Es inútil seguir insistiendo con ese botoncito inoperante, seguramente la vecina de abajo dejó la puerta abierta una vez más y una vez más voy a tener que tomar las escaleras. Entonces tomo la iniciativa, despego suavemente el pie izquierdo del piso y empiezo a caminar, me dirijo en dirección a la escalera. Los pisos son de mármol, los siento pegajosos, tal vez sea la humedad… Empiezo a descender pausadamente, nadie me corre, hace años que no uso reloj-pulsera, tampoco  hay uno de pared en la cocina, no hay en el diminuto living-comedor. 
Llego al 4º, efectivamente la señora del B en una nueva oportunidad descuidó la puerta del ascensor y quedó abierta.  Sé que es ella y no alguien del A o el C, porque es la única que vive en ese piso. Ya otros se han quejado por este altercado, pero la pobre mujer vive sola, sola como yo, y aparentemente por los cortos pero no por eso menos profundos diálogos, que hemos compartido, tiene indicios del mal de Alzheimer;  por lo poco que sé las consecuencias de esta enfermedad se agravan en compañía de la soledad. La tildan de loca, pero estoy segura que ninguno, de los que por su boca salen esas cuatro letritas, que juntas y separadas en dos sílabas resuenan como ecos dentro de mí, se puso en sus zapatos. Cierro la puerta del elevador, vehículo perpendicular al piso que sube y baja  y se detiene y vuelve a subir y adentro una persona o dos o la señora con el niño que va a la escuela, y baja y se detiene. Sigo mi rumbo escaleras abajo, nada de facilitaciones, debo continuar con mi recorrido.
Me detengo por un momento, ya estoy a dos niveles de la planta baja, me siento cansada y mientras mis músculos se relajan y mi respiración se normaliza, pienso. Pienso en Elvira, la del 4º B, Elvira tiene paciencia, Elvira tiene amigos imaginarios cual niño, Elvira cocina de mil maravillas (una vez me convido con un guisito que no olvido), Elvira vive sola desde que la conozco, ella en cambio me conoció por vos. Y sigo bajando por las escaleras de mármol, bellísimas. Es una construcción importante, nadie sabía de su existencia en tu familia hasta que apreció en el testamento de Egidio. Eras más que su sobrino. Estoy segura que te lo dejó a vos, bah a nosotros, porque apostaba a nuestra relación, apostaba a que íbamos a agrandar la dinastía Balverdi.
Cada vez estoy más cerca, voy a salir y voy a tomar un taxi en la esquina hasta Retiro, voy a sacar un pasaje, sólo de ida, todavía tengo la esperanza de volver a encontrarte. Me acuerdo cuando empezó todo esto, vos no tenías miedo, eso era lo que no me cansaba de contemplar: tu valentía. Y un día, me fuiste a buscar a la facultad, yo estaba terminando mis estudios en Derecho, volvimos juntos hasta este mismo departamento y me contaste que Rolo había desaparecido, y que nada se sabía de Dolores, su mujer. 
Y la sopa de verduras ya estaba lista, habías tendido la mesa gentilmente, nos sentamos y me dijiste que si alguien se iba a encargar de separarnos, nos volveríamos a ver  y casi al azar decidiste el sitio: San Rafael, Mendoza. Después pasó lo que se veía venir, llegaron, rompieron todo y nos llevaron, autos separados, mismos hijos de puta. De vos no supe más nada, yo por mi parte pasé doce días terribles, sin saber que lo más terrible venía después. El dolor del cuerpo, o más bien de la tortura corporal, es algo espantoso, tétrico, sombrío, que hiere por dentro, te atormenta durante años y probablemente me siga martirizando cada vez que venga a mi recuerdo.  Pero lo que realmente duele es la incertidumbre, el vacío que dejaron en mí, el despojo, la angustia eterna de buscar y no encontrar. Y de repente me encuentro con Antonio, el portero, me dice que  tiene una carta para mí, me la da, lo saludo y salgo a la ciudad gris. Leo el remitente: Equipo Argentino de Antropología Forense; sé con lo que me voy  a topar y acierto. Es por vos, por el señor Pedro Balverdi.  Y me pierdo ensimismada, como suspendida en medio de la muchedumbre, acompaño al gentío sin percibir nada más que mi presencia, mi ausencia para con esa masa enajenada. Y entonces, serena, caigo en la cuenta de que ya pasaron casi diez años, el 8 de agosto se van a cumplir diez años de ese último cruce de miradas. Ilusionada volví a San Rafael unas dos veces por año, te buscaba desesperada,  ahora mismo estaba por regresar a nuestro lugar, ya casi por inercia. Siempre viajé sólo con una mochila, cosas de higiene personal, ropa interior, una muda y algo de dinero ¿Cómo no me di cuenta antes?  ¡Cuánto tiempo viviendo rodeada de la niebla oscura de la propia mentira! Seguramente en el fondo siempre lo supe, y así estuve asimilando las cosas, en silencio… Viajaba con pocas cosas, porque en realidad nunca sabía cuánto tiempo me iba a quedar,  quizás volvía al otro día, quizás en dos semanas. Siempre supe también que estábamos de paso, por eso nunca me aferré a lo material. Pero cómo no aferrarme a quien me había enseñado a ser, quien me había enseñado que las personas somos tesoros, pero no de esos tesoros que quedan enterrados, olvidados, o de esos que sólo ostentan y nadie disfruta, sino tesoros que deben ser compartidos… Había vivido en la peor de las cegueras, en la de los que no quieren ver, pero adentro mío atesoraba luz que estaba saliendo otra vez, instintivamente haciendo caso a tu teoría del tesoro… Ya no más incertidumbres, ya no te tendría que buscar en cada rincón de San Rafael, vivías adentro mío…
Sofía Iualé
Comisión 40 
Muy bueno, me gustó mucho
ResponderEliminarFelicitaciones
Muy lindo!!
ResponderEliminarMe encantó Sofi y más que la primera vez que lo leí.
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