martes, 4 de octubre de 2011

Desgracia de Lucy Lurie


Los agresores ya se han ido pero Lucy aun no puede levantarse de la cama. Sus fuerzas no se lo permiten y aunque sí pudiera ella preferiría quedarse como está: recostada en posición fetal, con su brazo derecho abrazándose la panza y la cintura, y con el izquierdo cubriéndose el hombro opuesto. Mantiene los ojos cerrados y junto con su cabeza metida en esa posición se queda allí, inmóvil pero con los músculos relajados, hasta no oír más nada, tanto en el interior como en las afueras de la casa.
            Los perros han dejado de ladrar hace rato pero recién ahora es capaz de darse cuenta de ello. Como si en ese periodo hubiese perdido noción del tiempo, de los perros, de David y de toda existencia humana que habitara en el mundo más allá de ella misma. Sin embargo, el silencio se rompe con un intenso golpeteo de alguna puerta de la casa, y con el posterior grito que evoca su nombre, vuelve a su memoria todo aquello que la rodea. Toma coraje y se desprende del calor que por unos minutos (cinco, diez, veinte ¿quien sabe?) logró acumular entre su cuerpo desnudo y las sabanas de su cama.
            Camina con algo de dificultad hacia el baño. Siente un ardor intenso en la zona vaginal, sin embargo intenta caminar como si no le sucediera nada, preparándose para la actuación que tendrá que hacer frente a su padre. Prende la canilla del lavabo y con las manos en forma de bote, junta agua para echársela en la cara, en la nuca y en todo el cuerpo, tomando especial recaudo en la zona de ardor. En ningún momento se mira al espejo que está sobre el lavabo. El solo reflejo de su imagen le causaría una infinita vergüenza.
            La visión y la audición son en este momento los únicos sentidos que quiere utilizar. El olor a transpiración ajena que el agua no pudo quitar, el gusto salado de las lágrimas y su piel curtida pero aún sensible, forman parte de otro cuerpo que ya no es Lucy. Ida, sombría pero segura, transita el pasillo de su casa siendo la sombra de la que era. Camina en dirección a los golpeteos mirando de forma panorámica el paisaje en el que ahora se ha convertido su casa. Solo mira y oye. Prefiere no sentir mas nada.
            Llega hasta la puerta de donde provienen los gritos. Se agacha y toma del piso la llave. No repara ni un segundo por que la llave esta tirada. No deduce que quizás se calló producto de los golpes de su padre o si en verdad los maleantes la tiraron a propósito, para evitar cualquier acción ingeniosa de la victima por salir. Lo cierto es que abre con celeridad pero con total naturalidad en sus movimientos, casi de forma mecánica. Advierte el olor a pelo quemado y con él siente que el resto de sus sentidos comienzan a funcionar con normalidad. Sin embargo, antes de ver a David, con la puerta entreabierta, Lucy escucha un ladrido que le supone agonía. Acude al llamado antes de mirar el aspecto en que han dejado a su padre y recorre la cocina que la conduce a las perreras. Oye como su padre camina detrás y repite sus pasos. Enseguida ambos se detienen frente a los cuerpos.
-    ¡Mis perros, mis queridos perros!-
           Un poco de sangre que se esparce, alcanza a tocarle varios dedos del pie. Se da cuenta de ello pero no le importa. Entra a la primera de las jaulas y asiste al único que aun respira. Ella lo acaricia y él menea el rabo débilmente. David se acerca a darle consuelo pero Lucy suavemente lo rechaza. Los dos están alrededor del perro y sobre la sangre.



Martín Ortiz Suarez
Comisión 32
2011
                                            

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