miércoles, 12 de octubre de 2011

Olvidos de memoria



¿Una bisagra? Algo que marca un antes y un después; algo que ayuda a cambiar. A veces es un libro entero, otras es tan sólo un verso, una estrofa, una palabra, incluso una sílaba …

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Miento si digo que aplaudí el acto de magia de Bizzio, que el Masetto de Lamporecchio logró engañarme o que Poe pudo llamar mi atención con aquella carta que finalmente pudo ser encontrada. Tampoco pude captar la grandeza de Hawthorne a través de Wakefield. No. Lo que pasó entre Ronnie y Julián me fue indiferente, no encontré originalidad en el narrar de Boccaccio –quizás el infante Juan Manuel tenga una buena cuota de culpa-, me aburrieron los sermones de Nathaniel y los pormenores del caso de aquella institutriz de dudosa cordura.
Hay cosas que cambian, otras que no. Mi memoria milita en el segundo grupo. Mi memoria tiene, por definición, una cuota importante –y potencialmente peligrosa- de inercia; inercia que se va haciendo cada vez más pronunciada a medida que mi interés decrece. Consecuencias: muchas. Una en concreto: si un texto me aburre, difícilmente recuerde el contenido. Sí, salteo palabras. Sí, también frases. ¡Sí, incluso líneas! Sí, a veces ni siquiera me esfuerzo en terminar de leerlos -vicio en el que me introdujo Borges, cuando me dijo que no había necesidad en terminar un libro que al lector no le interesara-. Clarice y William fueron, quizás, los principales damnificados. Con ojos llorosos, Oates implora clemencia. Hubo, no obstante, un pelotón de escritores que lograron resistir. Recuerdo los esfuerzos quijotescos de Guillermo y de Adso para hallar al culpable de los asesinatos en la abadía. Todavía siento el espanto de los habitantes de Hocolmb, la arcilla de Worcester en la suela de mis zapatillas, la balacera, los estruendos en medio de la selva hondureña… Sonrío cuando recuerdo la categórica explicación de Arlt sobre la diferencia entre un “squenun” y un vago. Me enmudece el presente y el pasado de la villa de San Fernando, la historia de Holden Caulfield o el cuerpo de un anarquista, llamado Erdosain, que apesta a tristeza…
Guerreiro es Leila. La mujer del “No”. La cronista que nunca asistió a ningún curso de periodismo, a ningún taller de escritura. La periodista tandilense que no estudió comunicación, que dice no saber nada acerca de la semiótica de los géneros contemporáneos. Le guste o no, para mí es un fruto extraño; un fruto extraño –para mí por lo menos- indigesto. Sobre todo cuando reflexiona sobre el periodismo. Hay verdades que pueden ser indigestas, incluso ‘indigeribles’. Y me angustia. Me angustia enterarme que ese don –el arte de escribir- es algo innato (aunque ella lo niegue), algo que se lleva en la piel, algo que se siente, algo que si se busca explicar, corre el riesgo de romperse.
 Arlt. Cuatro letras, tres consonantes. Sí, ya sé: parece mentira. “No es seudónimo, señora”, solía decir Roberto cuando alguna lectora, extrañada por lo peculiar del apellido, preguntaba por su identidad. Muchos lo recuerdan como el inventor fracasado. La “gente bien” dice que fue un “groncho” infeliz que intentaba escribir literatura. Me gusta recordarlo como un anarquista que con veintiséis años, sin haber terminado sus estudios secundarios, publicó su primera novela con indeleble compromiso social. Novela que si uno la lee bien, se da cuenta que el “groncho” se adelantó en muchas cosas a grandes pensadores, la escuela de Frankfurt o Agnes Heller para dar ejemplos. Los pasos de Arlt hicieron ruido. Todavía hoy –sin hacer mucho esfuerzo- puede uno escuchar sus ecos…
Walsh era Rodolfo. Para mí: es y será. Me dice, entre tantas otras cosas, que todo escrito comprometido socialmente, debe ser un arma, -por qué no- una metralleta. Cargo. Disparo. Tengo la sensación de que algo falla. Recojo los proyectiles. Balines. Alzo mi mano izquierda y la observo con rabioso detenimiento. La metralleta no está. Lo que sostengo es una honda hecha de madera.
O tal vez no… Quizás la escritura comprometida con la sociedad no sea una metralleta o un arma de fuego como pienso o como me dicen. Sí, me gusta pensar que toda escritura molesta se asemeja a un cuchillo; cuchillo que se puede ir afilando, que se puede volver más ágil, que puede ser cada vez más peligroso, que se puede llevar a todos lados.
Paro. Mis dedos se detienen. Las teclas no se escuchan. No hay contacto. Es Serú Girán lo que se escucha en mi habitación:

Si las sanguijuelas no pueden herirte,
no existe una escuela que enseñe a vivir”.

Francisco Moyano Larrazábal (Comisión 36)

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