La reunión familiar recién comenzaba, mis primas habían llegado de Alemania unos días atrás y, después de años sin verlas, un ambiente de alegría y felicidad se sentía en toda la casa.
Mis tíos relataban amenamente sus viajes, y describían como variaba la forma de vida entre un país y otro. De todos los reunidos, mi abuela Leticia era la más alegre, después de mucho tiempo nuevamente tenía a sus nietos juntos. La situación la transporto a la época en la que mi abuelo, tiempo antes de partir, le había pedido que nos entregara las cartas que escribió a cada uno de los nietos, el día que estuviésemos todos juntos otra vez. Al recordar esto, rápidamente se fue al cuarto a mover cajas, revolver cajones y sacar todos sus papeles.
Mis primas y mi abuela llevábamos una hora revolviendo todos los rincones de su habitación. La tía Emi junto con mi mamá insistían en que no era el momento más adecuado, que lo mejor era volver a la mesa y continuar la búsqueda en otro momento. Cansadas porque no aparecían, nos sentamos nuevamamente a la mesa, con la idea de buscarlas cuando la gente se fuera.
Cuando, al fin se encontraba todo en silencio, las cinco - mi abuela, mis tres primas y yo- comenzamos la ardua exploración una vez más; en el cuarto no quedó rincón sin revisar, seguimos por el comedor, moviendo libros de la biblioteca, abriendo cuadernos de anotaciones donde se relataban las anécdotas de nuestra infancia. Entre todo lo que sacamos fuera encontramos álbumes de fotos; fue imposible no rememorar los momentos que nos transmitían, acompañados por los relatos de la abuela.
Continuamos nuestra búsqueda en el altillo, cada vez con mayor desesperación; los lugares donde revisar se iban agotando: cajas, valijas, cajones, baúles y latas viejas. Aparecían más fotos, cartas, anotadores, alhajas, ropa y todo lo que en la casa de una abuela pueda haber, salvo el paquete de sobres negros enlazado con un moño de cinta verde Avanzada la noche decidimos dejar la tarea para el próximo día.
El mate pasaba de mano en mano, el olor a pan tostado llenaba el clima del hogar, pero yo no dejaba de pensar en aquello que mi abuelo podía haberme escrito a mis seis años. Leti trataba de recordar en qué lugar las había guardado, pero era más su ofuscación mezclada con la melancolía de recordar a su marido.
Luego de esos días volví a casa con la idea de fijarme entre las pertenencias de mamá, que en vano fue porque tampoco se encontraban ahí. El fin de semana sonó el teléfono, la voz contenta de Leti resonaba por el tubo diciendo que había encontrado las cartas. No fueron más de diez minutos los que tardé en llegar a su casa, al igual que mis primas. Sentadas alrededor de un baúl la abuela contaba que lo había encontrado en el cuarto de herramientas de mi abuelo (un rincón que al estar lleno de maquinas, herramientas y artefactos en desuso, nos había parecido inútil revisar). El baúl conservaba su riel de pesca favorito, las cartas que recibió de mi abuela durante largos meses, la bota para vino, un cuchillo con su nombre grabado y dentro de una latita las cartas enlazadas por la cinta verde.
El sobre tenía escrito nombre con letra cursiva y prolija, propia de un hombre de 57 años; el papel fino era de carta, como los que se usaban antes, estaba un poco amarillento y despedía ese típico aroma de hoja añejada. Entre lágrimas comencé a leer:
“Querida nieta, qué hermoso sería poder decirte estas palabras mientras te contemplo. La vida me regaló la oportunidad de verte nacer y disfrutar de tus primeros años de vida, en los que verte llegar corriendo a abrazar a tu abuela y a mi, mirarte bailar, cantar y sonreír, son mi fuerza de cada día…”
Ana Belén Com:38
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