Me levanto sobresaltada. No es raro en realidad. Ya es la tercera vez en lo que va de esta semana. Prendo el velador que está sobre el escritorio y miro el despertador: las 6.23 am. Me quedan una hora y minutos para seguir durmiendo. No va a ser difícil, en estas circunstancias el sueño me llega rápido y cuando me vuelva a levantar es probable que ni recuerde este despertar sobresaltado. El problema está ni bien me acuesto a la noche. Ahí es cuando no puedo conciliar el sueño, no llega. Y puedo estar dos o hasta tres horas dando vueltas en la cama hasta que por fin logro quedarme dormida.
   El sonido del despertador me hace abrir los ojos a las 7.45. No quiero moverme, preferiría seguir acurrucada debajo de las sabanas que me calientan del frío tormentoso que me espera al salir. Y es que es época de pleno invierno: Julio para ser más exactos. 
   Las calles de Buenos Aires hacen notar el fuerte viento. La gente no hace más que caminar encapuchada bajo sus camperas y escondiéndose bajo sus bufandas. Cruzo la avenida Cabildo corriendo porque el semáforo está a punto de cambiar a verde. Me aferro a mi tapado negro y a mi bufanda mientras camino para llegar a la boca del subte. No solamente se ven bufandas y tapados, también hay un clima temeroso en el ambiente. Ya se nota en la calle, dentro del subterráneo comienza a empeorar. Ahí es donde se puede ver el ejemplo más claro. La gente lleva el miedo en sus caras, la preocupación. Y están también los paranoicos. Esos que le temen hasta al contacto visual por miedo al contagio, se corren lo más que pueden dentro de su escaso espacio en el asiento, no quieren tocar al otro ni por un milímetro. 
   Bajo las escaleras junto con dos hombres de traje. El subte está bastante lleno. Me paro frente a una de las puertas y me miro en el reflejo de la ventana: no me maquillé lo suficiente, mi cara de dormida me delata. Compruebo tener lo más importante en mi bolso: los libros, el celular, la billetera, la agenda y el estuche con maquillajes; ya tendré tiempo para solucionar estas ojeras. 
   El subte comienza a moverse y todos los que estamos parados atinamos a sostenernos de lo más cómodo y cercano posible que encontramos. Me recuesto contra las puertas y respiro hondo, hoy me espera un día bastante largo. 
   Alguien me toma con fuerza del brazo. Abro los ojos y veo a uno de los hombres de traje exclamándome:
   -Cuidado, señorita, van a abrirse las puertas.
   -Gracias- le contesto. 
   Mi voz suena algo confundida y sorprendida a la vez. Me quedé dormida. Ya estamos en Bulnes. No falta tanto. Me olvidé los guantes así que prefiero no tocar los barrotes de los asientos. Me apoyo de nuevo al cerrarse las puertas, pero esta vez no voy a cerrar los ojos ni por un instante. 
   Miro el reloj. Es tarde. En tres minutos empieza la clase de Patología y para llegar a la Facultad  me quedan por lo menos quince minutos más. De repente, el subte frena bruscamente. Todavía no llegamos a la próxima estación con lo cual esto se debe seguramente a algún desperfecto. Me paralizo. Es en estos momentos cuando mi cabeza comienza a trabajar automáticamente. Es como si fuera un control remoto cambiando canales de televisión. Y en mis canales imaginarios se ven cosas horribles: el ambiente se llena de humo y todos los pasajeros nos desesperamos golpeando puertas y ventanas o, peor aún, se acerca el subte siguiente y choca con el nuestro. Trato de calmarme. Miro a mi alrededor para buscar algo de tranquilidad. El chico flaco y pelirrojo que a esta hora siempre está vendiendo chicles, hoy, lleva un bolso con una cantidad impresionante de frascos que contienen alcohol en gel. Tiene éxito al parecer ya que se le acerca más de un comprador y algunos, por cierto, son bastante generosos. Una señora compró al menos cinco frascos que ya está guardando dentro de su cartera. El vendedor se aleja, continúa su rutina como si nada hubiera interrumpido la normalidad del viaje. Noto que los dos muchachos de traje no están más a mi lado como al principio. Deben de haber cambiado de vagón y no me di cuenta. En el subte hay bastante gente, no puedo divisar bien si hay algún conocido, algún compañero, algún profesor, alguien. Si voy a morirme no quiero morirme entre desconocidos. 
   Aparece un nuevo vendedor de alcohol en gel, pero este, a diferencia del otro, lleva un barbijo puesto. Intento calmar mi paranoia pensando que al menos hay gente que sigue con su rutina normal sin desesperar. Enfrente tengo a dos señoras que murmuran indignadas acerca de las personas que viajan con sus hijos pequeños. “Es una vergüenza, un peligro que en estos momentos haya criaturas en lugares como estos”, es lo único que atino a escuchar. Ya pasaron cinco minutos y el subte no vuelve a arrancar. Trato de concentrarme en estar relajada. De pronto alguien me toca el brazo y me sobresalto sin realmente haberlo querido. ¡Es Juan! Mi compañero de Obstetricia. Me siento aliviada. Lo abrazo, él me mira entre divertido y extrañado. 
   -¿Me parece a mí o estas llegando un poquito tarde?
   -No, no te parece, pero no me importa, que bueno que llegaste porque cuando se para el subte me pongo muy nerviosa.
   Juan ríe y me asegura que en dos o tres minutos tiene que volver a arrancar. Estas cosas son normales y suelen pasar todo el tiempo, me dice. Me distiendo, hablamos de la clase que tiene hoy. Me cuenta de su fin de semana. Pero caigo en la cuenta de que vuelven a pasar otros cinco minutos más. Se empieza a escuchar un murmullo generalizado. Sin embargo, para mi gran satisfacción, el subte comienza a moverse. Despacio, pero sí, al fin, se mueve. Sonrío. Juan apoya su brazo en mi hombro y me mira con una sonrisa también. Por dentro se debe estar burlando y pensando en lo estúpida que soy por creer que algo malo pudo haber sucedido. 
   El ambiente vuelve a estar en silencio. Pero algo lo interrumpe. Una mujer, que va sentada, estornuda fuertemente. El hombre que va a su lado leyendo el diario se para al instante y cambia rápidamente de lugar. 
   -¡Cuerpo a tierra!- exclama el primer vendedor reapareciendo en nuestro vagón.          Algunos ríen, otros solo se tapan más la cara con sus bufandas. Ya pasamos Agüero, estamos cerca. Pero de pronto el subte vuelve a parar nuevamente. Esta vez se escuchan ruidos extraños. Es como una sirena que nos taladra los oídos, no entendemos qué pasa. Las puertas comienzan a abrirse y cerrar sin parar. Grito, me aferro a Juan quien mira para todos lados intentando buscar alguna explicación. Todos se levantan, hablan al mismo tiempo, siento que la gente me empuja, que muchas manos me zarandean. Abro los ojos y llego a leer entre el tumulto de gente: Catedral.
Camila Uguccioni
Comisión 33
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