obtenido el borrador, desarrollo el escrito intentando aplicar algún conocimiento teórico y prestando especial atención a las reglas que rompí durante la realización del mismo (reglas ortográficas, tiempos verbales, etc.) Terminado este proceso, obtengo una primera versión de mi trabajo mínimamente presentable. Lo que sea que haya escrito debe reflejar en algún punto mis intenciones primeras, y aclaro “en algún punto” porque la mayoría de las veces, durante el desarrollo, puedo llegar a suprimir ideas enteras, o a ampliar otras que eran sólo una oración, las cuales inesperadamente terminan convirtiéndose en uno o más párrafos. Realizado todo esto ya debería tener un escrito listo para pasar por la última y más larga etapa, el reposo; que es tal sólo para el texto, porque en lo que a mí trabajo concierne, es la fase que más concentración me demanda. Tengo que leer y releer para, por ejemplo, detectar redundancias, suprimir oraciones o convertir un párrafo en dos, porque contiene temáticas muy diferentes.
Desde luego no siempre me maneje en estos términos. Siento que he aprendido a tener en cuenta cosas, que antes ignoraba, y a distinguir otras, que antes realizaba mecánicamente. Pese a mi intento de leer la mayoría de los libros que me parezcan interesantes creo, que de no haber cursado este cuatrimestre, hubiera tardado más tiempo en notar por mi cuenta muchas de las cosas que he aprendido. Sobre todo en lo que respecta a lo vinculado con escribir para los demás, para ser leído. Antes del primer cuatrimestre establecía con la escritura una relación, casi, exclusivamente psicológica, de descarga. Mis primeros textos, aunque nunca explicite mi vinculación con ellos, debo reconocer que eran extremadamente personales. Desde luego, teniendo esto en cuenta, el contacto con los textos de los compañeros de cátedra, actuales y pasados, no me resultó sencillo. Es decir, uno sabe que no es el único que escribe, pero encontrarse (tener que obligatoriamente encontrarse) de frente con otros textos tan buenos es una experiencia muy especial. Algunos trabajos del blog de la cátedra ponen la vara a una altura considerable. Resulta difícil, antes y después de la cursada, no recoger los guantes de la desprotección y la inseguridad frente a esos trabajos. De hecho, aún ahora, creo que esos guantes me quedan bien. Debe ser porque, pese a contar con una mayor cantidad de recursos para escribir, siento una cuota de responsabilidad, de la que tengo que hacerme cargo y antes ignoraba. Pero no siempre es invierno para andar usando guantes, en verano también puede hacer frío, y parte del aprendizaje es volver al mismo punto de partida, sentarse nuevamente frente a esa hoja en blanco desde una nueva perspectiva, en el mejor de los casos, desde una instancia superadora.
La inseguridad es pasajera, y en mi caso, la asocio principalmente al momento de la búsqueda de esas ideas que algunos llaman inspiración; porque, superada esa etapa, el resto del proceso de escritura me resulta placentero. No suelo presionarme para escribir, pero cuando existen fechas de entrega, el tiempo pasa y todavía no pensé en algo que me provoque empezar, puedo llegar a ponerme realmente nervioso e indeciso.
En conclusión, sé que si no me quito los guantes de la inseguridad no puedo hacer libremente con las manos, las cosas pareciesen resbalarse fácilmente de mis dedos hasta el suelo. Sin embargo, inevitablemente en algún momento, la inseguridad vuelve a ser un par guantes en el suelo. Mi problema es que esas prendas se aprovechan de mis distracciones para escabullirse y volver a posarse sobre mí, dejándome sin aliento ni la posibilidad de preguntarme: ¿Cuándo fue que se me volvieron a trepar?
En esos momentos de nerviosismo, es cuando debo devolverlos al suelo sacudiendo mis manos para poder buscar ideas, conseguir pensar en algo que no sean guantes, y así empezar un nuevo texto. Aunque sería un hipócrita si dijera que siempre consigo librarme de esa inseguridad. En ciertas ocasiones efectivamente consigo superar esa sensación, pero también puedo mandar a “reposar” un texto a un rincón húmedo hasta nuevo aviso, escribir hojas enteras sin darme cuenta, o dedicarme a ver pasar el tiempo, deseando que la búsqueda de ideas no se prolongue demasiado. Porque las horas no esperan por nadie, y la hoja que no está escrita continúa siendo sólo eso, una hoja en blanco.

Haga patria, que no se le revele la señora


Aproximadamente hace diez minutos me encontraba en el club del barrio con los muchachos, charlando sobre fútbol y pensando cómo hacer para que Luis se levante a la hija de Cacho, el dueño del club. Estábamos a punto de decidir cuál era el piropo más ganador para que le haga temblar las patas y caiga rendida en los brazos de nuestro amigo, pero en plena deliberación nos vimos interrumpidos por una ola de gritos provenientes de la calle. Pospusimos el voto para ver qué era lo que estaba pasando, asomamos la cabeza por el portón y vimos una banda de yeguas cortando la calle. Pedían por no sé qué derecho que no tenían por ser minas, en fin, una huevada.
Anda a lavar los platos. Le grité a una. Rajá de acá borracho infeliz, me contestó. Me ofendí y entramos con los muchachos a las puteadas devuelta para el club.
Cuando alguien se esfuerza por una causa justa y razonable suelo apoyarlo. Pero a veces surgen esos grupos, que por lo visto no tenían nada mejor que hacer, y se dedican a instalar debates innecesarios en la sociedad, sobre cuestiones que ya están resueltas ancestralmente y no precisan cambios. Por esta sencilla razón no logro entender a las feministas.
Feminista, palabra complicada, rara, ¿quién se anima a decir soy feminista? Es por eso que son un grupo reducido, sin peso y enteramente compuesto de mujeres. Pasando en limpio, podemos describirlas como un grupo de mujeres de diversas edades, amantes del aborto, que no consideran la prostitución como un trabajo digno, tienen como principal enemigo al hombre y no reconocen a la cocina como su hábitat natural. Las principales causas del origen de esta especie radican en el matrimonio, en simples y corrientes sucesos como: la infidelidad y la violencia tanto verbal como física. Resumiendo, es una cuestión de debilidad, todos sabemos que una verdadera mujer es capaz de tolerar  esto y más.
Mientras repasaba todo esto en mi cabeza, Luisito, invitó a un hotel a la hija de Cacho para pasar la noche, y la mañana si le daban las gambas. Así, seco. No es la opción que había votado yo, pero tampoco me disgustaba. La piba se negó, le dijo “desubicado”. “Si sos más fácil que la tabla del uno”, le gritamos desde la mesa. La piba se puso a llorar. Nosotros nos cagamos de risa y pedimos otra birra.
Volviendo a las feministas, no debemos dejar que nos laven la cabeza con sus ideas locas, eso es lo que quieren ellas, que caigamos en la trampa. Debemos refrescar nuestra imagen de las mujeres recurriendo constantemente a nuestro mejor amigo, la fuente de la verdad: el televisor. Con solo ver cinco minutos de publicidades podemos afirmar que no existe la mujer luchadora, solo es un mito. La verdadera mujer cocina para la familia, limpia la casa, cura a los hijos cuando se lastiman y los lleva a la escuela. Hace la prueba de la blancura con los calzoncillos del esposo laburador, va al mercado los días que hay descuento. Se queja cuando le viene la regla y se alegra cuando le regalas un paquete de toallitas, sus mejores amigas. Y esto va para los muchachos, una mina con todas las letras no te pide flores ni que la lleves a comer. Esa es una idea equivocada que instalaron las propias mujeres para confundirnos, pero no somos ningunos tontos, se sabe que se bajan los pantalones por un desodorante o  una cerveza fría.
 Luis volvió para la mesa haciéndose el enojado, pero la situación fue más grande que él, y soltó una carcajada. Dijo que las cosas no iban a quedar así, hoy pensaba agarrar el auto a la noche y salir de levante. El viejo truco del auto, ninguna piba se lo resiste, con tal de que las lleven hacen cualquier cosa, entre los hombres el que no corre, vuela. Luis es casado, tiene dos pibes chicos, por eso lo advertimos. Le dijimos que no pague un telo muy caro, que no gaste mucha nafta, que deje algo de guita en la casa. Los hombres también tenemos que hacer autocrítica, cuando una mujer se vuelve feminista es porque la dejaste de mantener, porque no se pudo comprar más corpiños e ir a la peluquería cada tres horas. Pero sabemos que nuestro amigo es terco e iba a reventar la billetera en una noche. Hicimos una vaquita y le dimos para que le dé unos mangos a la señora. No íbamos a contribuir a que sigan creciendo las yeguas rompe pelotas.

sábado, 1 de diciembre de 2012

Los libros y las personas


Había decidido empezar a leer una novela. Así que tomé el libro de la biblioteca, abrí la tapa y ahí estábamos. Ella, una hoja en blanco, tímida e impune de tinta; yo, un hombre más, igualmente tímido, y con una mano automática lista para dar esas caricias al olvido. Acaricie por vez primera, otra hoja menos tímida dijo: “Oliver Twist”. Volví a acariciar, la nueva página insistió con mayor énfasis: “Charles Dickens - Oliver Twist”. Al parecer había sido bautizada, tenía nombre y apellido, la novela era así y no de otra manera para iniciar el contacto presentándose ante el mundo, o, en este caso, ante un extraño hombre más. Regresé a la hoja en blanco, buscando comprender un poco más a la novela, pero nada había cambiado. Tímida e impune de tinta, un origen silencioso, génesis de nombres y apellidos que incomprensiblemente aparecen, sólo por cuestiones de nomenclatura, porque nos molesta llamarlos enigma.
¿De dónde vino la novela? Seguramente provino de las manos de Dickens, pero como no soy un historiador, escapa a mi conocimiento la existencia de una nota, entre formal, como un documento firmado, y muy improvisada, como un papel arrancado con las manos; o quizás, un pacto implícito, inconsciente, entre un autor y su editor, entre Dickens y sus lectores, entre los libros y las personas. Un mensaje sordo en un código comprendido por todos nosotros: “dejar esta hoja en blanco, por favor, la primera en blanco…”
No voy a ponerme crítico literario, ni a reproducir la cara de sorpresa resignada que puse, cuando me di cuenta de que los libros también son como las personas. Humanidad y libros, ambos con un origen incierto, una hoja en blanco que no nos dice de dónde venimos. Personas y libros vinculadas por dos lazos, uno histórico e intelectual según el cual los libros son la materialización del conocimiento propiamente humano; y otro lazo oculto, de hojas en blanco según el cual los libros también son como las personas. Oculto, no invisible, vestido con el imperceptible manto que suele esconder a las cosas que parecieran estar en su lugar, estáticamente nerviosas, a punto de ser descubiertas.
El lazo intelectual encuentra su explicación académica en la humanidad como creadora de escritura, y más tarde, de libros. Louis-Jean Calvet, en el Posfacio de su “Historia de la escritura”, señala una serie de instancias comunes en el camino hacia el alfabeto, como manifestación de un estado de la escritura alcanzado por las personas: de pictogramas a valores fonéticos, que evolucionan en una escritura silábica y, por acrofonía, hacia el alfabeto.
En un principio limitamos la escritura a funciones sociales primordiales, a saberes prácticos: la contabilidad, la difusión de leyes, la memoria de los muertos. Recién a partir de mediados del siglo XV, gracias a la invención de la imprenta moderna, comenzaron a aparecer en libros los títulos que, aún hoy, continúan disponibles en los aparadores de las librerías. Construcciones abstraídas hacia la literatura o el orden de las ideas: obras literarias acerca de hospicios y la población más degradada de Londres, u obras del pensamiento de históricos intelectuales.
Desde el momento en que los libros empezaron a ser vistos como contenedores de literatura, filosofía, historia, en definitiva, de cultura en el sentido del ámbito de las artes y la intelectualidad–, se identificó a lector y escritor como hombres necesariamente cultos o dueños de cierto grado de sabiduría o creatividad. Este primer lazo, vinculado específicamente con esta idea de cultura, contribuyó a la idea del libro cómo instrumento: abstraído del sujeto, contenedor del conocimiento, materializado en un bloque de hojas de un particular atractivo.
Hoy en día, texturas, ilustraciones, tapas blandas y duras nos interpelan desde el sentido común: “Los libros van en la biblioteca, son movibles y caben en las palmas de ambas manos por si te place llevarlos contigo a otro lugar”. Con el único fin de impedir que nos concentremos en el segundo lazo, el oculto y no invisible, según el cual los libros además de libros–, también son como las personas: de un origen incierto, de páginas blancas, de arbitrarios nombres y apellidos que empiezan a vivir, a escribir y ser escritos.

El parecido supera la impresión de que los libros son personas en tanto la historia de sus personajes, a saber: en tanto que Dante recorra infierno, purgatorio y paraíso, o que Alonso Quijano se comporte como “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”. Supera la identificación que las personas puedan sentir respecto de algunos libros, eso que nos hace preferir “Rayuela” de Julio Cortázar y justificarnos diciendo: “Por París. Por sus puentes. Los no encuentros de Oliveira y la Maga. Por Rocamadour. Los mates, la patafísica. Por el paraguas rojo del parque y las tizas que escriben en el suelo”. Todo como si hubiésemos formado parte de los acontecimientos, nacido en el capítulo 1 y finalizado en el 56 –o en el 73 y el 131 respectivamente, porque “Rayuela” así lo permite–. Esto es: transcurrir nosotros mismos, crecer, desarrollarnos, vivir, hasta donde las páginas nos lo permitan.
Un final de libro donde también se han desperdigado otras menores coincidencias superficiales: un índice, como la agónica recopilación de momentos que, en forma de un sueño, podría por última vez iluminar los ojos de un hombre desahuciado; o una reseña en la contratapa, como la materialización de la piedra escrita usada para separarnos de la existencia terrenal, generalmente escrita con palabras amables, quizá no del todo ciertas por el recorte y su necesaria brevedad, pero que, definitivamente, reflejan un modo en que posiblemente alguien pudiese recordarnos.
Estas coincidencias son superficiales y menores, no por sí mismas, sino por la comparación con otra más importante. En el final, entre novela y contratapa, un salto vacío, una segunda hoja en blanco, la última hoja. Tan enigmática, que no nos remite a nada que no sea la primera, tímida e impune de tinta. ¿Serán el espacio donde deberíamos responder nosotros, en lugar de preguntarnos por qué están en blanco? Acaso demuestran el retorno de lo reprimido, aquello que desconocemos y nos permite vivir como vivimos: ¿De dónde venimos y a dónde vamos? Preguntas sin responder u hojas en blanco sin escribir, no lo sé.
Están quienes las usan para dedicar los libros: palabras de amor, aprecio, mensajes y firmas no de hombres más, sino de personas especiales. Otros más detallistas llevan en ellas la cuenta de sus notas de lectura. Los más despistados piensan que están por protección, porque aún no se han preguntado cuánto es lo que en realidad puede proteger un escudo hecho de fibra de papel. También es posible encontrar algunos que se hacen los sordos, o todavía no escuchan, porque aún no tomaron el libro de la biblioteca, y abrieron la tapa con el detenimiento suficiente para mirar de frente a estos espejos vacíos que, capaces de recordarnos lo desconocido, lo más importante nos lo dicen sin hablar: “dejar esta hoja en blanco, por favor, la primera en blanco…. y no se lo olvide, porque es igual para ustedes, la última hoja va en blanco también.”
Sin embargo, más allá de todo esto, los libros más reservados, los que no muestran hojas en blanco porque no las tienen, también aguardan en los estantes su turno para ser leídos; y, pese a su carencia, son igualmente apilados en librerías, acomodados en habitaciones y expuestos en despachos, junto a los que sí. Esos que quizá se dieron cuenta de que las hojas en blanco no cumplen una función específica, pero que, de igual manera, han decidido mantenerlas vivas, latentes: una al comienzo y otra al final.

Ensayo sobre la palabra "alumno"

Alumno”,  vocablo supuestamente formado por la unión entre el prefijo “a” y una derivación de la raíz “lumen, luminis” que es “lumno”. En la lengua helénica, “a” significa sin, mientras que en latín la raíz “lumen, luminis” es luz. Siguiendo esta lógica, la palabra “alumno” significa etimológicamente “sin luz”, vacío, incapaz, hueco; algo que necesariamente deberá ser activado por una fuerza externa. Bajo esta idea, difundida pero equivocada, la ideología de la enseñanza encuentra un argumento demasiado tentador para invocar al dios del verticalismo absoluto. El rol pedagógico queda aprisionado en esta cárcel, detrás de los barrotes que señalan el límite del alumno respecto a su propia condición: la de ser un sujeto sin chispa. El mito circula por los pasillos, por las aulas, por los textos e inclusive se hace presente en cualquier conversación cotidiana. Este “error”, más del orden de lo causal que de lo casual, construye una idea de estudiante que legitima la exacerbación del profesor ante un individuo que no es nada ni nadie, solo un cuerpo desprovisto de posibilidades y capacidades y que se encuentra perdido, en la nebulosa del conocimiento otorgado verticalmente, pero buscando el botón que ilumine su recinto mental.  ¿Será entonces la acción de recibirse el momento en el que los “sin luces” encuentran en algún lugar de su mente ese botón y deciden prenderlo de una vez por todas? De un día para el otro, esas supuestas carencias intelectuales quedan en el olvido y se transforman en anteriores a la condición de “graduado”. Porque el alumno o “sin luz” ya no es más un alumno cualquiera, sino que pasa a ser un “ex alumno”, un “ex sin luz”. Interesante agregado que no es para nada accesorio ya que el prefijo “ex” agrega la dimensión temporal y significa “que fue y ya no es”. Las personas, cuando son designadas bajo este símbolo del antes y el después, se miden por la diferencia entre lo que son y lo que fueron, el límite lingüístico vuelve evidente una situación mitad real, mitad imaginaria. Para muchos es el haber recibido un título lo que marca la diferencia entre haber prendido esa luz o permanecer en la oscuridad. Pero lo peligroso no es reconocer el límite, sino ver a ese límite como una transformación real, como alguien que dejo de ser algo y ahora es otra cosa. El “error” circula impunemente por el mundo académico y se manifiesta ya desde la ideologización de la etimología de la palabra. No se trata de una formación construida a partir de la unión entre un prefijo y una raíz derivada, sino que es una palabra afijada que encuentra su origen en “alumnus”, que en latín significa “discípulo”. El sustantivo “lumen” no forma parte del vocablo “alumno”, como así tampoco el prefijo “a”. Ahora, el problema radica en investigar e indagar sobre la etimología de la palabra “alumnus”, ya habiendo descartado la concepción que extrae del aprendiz su capacidad reflexiva y crítica. “Alumnus” proviene del sustantivo “alére” en latín, que significa “alimentar” y del cual también se deriva “alo, alui, alitum” que quieren decir nutrir, cultivar, educar, entre otras cosas. El alumno es alguien que se alimenta y que se nutre de conocimiento y herramientas necesarias para desarrollar y cumplir las tareas que le requieran. No de casualidad, las universidades figuran como “alma mater” del graduado, como madre nutricia. Si bien también sería impensado decir que el profesor sabe lo mismo que el alumno, es equivocado creer que el pensamiento se desarrolla luego de haber adquirido un título o de haber cursado una carrera universitaria. El alimento intelectual se construye dialécticamente en una relación de aprendizaje. El profesor ya no es la fuerza externa determinante para el nivel de análisis o la capacidad del alumno, lo obligatoriamente necesario para encender su chispa, sino un colaborador en la formación de este, promotor de su reflexión y su interés sobre los asuntos que se trabajen. Por otra parte, podríamos decir la construcción conceptual “ex alumno” adquiere nuevos sentidos. Ya no se trata de una persona que ha logrado encontrar su capacidad y que se ha reconciliado con su ser pensante, sino más bien se trata de alguien que ha dejado de alimentarse de una fuente particular, como es la universidad, la escuela, etc. La distinción ayuda a desestructurar el argumento que convence a muchos profesores, y a algunos alumnos también, de que los estudiantes son jóvenes inmaduros con respecto a sus decisiones y a las posturas que puedan adoptar dentro y fuera de una clase universitaria. Ideología y uso del lenguaje se acoplan como carga y vehículo. Uno transporta al otro y, si no se discute, la pulseada la gana la idea y no la crítica a ella. Este es solo un ejemplo, pero definitivamente no es el único.

De los autoservicios chinos



     Higiénicamente hablando, existen tres tipos de personas: las que son extremadamente limpias, las normales y las roñosas. Siguiendo con esta línea, pero cambiando radicalmente de objeto, los supermercados se dividen en dos grandes grupos: los que se muestran como prolijos y limpios y, caminando por la góndola opuesta, los supermercados chinos.
     Estos autoservicios son sinónimo de desorden, desprolijidad, mugre y peligro. Peligro , por ejemplo, de morir envenenado o intoxicado a causa de una manteca que había perdido la cadena de frío o que, como comúnmente suele suceder, esta vencida. Peligro, también, de contagiarse de rabia a causa de la mordedura de una inmunda rata, o de infectarse de tétanos por motivo de una cortadura.
     Una de las peores amenazas, sino la peor, a la hora de entrar a un autoservicio de esta índole, es la estafa. Sus dueños hacen de de la frase “no entendo” su arma principal de convencimiento. Los empresarios asiáticos son verdaderamente intuitivos y no necesitan muchas señales para comprender el peligro de una situación y comenzar a utilizar su muletilla defensiva que les permitirá cansar al consumidor. Como curiosa contraposición a la “poca relación con la lengua española”, los dueños de los supermercados (porque siempre atienden los propietarios las cajas, jamás son capaces de conceder tamaña responsabilidad ni al más profesional de los banqueros) son verdaderos expertos a la hora de devolver el vuelto. Estadísticamente hablando, los chinos son más precisos que un neurocirujano y  tan sabios como un catedrático a la hora de dar el vuelto, confundiéndose en menos del 0,001% de las situaciones.
     A pesar de que ya se han enumerado una gran cantidad de desventajas que caracterizan a los super chinos, aún existen otras. Más que conocido es el vinculo existente entre los autoservicios y la hollywoodense “Mafia China”. Los noticieros son elocuentes y con gran asiduidad aparecen noticias de tiroteos en supermercados chinos. Como resultados de esos enfrentamientos que parecen desatar la furia de los dragones asiáticos obtenemos gente secuestrada, muerta y, también, el supermercado clausurado. El riesgo de morir en estos tipos de supermercados es altísimo Por otro lado. imaginar la posibilidad de resultar erróneamente secuestrado por la mafia me genera pánico. ¿Cómo explicarle a los chinos que no tengo nada que ver y que sólo estaba comprando? ¿Me entenderían? ¿O terminaría a la vera del riachuelo a causa de nuestras deficiencias comunicacionales? ¿Serían mis ojos la cabal evidencia de mi inocencia? La sola idea es terrorífica.
     Como si fuera poca la cantidad de mugre y suciedad que alberga un supermercado chino, los empleados y los dueños duermen dentro del mismo. Como lo leíste. Es una vivienda y a la vez una empresa. A simple vista, existen ventajas tentadoras. Primero, la cercanía al trabajo, lo que evita gastar dinero en viáticos y padecer viajes epopéyicos. En segundo lugar, la cantidad de impuestos que se pagan es menor, desde el impuesto municipal, que es solo para una propiedad, hasta los más comunes que incluyen importantes descuentos si hablamos de una empresa. A pesar de los pros, los perjudicados en esta situación, como siempre, son los consumidores. Es una obviedad aclarar que en ese lugar donde los chinos trabajan, también cocinan, se asean, se acicalan y hasta se reproducen.
     Ahora bien, si hay algo que reconocer en el ámbito de la cultura asiática, es la generosidad. Existen sobradas evidencias de que estas sociedades trabajan en un contexto de solidaridad y colaboración permanente. Para nuestra fortuna, los chinos rioplatenses no son la excepción. Existe una nueva modalidad de trabajo en los supermercados chinos que es relativamente reciente y está en pleno proceso de expansión. En una transparente muestra de hermandad con el pueblo latinoamericano, los chinos han decidido trabajar en sociedad con nuestros vecinos bolivianos, insertándolos en el sector de verdulería y frutería para, de este modo, conseguir la expansión de sus horizontes y, como objetivo camuflado, buscar que la adaptación y la aceptación sea más rápida y pase desapercibida por los habitantes. Es inevitable pensar que el proceso de expansión de la cultura asiática seguirá desarrollándose. Para reafirmar esta suposición, existen mixturas culturales que parecen más que viables: por ejemplo, una combinación con el pueblo paraguayo, colocando servicios de albañilería en cualquier supermercado. Por otro lado, quizás no tan legal y digno como el proyecto anterior, se podrían poner puestos clandestinos de distribución y consumo de droga, en sociedad con nuestros hermanos colombianos. Las posibilidades son varias.
     La República Popular China cuenta con una población aproximada de 1.400.000.000 de personas. Está liderando el ranking mundial de población y las grandes urbes de la segunda economía mundial ya están totalmente saturadas. Es así, que intentando regular la situación poblacional de las ciudades, los gobernantes chinos han impulsado una política de emigración que ya ha involucrado a varios países de todo el mundo. Para nuestra desgracia, uno de ellos, es Argentina. Los chinos son la plaga nacional del siglo XXI. Sin ir más lejos, hay alrededor de cinco supermercados de origen oriental rondando cerca de mi casa. Ya casi no existen variantes. Están los chinos y los chinos.
     Dicho esto, creo que lo próximo que hay que hacer, es tomar medidas para controlar el avance de estas personas. El tiempo será el encargado de decir cuáles son las posturas de los chinos con respecto al futuro. Por lo pronto, cada vez son más y más.  En un momento histórico donde las libertades nacionales se encuentran en total discusión y cuestionamiento, creo que este ensayo es una pequeña contribución a intentar proteger un derecho que involucra a la totalidad del pueblo argentino: el derecho a elegir libremente el supermercado en el que queremos comprar.

miércoles, 24 de octubre de 2012

Humberto Tumini

Policías que van, vienen, suben y bajan de los camiones. Se adueñan de la calle con un despliegue táctico preciso, prolijo, bien meditado. Extendidos por gran parte de la Avenida de Mayo, son el foco de curiosas miradas que no comprenden la situación. Los bombos suenan a ritmo con las canciones, se asoman grandes banderas, una multitud de gente invade la intersección de Perú con Avenida de Mayo. En otros tiempos –décadas de los '60 y '70 en Argentina–, las fuerzas armadas iban, venían, subían y bajaban de los camiones. Se adueñaban de la calle, las casas, los bares, de todo. Escuadrones, portazos y detenidos, eran parte del despliegue táctico preciso, prolijo y bien meditado de aquella época.
Humberto Tumini fue militante del PRT –Partido Revolucionario de los Trabajadores, instrumento político de ideología Marxista-Leninista, que nace de la unión de dos agrupaciones de izquierda: El Frente Revolucionario Indoamericano Popular (FRIP) y Palabra Obrera (PO) –, miembro guerrillero del ERP –Ejército Revolucionario del Pueblo, facción armada del PRT-, y por todo esto, también preso político durante las dos últimas dictaduras militares. La primera entrada a la cárcel se ubica durante el proceso golpista que encabezó el general Juan Carlos Onganía en el año 1966. Recupera su libertad a través de la amnistía que llevó adelante el recién electo presidente Héctor Cámpora en las elecciones de 1973. Sin embargo, la felicidad le durará poco, el 24 de marzo de 1976 comenzará el llamado “Proceso de Reorganización Nacional”, un nuevo golpe de estado. Su condición de subversivo lo llevará nuevamente al cautiverio, del que podrá escapar recién llegada la democracia en 1983.
Pero ahora, con un café entre las manos, es un habitué del bar donde espera sentado. Allí, los mozos siempre lo esperan para hablar de política y escuchar su opinión; su historia se ha ganado el respeto de ellos.
Desde una mesa con vista a la calle, Humberto observa los acompasados movimientos de los policías y los manifestantes. Dos masitas secas esperan sobre la mesa, otro es el foco de atención. Los cantos continúan –ahora con más fuerza–, el resto de los clientes dirigen alguna mirada a la calle, pero prefieren perderse en las imágenes de la televisión.
A simple vista, hoy pareciera quedar poco en Humberto de aquel joven setentista. Sí, su lucha política continúa, pero él ya no realiza “repartos” –secuestro y distribución de mercaderías entre la gente–, ni participa de “desarmes” –asaltos a oficiales en busca de armas–, ni esconde bajo su campera las 45 milímetros de sus compañeros, o una bolsa de granadas para tomar el Correo Central de Córdoba. Tumini carga con la apariencia de un hombre cualquiera, de unos sesenta años, ni muy flaco ni muy gordo, algo calvo y con una mirada poderosa como todas las marchas en las que alguna vez participó; su mirada, sin duda, llena de recuerdos y vivencias, es lo que conserva de aquella revolucionaria juventud.

Sobresaltado, mete la mano en su campera rompe vientos azul y se lleva un viejo celular a la oreja. Aleja la mirada de la ventana, su espíritu deja la calle y vuelve al bar.

–Decile a Vicky que ella está llevando adelante la campaña…llámalo a Roy que está involucrado en el tema. Te dejo que tengo un compromiso, hablamos después.

La llegada de la democracia transformó los “desarmes” y “repartos” en la campaña, y las 45 milímetros en celulares viejos. La puerta del sitio donde se encuentra Humberto Tumini estará cerrada o abierta, aunque no tendrá importancia, porque quienes entren a adueñarse del lugar serán simples clientes. Y esto continuará así; todo continuará así mientras que nada detenga los acompasados movimientos, de policías y manifestantes.
Uno de los mozos lleva unos minutos sentado en  la barra, permanece inmóvil, está hundido en sus pensamientos. Humberto levanta la mano  emite un leve silbido y logra que  acuda rápidamente al llamado.
-¿Les tomas el pedido por favor? Pidan lo que quieran.
Dos saquitos de azúcar al café y comienza el relato. El bar desaparece por un instante y casi sin darnos cuenta estamos en Córdoba, año 1969, plena manifestación popular en el gobierno dictatorial de Onganía. Como por arte de magia, Tumini a través de sus recuerdos nos posiciona en ese lugar que nunca podrá borrar de su cabeza, donde se llevó a cabo el acontecimiento que marcó su adolescencia: el 29 de mayo de 1969 Córdoba amaneció con un paro total de ambas CGT. Los obreros tomaron las calles apoyados por sectores de clase media y el movimiento universitario, provocando la feroz reacción de las fuerzas armadas. El conflicto se desató y los manifestantes resistieron generándose una incontable ola de muertos y heridos. Finalmente, el ejército redujo a las masas y detuvo a los grandes dirigentes de las agrupaciones desertoras, entre ellos Agustín Tosco.
-Yo comienzo mi militancia en el Cordobazo tuve la posibilidad de ver esa concentración popular que fue muy intensa. No solo fue muy chocante por la participación, sino porque fue el primer contacto con la represión, los militares le disparaban a la gente que… estaba desarmada. Desde ahí, mi primera idea política fue: hay que echar a los militares, hay que echar a la dictadura. Pero después me interesé por conocer más, conocer porqué estaban los milicos, conocer la situación del país, como estaba el mundo. Ahí es cuando empiezo a conocer hechos de la historia que se me habían pasado, como el mayo francés, que fue un levantamiento juvenil muy fuerte; seguramente se me pasó porque en esa época estaba en otro lado, jugando al rugby y saliendo con chicas. También lo conocí al Che, y toda la historia de la revolución cubana. En los años 70 ya empecé a pensar que me tenía que organizar, y ahí ya habían aparecido las organizaciones armadas. Yo sabía que esto era lo que me gustaba y ahí es cuando hablé con dos amigos míos que sabía que en algo andaban. Tomé contacto con ellos y efectivamente estaban militando, ahí es cuando me involucro y entro con la idea de que había que voltear al gobierno militar, eso era lo principal. A finales de los años 70 ya estaba militando en el ERP.
Militancia, militante, militar. Son palabras que no pueden sacarse del diccionario. Las definiciones son miles, algunas llenas de prejuicios, alabanzas o total indiferencia. Sólo la experiencia puede definirlas en estado puro, desde el conocimiento, desde lo vivido.

-La militancia es un compromiso que uno toma, por una causa, por una idea, por un proyecto, pero esencialmente un compromiso. Ese compromiso implica dedicar una parte de su vida, moverse, defender y  mantener activas las ideas. (…) Los intereses son importantísimos, la militancia siempre implica una puja de intereses. Pero no es lo mismo militar por una causa de las minorías que hacerlo por una de las mayorías. También se pone en juego si los intereses son individuales o colectivos. Creo que los intereses individuales se incentivaron aún más con la llegada del neoliberalismo, ya que éste incentivó el individualismo por sobre lo comunitario. Se vive en un sistema que premia a los mejores, que premia a los que ascienden y lamentablemente esto también impactó sobre los militantes políticos.
El café está lleno aún, las masitas no fueron tocadas. Humberto contesta cada pregunta con entusiasmo, humor y dedicación; siempre adjudicándoles un análisis de la situación muy detallado. No necesita pensar demasiado qué es lo que va a decir, tiene su juventud más presente que nunca.
-Fue correcto tomar las armas en ese contexto, estábamos frente a un gobierno represivo. No estaba para nada mal visto por la sociedad, incluso cuando salgo de la cárcel, la primera vez, la gente nos veía como héroes. Nos veían como parte de un proyecto de resistencia contra una dictadura que era extremadamente violenta. Reivindico totalmente ese proceso, nosotros luchábamos por una Argentina mejor. Ni una sola vez me cuestioné si era lo correcto arriesgar la vida por esta causa, no sé si estaba bien o mal no cuestionarlo, pero nunca lo puse en duda. Y la verdad pienso que sí, valía la pena, y no me arrepiento de mi decisión.
Pero no todo es armas, militares y violencia en esta charla. A la hora de recordar a los compañeros hasta el más duro guerrillero demuestra que no perdió la ternura. La pregunta por Mario Roberto Santucho descoloca a Humberto totalmente. El pelado baja la vista, entrelaza los dedos y se muerde el labio inferior. Se pasa una pequeña servilleta por los ojos y desaparece las lágrimas que se comenzaban a acumular.
-Santucho era un poco más grande en edad que nosotros, lo que denotaba más experiencia política. Hasta tuvo una experiencia política en elecciones y su partido metió dos diputados obreros. Era petiso, morochito y aunque hablaba en voz baja, tenía voz de líder y una personalidad atractiva y fuerte. Apenas lo conocías, decías, este tipo es mi jefe. Y siempre humilde, se levantaba primero y se acostaba último, daba el ejemplo a todos, muy correcto, nunca un acto de ostentación; y eso es uno de los aspectos que lo convertían en líder. Era un tipo que conducía con el ejemplo.
Mario “Roby” Santucho comenzó su militancia a finales de los años 50. Tuvo una participación muy grande en las organizaciones de campesinos de Santiago del Estero y fue fundamental para la organización sindical de los azucareros, en Tucumán. Fundador del Frente Revolucionario Indoamericano Popular (FRIP) y también principal impulsor del Partido Revolucionario de los Trabajadores. Sin duda, por su experiencia y devoción, un referente de la militancia para muchos, incluso del propio Tumini.
Se respira setentismo en el ambiente, los vientos de la revolución vuelven a soplar. A pesar de las tragedias vividas, los ideales no desaparecieron y están más intactos que nunca. Pero no existe la revolución sin el revolucionario. Ernesto Guevara, sin duda el gran inspirador de la juventud argentina, dijo que un revolucionario tiene la virtud de sentir cada injusticia como propia. Tumini sin duda lo es.
-Mientras sigan existiendo las clases sociales, las diferencias van a seguir existiendo, lo utópico sería una sociedad sin clases. Hoy en día mantengo la misma convicción, quiero un país mejor, claro que los métodos de lucha son acordes a la situación.
El reloj dejó pasar dos horas desde que comenzamos este viaje en el tiempo, ya es hora de volver al presente. Humberto le acerca un billete al mozo y paga la totalidad de la cuenta, intercambia un par de bromas con el personal de la barra y vuelve a la mesa con una sonrisa, listo para despedirse.
Él no cree en milagros, sabe que los cambios hay que forzarlos. Quizás ya no esté para ver su sueño hecho realidad, pero tiene la firme convicción de que se realizará. Alguien tomará la posta en este camino que ellos empezaron, el fuego seguirá encendido, la lucha continuará.
-Muchas gracias por invitarme. Estas charlas son las que me gustan. Muchos se olvidan de la historia, está bueno que se interesen por conocerla y que sigan adelante con este proceso de trasladarla.
Se cierra la campera rompe vientos hasta arriba y sale por la puerta. Camina entre toda la gente sin ser reconocido, es sólo otro ciudadano común y corriente. Pero esto no debe preocuparle en absoluto, su objetivo no era ser un héroe, era un país mejor.


miércoles, 17 de octubre de 2012

Josef Rudolf Mengele


Definitivamente, un periodista logra cumplir su labor cuando consigue dar voz a lo silenciado, transformar y transformarse. Asimismo, un actor puede sentirse satisfecho cuando halla que no sólo el público crea su personaje, sino también él mismo, descreyendo de su propia personalidad.
            Quizás por eso debería pensar que hice un buen trabajo, o que soy, simplemente, muy persuasiva. O ambas. No lo sé. Lo único que tengo claro es que hoy, tras haber dado su último macabro testimonio, se puede publicar el perfil de un genocida que nunca fue juzgado, de un perverso, de un loco, de una lacra humana, y no como pensaba inicialmente que sería publicado poco antes de asistir a su encuentro -como un recuadro de una nota de producción que relatara  su nueva huida-, sino como una necrológica extendida de un individuo que en el día de ayer, sucumbió en el mar.
            Josef Rudolf Mengele nació en Baviera el 16 de marzo de 1911 y falleció ayer por la tarde, en una playa de Bertioga, Brasil. Sus restos fueron enterrados en el cementerio de Embú, con el nombre de Wolfgang Gerdhard, y en presencia de su hijo Rolf.
            Poco se hablaba de él, por lo menos hasta la fecha. Quizás en unos años el pueblo semita consiga que esa tumba, profanada ya por la mentira que enmascara su verdadera identidad, consiga que la memoria de todo un pueblo descanse en paz.
            Tenía el pelo ralo, su cabeza se había poblado de canas, y su rostro, de arrugas. La perfección de su traje se opacaba gracias al accionar del viento, que trae hacia su ajuar de terciopelo una nube de arena blanca, característica de las playas tropicales.
            “Siéntese, compañero, me han dicho que usted también hizo un buen trabajo en Bardufoss” atinó a decir al verme entrar por el simulacro de puerta que tenía su estival choza de paja. Sabía que la única forma de lograr que me dijera concretamente algo cercano a la verdad de sus crímenes, era haciéndome pasar por uno de ellos, hombre, por supuesto. Del campo de exterminio nazi de Bardufoss hay muchos mitos, pero pocas certezas, por lo que crear la ilusión de un médico pseudo-exitoso noruego que viajaba a Brasil como discípulo de un sátrapa peor, no sería de extrañar, y para la ODESSA resultaría incluso un honor.
            El hueco de sus dientes que habían descripto tanto sus víctimas como sus admiradores, resaltaba en su sonrisa cansada, y especialmente desagradable. “Lo he citado aquí, porque considero que es el mejor lugar para exponer y exponerme sin correr riesgos. La familia que me acoge es de total confianza.” Agregó. Está claro que los nazis que hay en Brasil son muchos, y filiales como ésta hay en todas partes.
            En cuanto a su actividad en los campos de concentración, simplemente atinaba a decir que fue brillante, y que cada logro propio podía verse plasmado en su cuaderno de anotaciones. Un librillo de hojas cuadriculadas, amarillas por el paso del tiempo, que guardaba en un cajón, el único de la mesa de luz que utiliza como mesada. Una excelente prueba de su culpabilidad.
            “Uno no puede sentirse culpable por experimentar con animales, y eso son los judíos, bestias. Ratas que, por algún motivo, Dios puso en nuestro camino, como prueba a superar, a la orden de un superhombre que nos ayuda a pelear. La guerra terminó, pero eso no quiere decir que  los estudios hayan sido en vano. Si se nos culpabilizará, será de haberles dado a esos monstruos una utilidad, la de servir al bien común.”
            Mediciones de lenguas, extremidades, tórax, vientres y cabezas humanas ilustraban su anotador, así como las paredes de su hogar. Imágenes casi fotográficas de cuerpos exhibidas en pósteres daban cuenta de la diferencia anatómica entre individuos de raza aria, y humanos de genes caracterizados inferiores. “Tengo un ojo muy suspicaz, capaz de detectar una deformidad aún en su estado latente. Estas imágenes las poseo a modo de machetes. Las razas inferiores se siguen multiplicando, por lo que mi labor sigue siendo necesaria, pero mi memoria comenzó a tener falencias, al igual que el resto de mi organismo, gracias al paso del tiempo, por lo que requiero de vez en cuando, algo que la complemente.”
            Quizás fue su mente, aquella que fallaba de vez en cuando, la que lo instigó a acabar con su vida una vez que supo de mis verdaderas intenciones. Tal vez tuvo que ver su ojo suspicaz al notar en mi cuello un dije de una estrella de seis puntas. O también pudo haber sido  aquella vejez que exteriorizaban sus canas, la que no le dio fuerzas para acabar con una judía más, porque tarde o temprano, miles de estos, de raza menor, acabarían con él.
            Lo cierto es que, luego del encuentro, se dirigió al mar sin decir siquiera una palabra. El sol quemaba su disimulada calvicie, mientras el agua iba de a poco apagando su fuego interior. Quizás no ocurrió nada de lo anterior, y no descubrió nunca quién era yo en realidad. Tal vez pasó que aquella mente, presa del paso del tiempo del que él solía hablar, no encontró el machete para aprender a nadar.

lunes, 1 de octubre de 2012

Las cenizas del monstruo


La habitación es pequeña y tosca pero impacta por su pulcritud. El blanco brillante de las paredes y el piso contrasta con el paisaje que se cuela por la ventana: un mar de casas precarias de colores y formas diversas que tapizan el morro brasilero que las sostiene.

En una silla, tan alejada de la ventana como lo permite el ambiente, Josef Mengele, un hombre arrugado, se resguarda del sol. No es de lo único que escapa, hace años que es fugitivo de la justicia internacional por experimentar con judíos y torturarlos en el campo de concentración alemán de Auschwitz.

El hombre toma una manzana de la frutera y la examina durante unos segundos. Su mirada se transforma y esboza una sonrisa macabra antes de tirarla con odio, incluso asco, al tacho de basura. “Tenía unas manchas”, expresa en lo que parece una explicación, “estoy harto de recordarles que no voy ingerir alimentos defectuosos, es intolerable, en aquellos tiempos un error así…”, continúa ensimismado y resulta evidente que nunca sintió la necesidad de justificarse.

Contestará las preguntas desde el mismo lugar, convencido de sus acciones, como si ya hubiera repetido una y mil veces las respuestas en su mente. Se abstendrá de mirarme durante la charla, sólo lo hará al final de la entrevista con una visión analítica y una minuciosidad  escalofriante, la misma con la que durante años escudriñó los cuerpos de sus víctimas, a quienes desarmaba con los ojos para determinar si servirían para experimentar, trabajar o morir.

-Mi labor era seleccionar a los judíos que eran aptos para trabajar, cuando llegaban los contingentes yo señalaba quienes irían al campo de concentración y quienes tomarían otro destino- explica y agrega que no le gustaba su tarea, pero por las razones equivocadas.

-No era placentero estar rodeado de tanta impureza racial, observar diariamente tanta deformidad me alteraba, pero me sirvió para afianzar aún más mis convicciones y darme cuenta de cuán acertado era el Nacional Socialismo con respecto a la superioridad racial de los arios.

No obstante los ojos se le iluminan cuando habla de su laboratorio.

-Allí dentro era distinto, ese departamento era mi mundo, tenía tantas herramientas para trabajar ¡cuántos sujetos de investigación!,  tal era la abundancia que hasta podía mandarle algunas muestras de la deformidad judía a Hitler, fue una desgracia que me tuviera que ir.

Mengele, firme a su convicción de que la raza aria era la mejor y no debía mezclarse con otras por el bien de la humanidad, dedicó sus investigaciones a descubrir la forma de lograr una “pureza” racial, ya sea eliminando a las otras por medio de enfermedades específicas o transformando a los impuros.

Con estos objetivos intentó aclararles el pelo y ojos a numerosos prisioneros inyectándoles variedad de sustancias sin más resultado que quemaduras, reacciones muy dolorosas e incluso la muerte de las víctimas.

Y si bien nunca dejó de estudiar seres humanos, como consta en sus cuadernos de notas, sus bienes más preciados, que dan testimonio de sus estudios con gemelos en Latinoamérica y contienen dibujos, medidas y dosis de diversas drogas que les fueron aplicados, no está conforme con su obra.

-En mi caso, me temo que no se puede hablar de éxito, logré identificar numerosas variedades raciales así como diversidad de tipos de cabello pero no pude descubrir la forma de erradicar rápidamente a las otras razas. Me resulta imposible con tan pocos recursos y apoyo político llegar a conclusiones confiables. Es una pena que se haya puesto de moda esta blasfemia de la igualdad interracial, todos los estados se verían muy beneficiados si se limpiara la especie.

En cuanto a su futuro el porvenir no se le presenta esperanzador aunque no llega a comprender por qué.

-En el camino de mi vida no queda mucho por delante, mis seres queridos me han dado la espalda a pesar de todo lo que hice por lograr un mundo mejor para ellos. Como todos los genios, soy un incomprendido.  No puedo esperar el rencuentro, mi única esperanza es que quizás alguno, mi hijo al menos, asista a la reunión final, no seré testigo de ella pero me gusta pensar que vendrá.

Su mayor tormento es la soledad.

-Han cazado a mis amigos como a ratas- afirmará melancólico antes de hundirse nuevamente en un silencio profundo.

El sol se esconde detrás del morro. El hombre se pierde en la penumbra de sus recuerdos, sus ojos escudriñan la oscuridad, su mente vaga por otros tiempos y geografías. 

domingo, 30 de septiembre de 2012

Perfil literario: Josef Mengele


“Llevar algo en la sangre” es ser una persona idónea para algo en especial. Ciertas condiciones y aptitudes, que hacen a dicha idoneidad, pueden ser adquiridas fácilmente por cualquiera, pero existen otras que necesitan la ayuda de la genética: aumentar de estatura, convertir ojos marrones en verdes, o azules. La “Teoría general sobre la herencia”, de Gregor Mendel, fundó las leyes de la genética y aportó nuevos conocimientos acerca de la herencia y variación de los rasgos. Pero analizar personas sólo con la genética mendeliana generaría investigaciones incompletas, para evitar eso también hay que tener en cuenta la “genética” social, el contexto.
Si en 1911, en Gunzburg –un distrito del estado de Baviera, en el sureste alemán–, hubiese nacido un niño llamado Josef, deberíamos considerar: la extrema disciplina impartida por sus padres, el hecho de que creció orgulloso de su tierra natal, atestiguando el estrangulamiento geográfico, político y socio-económico de su patria –acordado por los Aliados en el Tratado de Versalles–, su adhesión al nazismo y su obsesa carrera médico-militar. Pero esto no es un ejemplo, el hipotético niño efectivamente nació y se crió en el seno de la familia Mengele. Durante su juventud, convencido de la superioridad de la raza aria sobre el resto de la humanidad, realizó experimentos en humanos, para corregir los “errores” cometidos por la naturaleza en la sociedad alemana. Josef no es sordo, pero no oye a todos los que le hablan, especialmente cuando las convicciones en su cabeza le susurran que no lo haga.
–La manipulación genética es una intromisión en el terreno de la creación –le afirman algunos– ¡¿No lo ve?! Usa los medios equivocados para el fin equivocado –le exclaman otros.
Pero Josef no es sordo, solamente no escucha. Los religiosos le dicen que la ingeniería genética altera disposiciones divinas. Los supersticiosos que la manipulación de los genes modifica las elecciones del destino. Pero en Alemania, durante el gobierno nazi, la manipulación genética y la experimentación en humanos fueron parte del trabajo; el juego que un niño bávaro jugó con otros miles de niños. Todos ellos, los miles, ensayos en pos de un objetivo: el anhelo de ese niño bávaro por alcanzar la pureza racial. Su sueño: ser capaz de moldear humanos. Moldearlos con las manos a su voluntad. Josef Mengele fue ese niño bávaro, también fue esas manos.
Hoy, 1 de septiembre de 1965, bajo el sol de la primera tarde, aparece ahí delante la imagen borrosa de un hombre y su espera, está de pie con las manos cruzadas tras su espalda, aguarda en el pórtico de una cabaña. Puedo ver una elegante silueta vestida de etiqueta, demasiado extranjera para tanta naturaleza tropical. No se mueve. El sol y la cercanía recomponen la imagen borrosa: Josef Mengele, un hombre entrado en años, espera mirando en esta dirección.
–Buenos días –la caricia de dos palabras–. Empezaremos aquí afuera –los buenos días son por cortesía, son una caricia ¿habrá respetado este mismo protocolo con todos sus experimentos? Primero, las manos en la espalda, luego, la cortesía, la caricia que los tranquiliza; y por último, esa orden, siempre la misma orden, siempre “empezaremos”.
v   
La ruta despliega decenas de largos brazos de tierra, cada brazo indica la entrada a un grupo de entre dos y cuatro cabañas, lo cual dificulta la comparación, pero todas las cabañas son bastante parecidas. Su semejanza va más allá de la madera oscura usada para construirlas –que sin dudas debe ser la misma–, de su diseño inspirado en la arquitectura alpina –que sin dudas es el mismo en todas ellas–. Y es que, cuando uno ingresa por cualquiera de los caminos de tierra pisada, lo primero que piensa es: cabañas, ahí viven personas. Porque, menos donde las cabañas, todo es naturaleza: árboles salvajes oteando la madera domada por el hombre, exótica vegetación sorprendiendo cada vez menos por su abundancia, y la humedad, que aquí es el mar invisible entre cielo y tierra por donde se camina. Todo invita al descanso acompañado de una respiración profunda. Candido Godoi es un lugar donde fácilmente se puede olvidar una ciudad entera. Sin embargo, Josef dice que vino a Brasil sólo porque le ofrecieron asilo.   
–Aquí uno disminuye demasiado su ritmo de vida. Imagínese que el canto de las cigarras es lo más parecido al bullicio de la ciudad. De cualquier manera, mi ánimo no depende de dónde me encuentre, sino sería un ciclotímico. Últimamente viajé demasiado.
Recordar viajes es un buen pasatiempo. Porque, para viajar en el presente, hay que caminar media hora bajo el sol hasta la ruta, transpirar la espera de un vehículo, y evitar que se dilaten las horas cuando, al observar de lado a lado la ruta, sólo veamos calor y una delgada línea de pavimento vacía. Hasta que, quizás, con su canto, una cigarra nos recuerde la ciudad. Pero de momento no hay cigarras, el sol continúa firme en el cielo y aún nadie más ha pasado por el pórtico. El resto del mundo no importa, sólo existe Candido Godoi –las cabañas–. Porque todo alrededor es silencio de naturaleza, y el canto de las cigarras todavía no se escucha.
v   
En su voz se diferenciará el habla de la afirmación. Pese a las dificultades del español, demostrará que puede expresar su desacuerdo sin parecer grosero, e intentará restarle importancia al desarraigo tras sus viajes por Sudamérica. No gesticulará más que para frotar sus brazos ocasionalmente.
–Quien no puede despegarse de los afectos difícilmente pueda viajar –afirma Josef–. ¿Por qué debería desprenderme de mi pasado? Los que abandonan sus ideales reniegan de su pasado, y le aclaro, no hace falta viajar para abandonar ideales –se frota un brazo–. La principal barrera a superar no es el viaje, y más importante que dejar los afectos, es no tener qué reprocharse –se frota el otro–. Cuando dejé Europa, me costó aceptar que sería difícil recuperar mis condiciones de trabajo, perdí mucho por el rencor existente hacia mi persona, pero nada me impedirá terminar mis investigaciones. Por eso es que puedo viajar sin renegar del pasado, porque me apasiona llevar conmigo la cuenta que tengo por saldar, terminar mi trabajo –el ágil aplauso de una mano sobre su brazo interrumpe el discurso–. Un mosquito, entremos, debo limpiarme –el mosquito se convirtió en una mancha de sangre, la mancha en una invitación a ingresar en la cabaña.
El interior es modesto: una sala hace de cocina y comedor, hay sillas y una mesa de madera. Sobre la mesa: vajilla sucia, un botiquín y un cuaderno. Josef cruzó la sala, abrió una puerta, la dejó abierta, se oyó otra puerta abrirse; y por último, se filtró el sonido de un chapoteo en el agua. Regresó con un saco diferente y un perfume demasiado fuerte para un ambiente cerrado. Realizó un comentario acerca de lo difícil que le resulta higienizarse: antes no era así, se lo escuchó decir.
–Estuve en un suburbio argentino, pero lo que más recuerdo es la Patagonia, me recordaba a Baviera, fue como mi segundo hogar. Allí trabajé en una veterinaria y viví en una hostería. De aquella época tengo registros incompletos y algunos dibujos. Levántese, le voy a mostrar.
Un segundo hogar nunca puede pasar inadvertido. Más aún si el tercer hogar es una cabaña en medio de la nada brasilera, y la habitación donde se vive, por más dibujos que la empapelen, es una cueva de madera oscura y húmeda. Pilas de informes y numerosas cajas rodean al pequeño catre junto a la ventana. Josef habla mientras extiende una lámina con dibujos y comentarios, en ella se puede leer: Homo-arabicus dolicéfalo, Homo siriacus, Homo europeans.
–Tuve que dejar Argentina de improvisto, por aquel entonces volví a sentirme lleno de entusiasmo. Creí que serían tiempos mejores, pero lo que le ocurrió a Adolf lo cambió todo –suspira, da unos pasos y se sienta en el catre a observar la lámina.
Karl Adolf Eichmann, teniente coronel nazi, fue capturado en Argentina, enjuiciado y muerto en Israel en 1962. Desde entonces –y más que nunca– Josef Mengele es un fugitivo: vive atrapado en el insoportable calor que rebota por toda la cabaña, escribe sobre sus láminas a escondidas, oculta de la muerte al médico-militar nazi. También busca –nunca dejó de buscar–, cumplir su sueño de niño bávaro: ser capaz de moldear humanos. Moldearlos con las manos a su voluntad.

martes, 18 de septiembre de 2012

La mujer de la mirada apagada


Creer en el amor a primera vista no me resulta disparatado,  el hecho de que una persona dirija su mirada un instante, por más efímero que sea y quede cautivado por una figura, es completamente familiar. Exactamente eso me sucedió a mí, un enamoradizo sin fronteras, que daría todo por aquello que más quiere, con un solo motivo: saciar esa incontenible sensación que aborda al hombre por dentro y lo envuelve en un halo de desesperación que todos llaman deseo. No soy un gran escritor, esta debe ser la primera vez que escribo, pero la situación lo amerita. Intentaré hacerlo de la mejor forma posible, para que se entienda por lo que estoy atravesando. Ya han pasado cinco días desde que me encerré en el armario, no sé si volveré a salir, no sobreviviré sin comida ni agua, pero lo que me interesa contar es cómo llegué hasta esta situación tan trágica.
Toda mi vida he sido un amante del arte, y no solo por mi situación económica (mucha gente adinerada ingresa forzosamente en el mundo del arte sólo por el prestigio que otorga), realmente me apasiona, disfruto cada minuto que paso contemplando una pintura. Si tuviera que imaginar un paraíso seguramente estaría repleto de cuadros, esculturas y un conjunto de arpas endulzándome los oídos. Pero no quiero perder tiempo con ilusiones y vaguedades, basta con que sepan que amo el arte y es mi gran obsesión.
Lo que realmente importa es lo que viene a continuación, presten suma atención. Yo me encontraba en una de mis tantas visitas mensuales al Museo Nacional, lo conocía de memoria, nunca había nada nuevo para ver pero caminar sus pisos de mármol me reconfortaba el alma. Y aquí viene lo interesante. Entré al salón que se encontraba en el ala derecha, eché un vistazo general a las paredes (no es uno de mis salones preferidos, pero tiene cierto encanto) y algo se encontraba fuera de lugar. Podía notarlo pero no sabía qué exactamente así que me tomé el trabajo de mirar fijamente cada obra que colgaba de las paredes buscando a la intrusa. Finalmente la encontré, casi omnipotente al lado de una obra realizada por un artista sueco, era ella, mis ojos no creían lo que veían. Las lágrimas no tardaron en aparecer y la boca me temblaba mientras se me dibujaba una sonrisa que dejaba ver mis dientes, era la más pura de las felicidades. Tantos años buscándola, viajando, recorriendo museos y ahora estaba frente a mí, aún no entiendo como no me desmayé en ese preciso momento.
Era, a mi parecer, la más hermosa pintura que se ha visto, cautivadora, fina, de vanguardia,  sencillamente magnífica. Su creador, que por cierto mantenía el anonimato,  la había bautizado como “Tristeza en Hamburgo” pero a mí me gustaba llamarla “La mujer de la mirada apagada”. Conocí este cuadro en uno de mis viajes a Alemania,  mientras miraba un catálogo en una exposición de artistas universitarios, pero esa también es otra historia que no hace falta mencionar ahora.
Sin duda me dirigí al dueño del museo y le hice una oferta que, por la expresión de su cara, no dudo en rechazar. Estaba sacrificando los ahorros de toda mi vida, una parte de mi cuerpo se lamentaba pero sabía que era lo correcto. Y la otra se regocijaba de alegría ante el drama. Regresé a mi casa con la pintura bajo el brazo cual trofeo de guerra. Hacía años que había decidido el lugar que ocuparía, el espacio estaba ya reservado. Colgué el cuadro en el salón comedor para que estuviera a la vista en caso de visitas, de esta forma todos podrían admirar su belleza.
Los primeros días fueron utópicos, los pasaba parado observándola, sólo le quitaba la vista cuando parpadeaba. Ya tenía su imagen grabada a la perfección, cada centímetro, cada detalle. Los trazos eran precisos, los oleos elegidos exquisitos y los pinceles que se usaron para darle vida fueron los correctos. La figura de la mujer no tenía ningún defecto, su piel era pálida pero no llegaba a ser blanca, sus manos estaban detalladamente confeccionadas y su cuello: largo y fino como un cisne. El busto tenía la talla adecuada, los labios: finos como dos hilos rosados y las comisuras de la boca se encontraban levemente inclinadas hacia abajo. La nariz era un poco grande para una mujer, pero no se veía fuera de lugar en su rostro, sus orejas eran pequeñas y parecían ser frágiles, cada rasgo había sido seleccionado cuidadosamente. Sin embargo los ojos estaban tristes y eso era lo que captaba mi atención, pasaba horas imaginando su vida, ¿cuáles serían sus penas y dolores?
Con el paso de los días decidí que ya era hora de volver a moverme por el resto de la casa. Pero me encontraba frente a un gran dilema, si bien no podía quedarme quieto de por vida tampoco podía dejar de admirar la pintura. Por lo tanto gasté el dinero que guardaba sigilosamente para cubrir los gastos de mi funeral en realizar varias copias de la original, las distribuí por la casa para así estar siempre con ella. Ahora no sólo tenía una en el salón comedor, sino que había una en el baño, en el dormitorio, en la sala de lavado y en cualquier habitación de la casa que se les ocurra. Estaba encantado, de sólo pensar que donde fuera tendría la posibilidad de observarla, mi felicidad se asemejaba a la de un niño en la víspera de Navidad.
Pero aprendí que ninguna felicidad es eterna, y menos si el júbilo es producido por algo que busca resaltar lo contrario. De un momento a otro pasé de estremecerme frente a la pintura, a temblar con sólo saber que compartíamos la habitación. Confieso que he llegado a olerla por varios minutos, la fragancia que expelía me excitaba por algún motivo que desconocía, hasta me avergüenzo de contar que repetidas veces lamía los marcos sintiendo por dentro como se levantaba un infierno, cuyas llamas eran incontrolables. Luego, desde la “transformación” (así es como denominé al extraño suceso) todo se tornó oscuro y deprimente. Los cuartos estaban fríos y habían perdido su color, podrá parecerles una exageración, pero les aseguro que las flores se marchitaban si estaban en las cercanías del cuadro. Las paredes se cubrieron de un asqueroso moho y las telarañas aumentaban considerablemente de tamaño, cualquiera podría decir que la casa estaba abandonada. Todo estaba cambiando, los cristales se volvieron opacos, el piso crujía con cada paso, en el techo empezaban a resaltar los manchones de humedad y el polvo ya pasaba a formar parte de los muebles. No sólo la casa sufrió la metamorfosis, con esto quiero decir que yo no quedé indemne. Últimamente ya no podía controlar mis emociones, cualquier situación servía como detonador para producirme un llanto desgarrador, ese sentimiento de felicidad que alguna vez se había tornado amo de mi cuerpo, se marchaba junto con la pulcritud del hogar.
 Esa mujer, encerrada en la pintura, transformó mi casa por completo, la arrastró a las tinieblas de las que ella era parte. No soportaba verme feliz frente a su desolación y decidió que tenía que sufrir con ella. ¡Oh! Y qué manera de sufrir la mía, no podía caminar tranquilamente por mi casa, a donde iba ella ya estaba ahí, mirándome con desprecio, ¿cómo escaparle?, ¿cómo deshacerme de ella si no me atrevía a tocarla? Los últimos días me limité a manejarme sólo en una habitación, la única que tenía una gran iluminación y en comparación con las otras, era tolerable. Evité el contacto visual y me mantenía alejado del cuadro, sólo me sentaba y esperaba que las horas pasen, la casa estaba subordinada al silencio.
Lo que relataré a continuación podrá parecerles una alucinación o un simple delirio, pero no lo fue, puedo jurarlo, todo pasó realmente. La mañana de mi último domingo fuera del armario, disfrutaba de una larga siesta cuando fui interrumpido por un llanto desmesurado. Abrí los ojos lentamente y del susto los volví a cerrar. No podía creer lo que estaba sucediendo, la mujer había abandonado el cuadro y caminaba por la casa desparramando lágrimas por todos lados. Me acerqué a ella y sin tocarla apenas, pude ver en su rostro una incipiente sonrisa. Verla llorar de esa forma, sentir su presencia cara a cara, me hizo comprenderlo todo. Ella no soportaba vivir dentro de ese cuadro, ese era el verdadero motivo de su infelicidad ¿y quién era yo para condenarla a ese inmenso castigo?
Como ya podrán deducir, decidí esconderme en el armario, donde apenas puedo moverme. Le entregué todo lo que tenía, la mujer necesitaba un lugar para ser libre, y quizás en mi afán por sentirme un héroe incluso en la derrota, sacrifico mi vida para que ese lugar, sea mi casa. Quién sabe, incluso quizás sigo enamorado de esa pintura y soy capaz de darlo todo por ella, quién sabe.